“El silencio es
el ruido más fuerte, quizá el más fuerte de los ruidos”. Miles Davis.
Davis fue una de
las figuras más relevantes e influyentes de la historia del jazz. Durante los
cincuenta años que duró su carrera buscó nuevos caminos artísticos y evolucionó
constantemente. Un hombre que mejoró el ruido me permite el ingreso al tema del
silencio.
Si me han estado
leyendo en estos tres meses, se preguntarán que le pasa a este buen hombre. En
la tercer entrada, del 11 de junio reconocía que me gustaba aislarme en la
lectura durante mis viajes en metro, mientras los demás reutilizaban el
teléfono móvil cada tres minutos, y que todos estábamos incomunicándonos. El 23
de julio les diseccionaba mi propia cabeza para esconder con la voz escrita sobre
lo que estamos pensando cuando nos preguntan en que estás pensando. Y en la
última entrada, la del pasado jueves les arengaba sobre la importancia de las
tertulias, sobre el incómodo momento de intolerancia en las mesas familiares
ante los inevitables agravios políticos y la poca capacidad de digerir
opiniones bien distintas. Y ahora les anuncio sobre el silencio. No será un
poco obsesivo este muchacho, se estarán preguntando. Quizás sí, no se olviden
además que en otra entrada les conté que llevaba casi doce años sin escribir,
preso del más profundo silencio interno.
“Recojámonos en
el silencio para poder reconocernos a nosotros mismos”. Jesús Urteaga.
A veces, la
decisión de no hablar forma un estilo de comunicación. Reconozco que en
ocasiones, puede ser incómodo convivir conmigo. No lo hago por estilo, no lo
hago por comodidad, no lo hago como recurso, sólo lo hago. Y quizás sólo lo
hago porque lo hace mi viejo, y espero que lo haya hecho también algún abuelo,
para que al menos, las culpas sean repartidas en el blasón familiar. ¿Y qué
hago? Ser silencioso, sentarme a leer y a pensar, y pasarme varias horas de mis
días en la comodidad placentera del silencio. Y ojo que el pensar muchas veces
no significa resolver, porque hay cosas de mi existencia que aún no han sido ni
resueltas, ni al menos encaradas.
Muchas veces quise
hablar en público, pero no ha resultado. Lo paradójico es que puedo hacerlo sin
problemas cuando se trata de una tarea, como por ejemplo explicar el contenido
de alguna campaña publicitaria al directorio del cliente o expresar
pensamientos en algún tipo de taller o formación laboral. Pero no puedo hablar
en público con el componente ocio, es decir voy a la casa de alguien y al
entrar, acercarme al primer grupo o corrillo formado por desconocidos,
presentarme e integrarme. Si bien con el correr de los años he ido cambiando,
todavía siento un gusanillo en mi tripa cuando me sucede y no es la tenia
saginata (que la tuve por dos veces), es sólo nervios y muchas veces la
obligación de decir algo interesante. También es cierto que el vivir en otro
país y ser considerado generalmente un espécimen exótico, me ha ayudado: al
llegar a un lugar donde nadie te conoce pero saben que eres distinto, ellos
mismos te allanan el camino, y me han permitido experimentar el integrarme casi
al instante en algunas reuniones.
Y para peor, no hay
un solo tipo de silencio, hay varios. El silencio sirve para regular el
funcionamiento de una conversación, ya que debe ser un pacto entre quienes
participan en ella: de roles, hablante uno y silente el otro; otras veces los
dos hablantes y nadie que escuche; y muchas veces, los dos silentes.
Si uno habla y el
otro escucha, vamos pactando la duración de ese rol, la convivencia y la
utilidad de esa conversación y la administración de los silencios casi nos
pueden garantizar, lo beneficioso de ese encuentro. Es el ideal, pactamos
tácitamente una alternancia, no es necesario que las dos partes hablen en la
misma proporción, solo es bueno que haya ida y vuelta, que exista el
intercambio y que la temática sea cual fuere, resulte atractiva y al concluir,
experimentes un fuerte placer por lo agradable y productivo del momento.
Pero siempre tienes
algún amigo, familiar o conocido que no calla. ¿Te ha sucedido ir a alguna
reunión y saber que tal va a copar la parada y va a hablar todo el rato? Y si
alguien logra modificar la conversación, apenas respirará y estará al acecho
para con un arte y estilo único, re direccionar la nueva conversación a su casi
única y monótona temática. Yo me pongo muchas veces malo, y me pongo malo aún
antes de tocar el timbre, siento en mi interior que esa persona ya está
hablando, y aunque todavía no la escuche, creo ser presa de un prematuro ataque
de ansiedad. Y es ahí donde aparece el silencio, yo me callo. No puedo, es más
fuerte que mi deseo de no hacerlo. Y creo que es ahí, donde los que me conocen
vislumbran el problema, en cuestión de minutos me iré donde los niños a jugar
toda la noche con ellos.
Y qué decir de
los dos silentes. No hay peor viaje en un ascensor que aquel que haces junto a
una persona conocida pero no de confianza. Si son dos pisos, vaya y pase. Con
mostrar una sonrisa un poco prolongada bastará para pasar el trance. Si son más
de cinco, algo te verás obligado a preguntar, y casi siempre será algo por el
estilo: “¿Qué tal?”. Y si son más de diez y seguís viviendo, por ejemplo en el
País Vasco, tendrás que tener actualizada la información del tiempo, porque
seguramente hablarás de si al llegar a la planta baja estará lloviendo.
