La visita a Polonia se encara con
entusiasmo. Si bien es un país que no suele entrar entre los frecuentados para
una escapada o para unas vacaciones, esto se debe al desconocimiento y al
magnetismo que otra parte de Europa tiene sobre la gente a la hora de escoger
recorridos. Pero Polonia es una excelente sorpresa. En entradas anteriores
quedó de manifiesto con postales sobre Cracovia y Varsovia.
Pero viajar a Polonia contempla otras
posibilidades. A escasos 60 kilómetros de Cracovia se encuentra lo que hoy es
un museo pero que es algo más, es historia viva aunque haya trascendido por sus
millones de muertos. Es el lugar donde se hizo carne el “infierno”, dejando de
ser esa metáfora literaria del mal para convertirse en algo humanamente
posible. Eso fue Auschwitz.
Auschwitz es más que un nombre dado a
un campo de exterminio. Es el lugar donde se centró la barbarie del genocidio,
donde lo abominable campó a sus anchas y donde se dio contenido a “la solución
final”. Donde fracasó la cultura, donde todo ocurrió en medio de una tradición
filosófica, científica o artística. Y dónde quedó abierta la duda de si la
civilización o la barbarie son dos elementos alejados del mismo ser humano.
Donde a pesar de destinar infinidad de escritos, análisis o explicaciones sobre
lo acontecido, llegamos a la triste conclusión de que la cultura, la palabra y
la prevención muchas veces no sirven para nada.
Algunos autores, sobrevivientes de
tanto horror, dejaron su manifiesto a través de la escritura, de sus
experiencias y convirtieron sus vidas en testimonios, en documentos. Uno de
ellos, el esloveno Boris Pahor, trascendió a los 70 años con una de las
literaturas fundamentales sobre el holocausto, su novela Necrópolis. Pahor no
estuvo en Auschwitz, conoció los campos de Natzweiller-Struthof, Dachau, Buchenwald
y Mauthausen. Sorteó todo el tiempo a la muerte, y por hablar esloveno (idioma
que el fascismo italiano había prohibido), algo de alemán y algo de francés,
fue escogido por un médico noruego para oficiar de intérprete ante los enfermos
y así recorrer durante quince meses esos campos del horror, con el mismo
disfraz de “cebra” (como llama en su libro al uniforme de los prisioneros) pero
con una distinción de enfermero que le protegió su vida.
Pahor cree que las palabras ayudan a
condenar la conducta humana. A través de la palabra la gente puede enterarse de
lo terrible que puede ser la acción del hombre, y condenar sus atrocidades.
Pero al mismo tiempo que se ofrece como memoria, nos aclara un aspecto que nos
desmoraliza: “La Primera Guerra fue muy dura. Al terminar, la mayoría gritamos
que nunca más habría una guerra igual. Pero la Segunda Guerra fue aún más
terrible que la anterior. ¿Entonces para qué sirve la palabra? Lamentablemente
no sirve para nada. El hombre hace la suya y no le importa nada”. Así todo,
conoció la obligación de dejar su testimonio, su vida se convirtió en un
documento y al cumplir los 100 años de vida el pasado 26 de agosto, anticipó
que no quería festejos, ni la visita del presidente ni más homenajes, sólo
desea seguir emocionándose cuando se hace justicia con cualquier tipo de
delincuencia.
Pahor no es judío. Conoció los campos
por su activismo antifascista, por su resistencia ante la dominación italiana
sobre su tierra. Y ser ó no ser judío no es el motivo principal de la
discusión, en los campos hubo infinidad de otras causas de detención, muchas de
ellos presos políticos, otras etnias y también delincuentes comunes. Para
evitar confrontaciones religiosas que muchas veces desvían el objetivo
primordial, hay que remarcar que fue la falta de libertad y la arbitraria
decisión del fascismo alemán de determinar la vida y la muerte lo que nos debe
preocupar a todos.
Volvemos al campo de Auschwitz. Al
leer Necrópolis, me quedó en claro que para muchos de los sobrevivientes, la
visita de turistas a los campos genera una contradicción. La novela de Pahor lo
deja claro en sus primeras páginas. Y nos lo anticipa el prólogo de Claudio Magris:
“Al regresar muchos años después a su Necrópolis y darse cuenta que los
visitantes – incluso los más conscientes de lo que ocurrió en aquel campo de
concentración y los que más se opusieron a que se crearan o permitiera- en
realidad nunca podrán penetrar en aquel abismo de abyección, Boris Pahor teme
que el tiempo, el olvido y las transformaciones de la vida palidezcan la
condena, empañen lo absoluto, convirtiéndolo apenas en el devenir de la
naturaleza”.
