Viena
fue el centro del arte moderno antes del período de guerras. A la ciudad venían
artistas de todas partes para tomar parte en la Revolución Modernista. Tres
jóvenes artistas intentaron matricularse en la mejor academia de arte de Viena.
Los artistas plásticos y pintores Egon Schiele y Oskar Kokoschka fueron
aceptados de inmediato. El tercer aspirante no. Y tampoco lo logró en su
segunda intentona. No superó el examen por “falta de talento” y “destrezas
mediocres”. Cuándo años más tarde asumió
el liderazgo del nacionalsocialismo, perpetró su venganza contra el arte
moderno. El tercer aspirante era Adolf Hitler.
Kokoschka
decía jocosamente: “Imaginen si Hitler hubiera sido aceptado y yo rechazado. Yo
hubiera gobernado el mundo de muy distinta forma. Y él no hubiera hecho todo el
daño que hizo por ser un mal pintor”. Y el mal pintor se deshizo del arte que
odiaba y robó el que codiciaba. El arte de todas clases es vulnerable al plan
de Hitler, por eso el régimen adopta el Entartete Kunst, en castellano Arte
degenerado. Este consistía en su mayoría de piezas modernas o abstractas que
consideraban que corrompía al pueblo alemán. Lo afín a lo germano se denominó
arte heroico. Los artistas degenerados fueron condenados o sancionados por sus
influencias bolcheviques y judías. Comenzó con una purga en los museos
alemanes, eliminando de sus colecciones unas 16.000 obras de arte de maestros
modernos, como Matisse, van Gogh o Picasso. Entonces el arte moderno fue
condenado y ridiculizado mediante una exposición itinerante de arte degenerado,
recorriendo toda Alemania y subastando los lienzos a precio de saldo en
beneficio del Reich.
Con
la anexión de Austria en 1938 se organizó un saqueo de propiedades judías a
gran escala. Ferdinand Bloch Bauer era un banquero e industrial vienés, que
perdió todas sus riquezas y ahorros al huir a Suiza escapando del régimen nazi.
Entre los objetos perdidos destacaban cinco lienzos del pintor Gustav Klein, y
uno de ellos reflejaba la belleza de su
esposa, de nombre Adele. En Austria
siempre se conoció popularmente el lienzo como “el cuadro de oro”.
Adele
Bloch Bauer murió en 1925. Su esposo Ferdinand Murió en el exilio luego de
finalizada la guerra. Nunca recuperó los “Kleins”. Después de la guerra los
austriacos decidieron no devolver las pinturas a los herederos basándose en un
apartado del testamento de Adele, dónde además de donar 150.000 coronas checas
a asociaciones con ideología política socialista, también insistía en que al no
haber tenido hijos, sus telas pasaran a formar parte de las arcas del museo
nacional a la muerte de su esposo. Ferdinand, por otra parte, viendo el
proceder alemán, en su propio testamento contradijo a su esposa, dejando como
legítimos herederos a sus tres sobrinos, hijos de su hermano Gustav. Sobrevino
una puja de interpretaciones legales entre los herederos y el gobierno
austríaco. La controversia estaba basada que a pesar de la intención de Adele
de legar esos cuadros, estos habían sido previamente robados por los alemanes, y
debían volver a sus legítimos dueños. Adele había fallecido muchos años antes y
de poder presenciar la barbarie, ella misma hubiera modificado sus intenciones.
Sesenta y ocho años pasaron para que los sobrinos recuperaran “el retrato de
Adele” y las otras cuatro obras de Klein. Y a los cinco meses de recuperados,
tuvieron el triste privilegio de vender el cuadro más costoso de la historia.
En 1998 lo traspasaron a un magnate estadounidense en 106 millones de euros,
para colgarlo en las paredes de la Neue Galerie de Nueva York, también de su
propiedad y creado para homenajear el arte alemán y austriaco. El magnate se
llama Ronald Lauder. En Viena, la imagen de Adele estaba presente en todo
merchandising, desde tasas hasta litografías y figuraba en cualquier guía de
viajes de la ciudad como uno de sus emblemas más representativos. Ahora la
ciudad ha mudado de imagen, continua promocionando la capital con otra imagen
de Klein, en este caso del lienzo “El beso”. Estas historias también forman
parte del controvertido arte y su negocio.