El tema de los
silentes dependerá también de las culturas. En nuestra cultura latina, el
silencio es atroz. No debe eternizarse, es sensación de incomodidad y rechazo
al otro. Algo hay que decir, y solemos decir bien poco ante esas situaciones,
apenas un sonido para romper el maligno hechizo de la boca cerrada. Si hasta
algunos ante una muestra de silencio lo corta diciendo incómodo: “Ha pasado un
ángel, je-je”. En Escandinavia, al contrario, no tomarán como signo de mala
educación el silencio, todo lo contrario. Un trayecto en tren rodeado de otros
viajeros sin que nadie pronuncie palabra alguna puede ser considerado como compañía
agradable. En mi familia tengo vascos, españoles, portugueses, italianos,
holandeses pero ningún escandinavo. Pero en mi casa paterna siempre hemos
convivido en silencio, muy a su pesar mi madre tuvo que resignarse a un único
hijo varón y calcado a su padre, hombre de pocas palabras y ahora de mayor,
parece que de pocas pulgas.
Y para rematar
a los silentes, éramos pocos y parió internet. ¿Cuánta angustia conlleva enviar
un correo electrónico, un chat o un wassap y no tener inmediata respuesta?. Si
hasta tenemos aplicaciones que nos garantizan que el mensaje ha sido leído. Y otra
consecuencia para los que vivimos lejos de la patria puede ser habitual: las
veces que flaqueamos el ánimo e inundamos a nuestros seres queridos de nuestra
desazón en los mismos medios antes mencionados. ¿Que suele suceder? Que algunos
de esos estados de ánimo son fluctuantes, es decir que lo que escribimos en ese
momento no es el mismo sentimiento tiempo después, quizás en el mismo día, y el
mensaje en una botella que enviamos, ya está dicho, ya está escrito, ya está
enviado. Y al día siguiente cuando nuestro estado cambia, del otro lado creen
que continuamos naufragando en el charco de palabras escritas y sufren más que
nosotros.
“Soy tan
partidario de la disciplina del silencio, que podría hablar horas enteras sobre
ella”. George Bernard Shaw.
Shaw fue un escritor irlandés, que ganó el Nobel de Literatura en 1925 y
también un Oscar en 1938 en la categoría Mejor guión por Pigmalión. Fue
considerado el autor teatral más significativo de la literatura británica
posterior a Shakespeare. Y disciplinó el concepto de silencio, y bien que lo
hizo. Por algo habrá ganado un Nobel, pero no puede ser definitorio: también lo
ganó Obama.
Y es una
disciplina, porque debemos estar entrenados. El silencio a veces es para
protestar; pocas veces para meditar; varias veces para censurar y aunque
parezca absurdo por el ruido de los golpes, para reprimir o castigar. También
la indiferencia requiere del silencio para ser bien entendido el menosprecio.
¿Y si para responder nos amparamos en el silencio?, eso pasa varias veces. Ante
una película o evento que no gustó, preferimos no decir nada, es la mejor
síntesis para definirlo. El silencio es discreción, nos la piden al momento de
guardar un secreto. El silencio habla, el silencio suena, el silencio calla. Para
algunos, el silencio es comunicar. Es cuestión de entenderlo, como entendemos
que el cuchillo corta el pan pero también apuñala.
Y añoramos el campo cuando
nos abruma el ruido de la ciudad. Y programamos una escapada en su búsqueda.
Idealizamos el diseño del viaje, prometemos abundancia de temas para abordar
sin interrupciones, profetizamos la ansiada tranquilidad y ausencia de bullicio
y pasadas unas horas, ya instalados, nos podemos volver locos con tanto
silencio o nos podemos desquiciar con los ruidos del campo. El ruido del viento
que entra por la chimenea, el crujir nocturno de la madera, el roer de algún
animal, las sombras silenciosas de lo desconocido o el movimiento de los
árboles puede ser sublime o portador de un ataque de pánico. Después del primer
tema conversado nos vendría bien leer algún wasap y la falta de cobertura, la
ausencia de la antena parabólica, la escasez de vecinos a ambos costados pueden
ser motivo de decisión de cambio de vida o el golpe de gracia. Y en
el medio del campo, algunos desean retomar cuanto antes la rutina de la ciudad.
Yo confieso que llevo doce años en Plentzia y me da pereza muchas veces
desplazarme hasta Bilbao. Y utilizo la frase de otro gran escritor, en este
caso colombiano y no Nobel:
“Dicen que el silencio
lo vuelve a uno loco. Lo que vuelve a uno loco es el ruido”. Manuel Mejía
Vallejo.
Y voy terminando, debo llamarme a silencio. Miren si será trascendente,
que lo estudian y analizan distintas ciencias: lingüística, psicología,
filosofía, metafísica, teología, semiótica, comunicación social y seguro me
olvido alguna. Es importante el papel que juega el silencio en la religión, en
la espiritualidad, en la mística, en la muerte. Y en estos tiempos casi
imploramos un poco de silencio en otras artes, como la política, el marketing,
el derecho, la ética.
El silencio está instalado, nos hace falta en nuestro interior y en el
exterior. A veces nos cuesta tanto encontrarlo que al aparecer nos asusta y a
otros la obstinada presencia les hace creer que es un vacío. Seguramente ha de
ser algo más fácil de entender y aceptar. Si es pintoresco observar el
silencioso mirar de dos enamorados, también es justo reconocer que vivimos en
una sociedad que nos obliga a un ruido constante para disimular las silenciosas
preguntas que no queremos en verdad formular.
Y todas las ciencias que lo estudian, concluyen que el silencio es un
elemento que comunica tanto como las palabras. Y estará en ustedes consideran
que prefieren, si mi silencio de la última década, o la hasta ahora constancia
de dos entradas semanales.
“El silencio
es, después de la palabra, el segundo poder del mundo”. Fray Enrique Domingo
Lacordaire.
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