El mismo Pahor en una entrevista
confiesa: “Lo admito, no logro aceptar en lo profundo la idea de que este lugar
de montaña, bisagra de mi mundo interior, sea visitado por cualquiera; y sufro
también un poco de celos: no sólo porque hoy ojos extraños recorren un
escenario que fue testimonio de nuestra prisión anónima sino también porque
estas miradas curiosas (estoy absolutamente convencido) no podrán jamás
penetrar en el abismo de degradación en el cual fue arrojada nuestra confianza
en la dignidad humana y en la libertad personal”. Para Pahor no fue complejo
contar lo que eran los campos de concentración, pero lo difícil cree que es
revivir la experiencia cuando se lee sobre ella en casa, con la comodidad, el
calor y la tranquilidad de la vida moderna.
Los visitantes que acuden a Cracovia
se enfrentan a la pregunta si van a hacer el esfuerzo de visitar Auschwitz. Es
una pregunta personal, algunos se la hacen, otros no. Los que no están
convencidos, se pueden apoyar en la falta de tiempo, en “que se pierde toda una
mañana y parte del día” o que no están mentalizados para sufrir con tanto
testimonio del horror. Podrán argumentar que no están lo suficientemente
conectados con el sitio, con aquel tiempo o que les resulta incómoda la idea de
visitar un recinto con tanta resonancia emocional. Otros no quieren parecerse a
los cientos de turistas que cámara o video en mano, todos los días recurren a
los city tours contratados desde Cracovia. Todas estas explicaciones son
perfectamente razonables, pero al visitar el sitio será difícil argumentar
luego en contra de ir.
Las sociedades generan parques
temáticos. Se organizan viajes para conocer de primera mano la barbarie. Los
turistas acuden, y cada cual hace el viaje que cree que debe hacer. Estarán las
cámaras y los videos, pero también estarán los penitentes. Se acercarán los familiares
y cercanos, pero también harán fila los que no conocieron y con respeto
intentan entender la historia. Habrá de todo, yo no prohibiría a nadie. Estos
campos representaron historias individuales, pero también un sistema colectivo
represivo.
Algunos acuden porque la tendencia
humana de dirigirnos a lo doloroso es una forma de confrontar la realidad de la
vida con la muerte. Para otros la visita alimenta el ego: “yo estuve ahí”, más
allá de comprender el significado del museo como otra atracción. Otros sólo
quieren acercarse y observar una de las facetas del ser humano en su andadura
por la vida, la más obscena, la que no se debe olvidar. Se puede entender la
molestia de algunos sobrevivientes por considerar el campo como un parque
temático y la presencia de visitantes, como una invitación nunca enviada a
compartir un dolor muy íntimo y exclusivo. Pero para muchos visitantes es una
toma de conciencia sobre una parte trascendente del pasado siglo y ni bien ingresado
al primero de los bloques del recorrido, comienzan los datos a confirmar la
imperfección de esta especie.
El campo genera fascinación. Se
conservan las entradas, parte de los barracones de ladrillo y durante el
recorrido unos cascos o auriculares en tu idioma preferido te advierte de
infinidad de mentiras, trampas y agachadas que el hombre generó para que sufrieran
otros hombres. Un cartel en inglés te pide que no tomes fotografías en una sala
con paredes de cristal cubiertas hasta el techo por toneladas de cabellos. Lo
mismo sucede con una urna con cenizas humanas. Es de suponer que no necesitamos
algunas de esas fotografías, la memoria visual no permitirá olvidar ese
testimonio. Pero si el cartel existe es porque hay individuos que no saben
gestionar los límites o quizás la verdadera emoción que experimentas te nubla
los sentidos; luego de un rato de la visita, pierdes la perspectiva sobre lo
que se debe hacer o no en respeto por las formas.
La visita comienza en el parking y
luego de sortear los molinetes de acceso, dejar mochilas en las consignas y retirar
los auriculares, recién allí atraviesas la puerta adornada con la sarcástica
frase que todos conocemos: “Arbeit macht frei” (El trabajo te hará libre). La
tentación de la primera fotografía nos obliga a claudicar a casi todos.
Mientras, los auriculares nos alcanzan los primeros datos: En una pequeña
plaza, al costado, la orquesta del campo tocaba marchas para agilizar las
salidas y entradas de miles de reclusos, facilitando el trabajo de recuento.