El
saqueo de arte por parte de los alemanes en Polonia, Rusia, Bélgica o Austria,
entre otros, puso sobre aviso a las autoridades francesas, que no deseaban
confirmar que sus obras emblemáticas fueran asaltadas. Ante el avance alemán
sobre el país, comenzaron a trasladar las obras del Louvre. La mayoría de las
personas que colaboraron eran voluntarios, ya que hasta el personal del museo
estaba enrolado en la contienda. La huida resultó caótica y confusa, pero la
enorme mayoría de las obras resultaron ilesas de los combates. Una de las más emblemáticas
del museo, La Victoria de Samotracia fue la más complicada de mover. Siempre
estuvo presidiendo la escalinata inicial del museo, desde el siglo XIX. Para
trasladarla, tuvieron que improvisar una rampa de madera, y todos observaron su
descenso con terror y en medio de un silencio brutal, temerosos de que se
rompiera en mil pedazos. Mientras sus alas de madera temblaban ligeramente al
descender, su conservador se sentó resignado en las escalinatas y suspiró: “No
la veré regresar”. Por suerte, se equivocó.
La
Mona Lisa también se trasladó varias veces durante la contienda. Para la huída
contó con su propio vehículo, tal una diva. La metieron en una ambulancia que
fue especialmente sellada para mantener un nivel constante de humedad. Un
conservador viajaba en la ambulancia con ella, y de tan bien sellada que
estaba, al abrir la puerta se encontraron con el lienzo en perfecto estado,
pero con el conservador inconsciente. En sus distintos recorridos, alternó en
castillos de la campiña del sur de Francia. También gozaba de una habitación
propia para reposar y no lo hacía al aire libre. Estaba protegida en una caja
de madera preciosa y en su interior estaba cubierta por láminas de terciopelo
rojo.
La
cantidad de arte robado a los judíos era tan grande, que requisaron el museo
Jeu de Paume, en el centro de París, para almacenarlo. La operación fue
supervisada por un destacamento especial antisemita, conocidos con las siglas
ERR (Einsatzstab Reichsleiter Rosenberg) establecida en 1940 por Alfred
Rosenberg y Hermann Goering para saquear los grandes centros artísticos de Europa.
Los nazis se aseguraron que todo pareciera legal. Según las nuevas leyes de
ocupación, los judíos que habían huido o deportados a campos de concentración,
eran despojados de su ciudadanía. Los nazis declararon esas propiedades sin
dueño y de ese modo, dispusieron su expropiación. Lo hicieron con más de
100.000 obras, 16.000 de ellas estaban desaparecidas años de finalizada la
guerra. Las obras eran registradas y marcadas con una esvástica en una esquina
inferior del lienzo, certificando que pertenecían de esta forma al estado
alemán. Fue importante una actividad de espionaje dentro del museo, organizando
un archivo secreto donde figuraba el nombre de las obras y de las familias a
las que se las habían robado (destacando cinco familias, Rothschild, Rosenberg,
Bernheim-Jeune, David-Veill y Schloss).
Y este trabajo se le
agradece aun hoy a Rosa Valland, una dedicada conservadora, que trabajaba en el
museo y que el director del Louvre, logró que permaneciera entre tantos
alemanes. De aspecto insignificante, baja y con gafas, estuvo siempre cercana
al arte robado. Y además sabía alemán, es decir que con su andar sigiloso se
enteró de todo lo tramado en el museo. Por las noches, al regresar a casa y
amparándose en una magnifica memoria, anotaba donde se enviaban y quienes se
quedaban con las pinturas francesas confiscadas, ya sean públicas o privadas. El
mariscal Hermann Göering, número dos del régimen, se quedó con más de
setecientas obras para su colección personal.
Anne
Olivier Popham Bell, oriunda de Sussex, Inglaterra, fue la única mujer dentro
del grupo de elite denominado “hombres de monumentos”. Este escuadrón fue
establecido por Roosevelt y comandado por Einsenhower y su misión fue rastrear
contra reloj las enormes partidas de arte robado y escondido por los alemanes.
Anne Bell se encargó de la logística para el equipo en Alemania. Fue escogida
por hablar alemán y entender de arte. Entre los años 1945 y 1946 recuperó y
documentó obras de arte escondidas a lo largo de Alemania. Es la única
sobreviviente de la unidad. Y no sólo trascendió por esta labor. Se casó con el
estudioso de arte Quentín Bell, sobrino de Virginia Woolf, y es reconocida por
haber editado los diarios de la escritora.
No
sólo recuperaban obras de arte como lienzos, reproducciones o esculturas.
Durante su actividad, recibió infinidad de consultas para recuperar
campanarios, incautados por los alemanes de las iglesias medievales para ser
fundidas y convertirse en armamento. A diferencia de los cuadros, las
campanillas no estaban clasificadas, y al estar sin marcar, no era tarea fácil
reintegrarla a su lugar de origen.
