Hay
personas que tienen las ideas bien claras desde pequeños. Conozco a varias que tenían la seguridad que viajarían por el
mundo y que vivirían en otros países como objetivo programado. Otros, como
podría ser mi caso, se encontraron casi de un día para el otro con esa
posibilidad. Tengo presente desde pequeño la visita de algún familiar paterno.
La casa modificaba su tranquilidad por unos días, a veces solo por unas horas.
Encandilado, escuchaba a un desconocido tío español deleitar hasta la emoción a
mi padre, convertirlo en un anfitrión locuaz, y optando siempre por el mismo
recurso, prolongaba la visita con una botella más de vino, a pesar del enojo de
mi madre, siempre preocupada por preservar la salud de mi viejo. La lucha de mi
vieja continúa, mi padre ahora aprovecha la visita de su único hijo para
intentar saborear un nuevo tinto. Y yo soy ahora el personaje en cuestión, más
de una década viviendo en otro país y mis arribos modifican la rutina de la
casa paterna, que tampoco es en la que yo vivía antes de irme. Ahora sí, es la
casa de mis viejos.