Dirigir a un equipo de
fútbol de benjamines ofrece más alegrías que sinsabores. Pero entre medio,
pasas por momentos de zozobra, de desaliento, de mucha pedagogía. El sábado,
jugábamos contra Lagun Artea y perdíamos al primer tiempo por 3 a 0 y, al poco
de comenzar la segunda etapa, un niño de mi equipo, delantero para situarlos y
de origen colombiano, agarró con sus manos el balón en nuestra área chica y
quiso sacar un lateral. El árbitro sin dudarlo, marcó penal en nuestra contra,
al tiempo que con mucha ternura, la explicó al pequeño porque debió sancionar
la “pena máxima”. No fue una sensación traumática para el chico, gracias a esa
explicación. Se pateó el penalti (penal) y fue gol: 4-0; la situación pudo ser
condenatoria para el equipo. Pero como otras veces, hubo margen para el
milagro. En poco menos de 20 minutos y bajo un terrible diluvio y con una casta
casi exclusiva de adultos, los míos metieron 5 goles y nos fuimos a casa con un
terrible subidón que sólo los futboleros podrán entender.
En realidad son
pre-benjamines, en la traducción al otro español (porque este post va de esto y
de maneras de ser), para los que lean del otro lado del charco, estos niños
tienen 5, 6 ó 7 años. Benjamín viene del hebreo Ben iamin y significa: hijo de
la diestra, y se refiere a la derecha como un símbolo de la fuerza o de la
virtud. Según la biblia es el hijo menor del patriarca Yaakov y Rajel. Y por
extensión se llama “benjamín” al hijo menor de una gran familia. Y en el
fútbol, la palabra benjamín se refiere a las categorías menores del fútbol
juvenil o formativo. Así encontramos dentro de la categoría a pequeños que aún
no alcanzaron los 10 años. Pre-benjamín serían los niños que estén por debajo
de los 7 años, y en mi equipo para más datos, predominan los de 6 años con
algunas excepciones. Es decir, que son bien mocosos.
Antes de volver al penalti
en contra de mi delantero colombiano, me refiero a otro detalle que dejó la
jornada futbolera del sábado. Al arribar el grueso de la plantilla al campo,
nos encontramos con que el partido estaba demorado casi una hora. Para ir
separando a los niños de otros que también aguardaban, y de los familiares que
a de a poco en sus conversaciones se acercaban peligrosamente a la línea
lateral del campo, dirigí a los míos hacia un costado para que comenzaran a
moverse lentamente a la espera de la hora de inicio.
En el campo estaban
jugando otra categoría de niños, y los míos se ubicaron en una esquina
peligrosa, por qué podría molestar a los que estaban allí jugando. Como un
grito no basta cuando están de por medio 14 niños, me tuve que desdoblar para
que se fueran retirando a una zona más íntima para nosotros, y más respetuosa
para los que estaban en pleno partido. Eso conllevó a un minuto de
desplazamientos y repeticiones de que se retiraran y todo este despliegue fue
acompañado por la mala cara que nos regaló el entrenador de uno de los equipos
en juego, que en ningún momento contempló que se trataba de niños de tan poca
edad. Seguramente, ese entrenador también sería padre, y eso lo hacía más
inexplicable. Pero tenía su sentido ese gesto adusto y esos resoplidos ampulosos
permanentes de fastidio. Desde que vivo aquí me he acostumbrado al enojo
constante y el recuerdo de ese gesto me llevó, luego de bajado el subidón por
la victoria, a recordar en parte hechos de mis primeros tiempos aquí o caras de
mi padre cuando yo era pequeño (pero esas caras no llegaban ni de lejos a estos
niveles de los 2000, mi padre era un tipo serio, no frustrado como parecen
ahora), y que para mí también eran inexplicables en mi niñez. Mi padre forma
parte de una raza, y tiene un marcado contraste entre su personalidad y su
rostro: lo quiere todo el mundo, tiene un exquisito humor, es gracioso,
ocurrente y en el 90% de sus días
predomina el buen carácter; pero siempre tendrá el ceño fruncido, como si
estuviera enojado. Y yo terminé de comprenderlo, al cruzar el charco e
instalarme en la tierra dónde el nació. Y hoy, creo que se me plisa cada día
más el ceño, aunque no llego al resoplido ni al movimiento mecánico de manos, y
menos a mostrar ese enojo permanente que domina a muchos (no todos) hombres de
la tierra.