Durante todo el período de
funcionamiento del campo, fueron inscriptos en el registro alrededor de 400.000
prisioneros, hombres y mujeres de distintas nacionalidades. Recorriendo las
distintas salas del Bloque 6 te encuentras en los pasillos y a los dos lados,
con los recuadros de algunos de los prisioneros con la foto que les realizaban
a su llegada y con el uniforme. Hombres, mujeres y sus fechas. Los auriculares
te siguen aportando datos pero cuesta meterse en la visita, las fechas de
ingreso y muerte te condicionan. Uno al lado de otro, los hombres estaban más
tiempo en el campo, las mujeres tenían una estadística más dolorosa: entraban
en el campo y a poco más de un mes o dos meses, las mataban. Las cabezas
rapadas, algunos con gorros, las miradas perdidas, algunos enfrentando la
cámara, otros observando la lente con disimulo o miedo, no calculo los metros
que comprende ese pasillo, pero en un momento te dices basta, quieres salir del
bloque para tomar algo de aire, lo has perdido.
Si bien la estancia de los prisioneros
era un tormento, se supone que la llamada a formar filas al finalizar la
jornada era despiadada. En la plaza de recuento, a un costado te observan la
estructura donde funcionaban las horcas colectivas y casi todos los días debías
aguardar el recuento y desear resignado que no faltara nadie y él que faltara,
estuviera muerto y fuera encontrado rápidamente. Muchas veces los cuerpos
ahorcados uno al lado del otro te recordaban que el castigo de estar vivo
podría ser mejor que el castigo de estar colgado durante días. Aguardaban la
confirmación del recuento incluso de rodillas, o en cuclillas o esperaban
durante horas con las manos levantadas. El guía nos comenta que el record de
duración de esas formaciones fue de 20 horas seguidas, no sabemos si en verano
o invierno, si llovía o si nevaba. Sólo sabemos que la ligera ropa carcelaria,
de arpillera, no les protegía del frío. Y los sobrevivientes siempre recordaban
uno de sus tantos temores, los que enfermaban no sobrevivirían.
Aparte de las ejecuciones y las
cámaras de gas, el trabajo incesante constituía otro método eficaz de extermino
de los detenidos. Su mano de obra fue utilizada en diferentes sectores
económicos. Trabajaban en la ampliación del propio campo, en tareas como
nivelación de terrenos, edificación de nuevos bloques y barracones, nuevas
carreteras y desaguaderos y más tarde el III Reich explotó la mano de obra
barata de los prisioneros. Los trabajos a menudo se realizaban sin descanso
alguno. Las insuficientes raciones alimenticias y los golpes recibidos por los
vigilantes aumentaban la tasa de mortalidad. Durante el regreso al patio de
recuento era común ver llegar a los muertos de la jornada arrastrados o
transportados en carretillas. Y las veces que hubo fugas de prisioneros, se
aguardó su segura captura amenazando los SS a sus compañeros de barracas,
generando ejecuciones sumarias o ahorcamientos para que el resto contemplara
con horror su “suerte” en el caso de querer atravesar las vallas.
Todos los bienes que traían consigo
los deportados eran clasificados, almacenados y a continuación, envidos al III
Reich para cubrir las necesidades de la población y de las SS. A pesar de que
todo el tiempo partían trenes repletos de objetos confiscados, al ingresar los
rusos y liberar el campo se encontraron con depósitos a rebosar de equipajes
sin clasificar. Si bien las SS intentaron borrar con el fuego las huellas de su
crimen, algunos barracones conservaron intacto su botín. En otra sala con
cristales podemos observar las maletas de los deportados también hasta el techo
con sus datos personales escritos con tiza, todos pensaban recuperar sus
objetos personales algún día.
La empresa “Degesch” productora del
gas Zyklon B, obtuvo entre 1941 y 1944, cerca de 300.000 marcos por las ventas
de ese producto. Solamente en Auschwitz, entre 1942 y 1943, se gastaron unos
20.000 kilos de este gas. Según nuestro guía, se necesitaban de 5 a 7 kilos
para matar a más o menos 1.500 o 2.000 personas. Tras la liberación del campo,
en sus depósitos también encontraron grandes cantidades de latas vacías y
otras, todavía llenas de Zyklon B. En las vitrinas se exponen documentos de los
camiones que se dirigían a Dessau a recoger el gas. También encontramos en las
vitrinas latas llenas y vacías.
Los detenidos llegados en los primeros
transportes dormían sobre paja tirada en el suelo de cemento. Más tarde fueron
introducidos jergones. En una sala donde cabían difícilmente 40-50 personas,
dormían 200. Luego aparecieron los camastros de tres niveles que estamos
acostumbrados a ver en las diversas fotografías o en las películas ambientadas de
la guerra.