La
unidad estaba compuesta por curadores, estudiosos de arte, arquitectos, muchos
de ellos con escasos conocimientos militares. Llegaron a ser más de 300
integrantes y su nombre al completo y mediante una traducción lógica podría ser
“la sección de los hombres monumentos, Bellas Artes y Archivos”. Para el resto
de los militares podrían ser considerados como hombres repelentes, sólo
interesados en recuperar piedras, campanas y cuadros. Además de Bell o Valland,
podemos contar con la presencia de unas pocas decenas de mujeres, también
esenciales a la hora de cubrir de gloria la actividad encomendada.
Con
el correr de los años, hubo voces críticas hacia la labor de esta patrulla. Les
objetan haber confundido unas obras con otras o por devolver ciertos cuadros a
propietarios equivocados. Sin considerar que una guerra es una situación demasiado
caótica como para mantener permanentemente el orden y los buenos oficios, es de
suponer que todo mortal deba considerar que no es tarea fácil acertar en toda
actividad donde esté entrometido el ser humano, y más cuando se trate de
dinero, codicia o mentiras en sus diversas formas. El hombre no ha colaborado
en gran parte con este accionar, y ha mentido muchas veces para su propio
beneficio. De esta manera se han escapado varios marchantes autorizados por los
alemanes para negociar el arte degenerado, y muchos de estos, una vez finalizada
la guerra intentaron disfrazar su verdadera misión en la contienda.
La
entrada de hoy estaba vinculada al hijo de uno de estos marchantes. Cornelius
Gurlitt, hijo de Hildebrand Gurlitt, quien hasta antes de la guerra y del
pillaje salvaje nazi nunca había tenido participación en actividades de arte. A
su hijo le encontraron más de 1.000 obras de arte en su apartamento de Munich y
en defensa de su padre, atinó a decir que su padre no tuvo intención de robar,
sólo las salvó del fuego o destrucción que proponían los nazis con el material
que no se vendía. Otra manera de interpretar un buen accionar en la locura de
la guerra. Pero como creo que la historia de los Gurlitt da para otra entrada,
en breve, volveré a ellos.
Jan
Dix es el único hijo vivo del genial Otto Dix, el primer catedrático de arte
alemán destituido por el Tercer Reich y cuyas obras (más de 260) fueron
confiscadas tras ser calificadas como arte degenerado.
“Mi
padre pintó más de cien autorretratos, pero a mí me gustaba especialmente aquél
donde posaba fumando un cigarrillo Brissargo. Esa acción representaba la noche,
después de cenar y compartiendo ese agradable momento junto a nosotros, su
familia, junto a la chimenea. Cada vez que recuerdo a mi padre lo recuerdo a
través de esos cigarros”. Estos recuerdos pertenecen a este hombre de 80 años
que casi no disfrutó de su padre.
“Recuerdo
haber buscado ese cuadro por la casa, aún sabiendo que había sido requisado.
Tenía tanto deseo de volver a ver el rostro distendido de mi padre. Pero jamás
volví a verlo. Y mi padre, quien fue detenido por la Gestapo y lo obligaron a
ir al frente como desactivador de minas y resultó terriblemente herido en una
mano, nunca más fue aquella persona. Hasta su muerte en 1969, nunca recuperó el
semblante, ni tampoco mi madre. Siempre busqué el cuadro aunque no figurara en ningún
catálogo. Y con el tiempo llegué a olvidarlo, a pensar que era fruto de mi
imaginación de pequeño”. Y entre las obras escondidas de Cornelius figura ese
autorretrato realizado en 1922. Jan aún no puede tener acceso aunque sí pudo
acceder a una toma realizada por un iPad. El anciano hijo de Otto ha vuelto a
ver la calma en ese rostro. Ahora resta saber si le alcanzará su vida para la
siguiente batalla, sobrellevar el enconado silencio de las autoridades de
Aduana sobre el paradero del material requisado y si podrá finalmente recuperar
la mejor memoria de su padre, que le pertenece.
Nota:
Esta entrada tiene la finalidad de mostrar algo de belleza entre tanto horror,
y a su vez mostrar la miseria humana y una manera de mostrar tal miseria es a
través de la contradicción con el arte, que además de bello puede ser miserable. No la gestación, sino como se lo
acapara y se destruye por ideología o por dinero, que vendría a ser lo mismo.
Hollywood
presentará en breve la película “Los hombres monumento”, pero existe infinidad
de material de lectura sobre todo aquel que durante una contienda absurda se
desdobló por sobrevivir el arte, la memoria y la cultura, aún resultando incomprendido por los que sólo guerrean. Y si la película se
olvida de las mujeres, estas tuvieron el mismo valor y mejor aplicación para
cumplir el cometido.
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