Para terminar con el
delantero colombiano de mi equipo y centrarme en el ceño fruncido de los
hombres de la comarca, les cuento que al final del partido y mientras
acompañaba al otro entrenador de nuestro equipo a que se fume un cigarrillo
reparador, mientras enviaba toneladas de whatsapp con el resultado de nuestra
“gesta”, me contó lo que había sucedido en la jugada del penal. Como yo estaba
situado en el otro extremo del campo, solo había observado la jugada y no tenía
lógica, salvo que en el mismo campo suelen alternar las líneas de juego del
campo largo (los peque juegan en mitades) y que la confusión de las líneas
podrían haberlo llevado al equívoco. No fue eso, simplemente el niño interpretó
una indicación de su entrenador, este le dijo “saca”, se lo repitió y el niño
agarró el balón con la mano dispuesto a sacar, pero sacar de banda. Nunca
interpretó que le pedían que rechazara el balón y aunque no había banda
cercana, el hizo caso. Y fue penal en contra. Y luego gol.
La tranquilidad de la
victoria nos permitió disfrutar de la anécdota, pero al rato nos enfrascamos en
una cálida discusión sobre la interpretación del mismo idioma que siempre nos
ha acercado. Le puse un ejemplo para que comprendiera como a veces nos lleva a
la confusión hablarle al otro con la que suponemos que es una lengua universal.
En nuestra jerga argentina, cuando un suplente ingresa al campo, para nosotros
es que entra y el que se retira, el que sale. En tierras ibéricas, el que
ingresa es el que sale al campo y el que se va, el que se retira. Como esas,
tendrá un montón de confusiones de interpretación y ese gesto mecánico de pegarle
el grito al niño de que sacara, se convirtió en un castigo en el resultado provisorio
del partido.
Le conté que cuando yo
ingresé a trabajar en el bar, estaba plagado de ese tipo de confusiones
idiomáticas. Una mañana, con el objetivo de hacer la lista de lo que había
subir de la bodega, le pregunté al dueño si había visto el anotador y la birome.
No solo no los había visto, sino que no tenía ni idea de lo que se trataba. Siendo
tan castizos en sus intenciones de lenguaje, tardé en encontrar junto a él la
interpretación correcta de las palabras. Una fue “blog de notas” y la otra
“boli” por bolígrafo y yo la acepté como con resignación, pero lo hice de inmediato.
Entonces me dijo que ambas cosas estaban junto a la “mini cadena”, y allí al
que se le quedó la cara de tonto fue a mí. Me pasé los siguientes dos o tres
minutos vislumbrando en el bar algo parecido a una cadena, pero en tamaño mini,
o sea una cadenita bien pequeña. Y juro que no la hallaba, aunque ponía todos
mis sentidos en aras de conseguirlo, había quedado antes como idiota al
referirme a un blog como un anotador. En su zona de confort, porque ahora se
trataba de una palabra que mi jefe tan bien manejara, me señaló hacia arriba
con poca delicadeza y balbuceos parecidos a bufidos, y llegué a la conclusión
que se trataba del equipo de música, del grabador o del mini componente,
diversas maneras que yo tenía de denominar a ese artefacto tecnológico. De
aquella anécdota, además de lo risueño, lo que más recuerdo, eran los gestos
ampulosos y los resoplidos de fastidio ante mi demora en la comprensión, y eso me
llevó de inmediato a las veces que contemplaba la misma situación con mi padre,
allá en Buenos Aires.
Y no se trataba de que mi
padre estuviera enojado, como tampoco lo estaba mi jefe mientras yo descubría
la existencia de la mini cadena. Esos gestos en realidad denotaban lo nervioso
que se ponían ante la poca paciencia que guardan para que las cosas se
interpreten o se hagan. Esos resoplidos, esos gestos ampulosos o el elevar
definitivamente el tono de voz, me llevaba a mí a interpretar que mi padre se
exasperaba por mi poca capacidad de entender, cuando en realidad, el nervio
provenía de su nervio por encontrar sinónimos o datos que me permitieran
comprender. Entonces, si yo no entendía a la primera, la explicación de
historia, de castellano, o de geografía de mi padre, sabía que sobrevendría de
inmediato el ritual de gestos o de balbuceos de él, que me obligaban a tratar
de comprender finalmente, para poner fin a esa situación tan confusa, y tantas
veces desagradable. Y ahora, con 34 años en mí espalda, me obligaría a
atravesarla casi a diario.