A 3 kilómetros de Auschwitz se
encuentra el otro campo a visitar, KL Auschwitz II – Birkenau. 175 hectáreas
que conservan parte de su estructura aunque intentaron quemar todo antes de
abandonarla. Por eso en el recorrido observamos barracas de madera quemadas o
destruidas, con la sola presencia de la estructuras de las chimeneas. Las
condiciones de vida en este campo fueron peores que en otros, llegaron a
convivir 100.000 prisioneros y apenas estaba condicionado para albergar una
cuarta parte de ellos. Convivían con ratas, sin agua y con condiciones
sanitarias deplorables. Y al final de las plataformas de descarga encontramos
las ruinas de los crematorios y de las cámaras de gas. Entre las ruinas podemos
distinguir con la ayuda de carteles y fotos un vestuario subterráneo, donde se
desnudaban los condenados a muerte pensando que iban a ducharlos y
desinfectarlos. Entre las ruinas de los crematorios números II y III se eleva
el Monumento de las Víctimas del Nazismo en Auschwitz, inaugurado en abril de
1967.
La mayoría de los judíos que llegaba
al campo lo hacían convencidos de que los SS trataban de establecerlos en los
territorios del este europeo. Por eso viajaban con sus pertenencias de máximo
valor. Los nazis engañaron de este modo sobre todo a judíos de Grecia y
Hungría, a quienes vendían unas parcelas inexistentes para supuesta edificación
de viviendas, granjas o comercios, o les ofrecían puestos inexistentes de
trabajo en empresas también inexistentes. Las distancias que atravesaban llegaban
hasta los 2.400 kilómetros. El trayecto lo hacían hacinados en vagones de
mercancías sin ningún tipo de alimentos. Cuando llegaban a Birkenau, muchos
llegaban muertos y los vivos, todavía aturdidos, recibían la última de las
mentiras nazis.
Las vías del tren llegaban hasta los
costados de los nuevos barracones. Al fondo estaban las cámaras de gas y
crematorios. Al descender del tren, entre un 70 a 75 por ciento de los
deportados pasaban directamente a las cámaras de gas. No había registros de
ellos, no se puede precisar la cantidad, pero sí que al consultar por sus
nombres y procedencias, los SS y los médicos les decían que primero se deberían
higienizar para luego acceder a los barracones donde podrían consultar sobre
familiares o conocidos. A los costados de las vías tenemos fotografías
originales que grafican el extermino de los judíos húngaros.
Podría seguir con el recuento de datos
obtenidos en la visita de tres horas o en la guía de castellano adquirida en la
librería del Museo. Pero creo que con estos pocos datos, uno puede apreciar a
lo que se enfrenta uno en la visita y lo que debieron afrontar en su reclusión
los distintos prisioneros. La cita podría durar todo el día, salvo para los que
contratamos la visita desde Cracovia y que puntualmente, a la una del mediodía
nos devuelve a la tranquilidad de la bella ciudad tan parecida a Praga.
Devolvemos los auriculares, podemos optar por los baños de la entrada y también
por sus librerías o lugares de comida. Algunos, desafiando normas de buen
gusto, compran postales del lugar, otros prefieren tímidamente volver
rápidamente a su condición de hombres libres y generalmente quejosos de tanta
frivolidad o comodidad, retornar a su asiento de autobús y revisar las fotos
sacadas en el móvil o en la cámara. La visita termina al salir de Oswiecim (conocido como Auschwitz bajo la
ocupación alemana) aunque el traslado nos lleve hora y media hasta alcanzar
Cracovia. El silencio en el regreso es la constante, se supone que la reflexión
nos invade a todos.
Como me apoyé en Primo Levi antes de
la visita al campo (recordar la entrada de Si esto es un hombre), retomo a
Boris Pahor para comprobar que ese silencio del regreso es común a todos. Al
final de Necrópolis, nos deja esta reflexión:
La humanidad
dispone de un número determinado de miembros que andan por caminos sagrados,
que visitan templos y tumbas y que normalmente nos parecen unas personas
mejores, más nobles, pero no hay ninguna garantía de que estas almas buenas
puedan mejorar nuestra historia. Todo indica que los corazones piadosos tan
sólo acompañan los acontecimiento, no los provocan ni los crean, sino que más
bien suelen ser sauces llorones inclinados profundamente en un lugar en el que
después de una aniquilación ruidosa o muda prevalece un silencio infinito.
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