La primera vez que fui a
tomar un café en mi nueva “tierra”, arrastré la muletilla que me acompañaba
desde Buenos Aires: “Buenos días, ¿podría darme un café con leche?”, fue
seguramente mi saludo. “Si lo vas a pegar, claro que te lo doy”, fue la
respuesta seca y otra vez, con el ceño contrariado. Ante mi mirada de
desconcierto, y cambiando la línea vertical de sus arrugas por una mueca parecida
de sonrisa (tal como las de Sheldon Cooper de Big Bang), el tabernero me
explicó que él estaba allí para eso y que yo, me tendría que acostumbrar a
dejar de decir formalidades zalameras y limitarme al tan intimidatorio “Eh,
ponme un café”.
Mi primer día trabajando
en el bar, y a cuento de lo intimidatorio, estuve a punto de pedir asilo en
alguna embajada, pero estaba lejos de Bilbao como para encarar el trámite. Cada
uno que ingresaba a la tasca y casi desde la puerta, pegaba el grito “Vamos a
ver, ponme una caña”. El grito tantas veces me tomaba de espaldas, y creo
recordar cómo se me erizaban los pelillos de la nuca ante tamaño grito. No
sabía si estaba en un “saloon” al estilo western o en un bar “familiar” como me
habían pregonado, y todos los movimientos de los concurrentes me invitaba a
pensar que estaba pronto a un duelo de armas ante tanto enojado suelto. Otro
grito que me aterraba era “Oyeee chaval, anda ponme un vino”, y yo que había
viajado sin padrino, sin chistera y sin armas. Creí perecer a la brevedad, me
terminaba enojando y mi primera reacción era devolverle con un “buen día, ¿Qué
tal?” ante tantos atropellos. Por suerte, me costó poco comprender que nadie me
estaba invitando a un duelo de espadas o trabucos y solo se trataba de un
saludo amigable.
Con el tiempo se obró el
milagro en mi viejo, y eso lo comencé a disfrutar en mis espaciados viajes de
visita. Quizás, yo había comprendido su forma de ser, y además mi personalidad
se iba mutando paulatinamente hacia sus formas. Pero él también comenzó a
endulzarse, ya no inclinaba sus tupidas cejas para anticipar el enojo, y
pudimos confraternizar experiencias. Quizás lo doblegó mi ausencia o
simplemente se está haciendo mayor o encontró la piedra filosofal, al menos
conmigo y mi esposa, porque a mi madre, no le perdona una. También comprendió
que conocimiento no tiene que ser sinónimo de enojo. Y yo ya no paso tantos
apuros con él, es un disfrute intercambiar opiniones, aun las encontradas.
Quizás me tendría que
haber quedado a saludar a ese entrenador-padre de gestos tan ampulosos y
contrariados que me recordó mis primeros días en esta tierra. De haberlo conocido, quizás hubiera encontrado
a una persona noble, buena y agradable, muy bien disimulado en esas toscas
maneras. Pero los habitantes de esta comarca se suelen conocer a la distancia,
y en poco tiempo se valoran y agradecen y se vuelven entrañables. Eso sí, en el
medio echaremos un sinfín de horas de fastidio intentando comprender esa
naturaleza, aún preguntándonos que les habremos hecho. Pero todo se trata de un
aprendizaje y crecimiento. El otro entrenador del Plentxi deberá pegar el grito
de “rechaza”, mi delantero colombiano en breve sabrá que “saca” significa
distintas cosas según el continente y yo me acostumbraré a decir con más
naturalidad “chuta”, “regatea” o “tú" en vez de "vos” a mis pupilos. Lo
importante de todo esto es la convivencia, y cada tanto, un subidón de
adrenalina que me regalen los “benjamines”, “chavales” o “pibitos”.
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