Desde Polonia . Primo Levi (Turín,
31 de julio de 1919 - Turín, 11 de abril de 1987)
“Quizás no se pueda comprender todo lo que sucedió, o no se deba
comprender, porque comprender es casi justificar”, Primo Levi intenta explicar
lo inexplicable. No fue ficción ni una fabulación kafkiana. Fue realidad, dura
e incomprensible. Al día de hoy cuesta entender esa maquinaria obscena que
tardó doce años en ser frenada. Pero Levi dedicó parte de su vida en mostrar la
naturaleza humana del nacionalsocialismo, el rostro de esa vergüenza. Y no lo
puede terminar de comprender, porque cuando comprendes algo te puedes poner en
el lugar del otro; pero en este caso no hay identificación posible.
“Si esto es un hombre” es un pasaje importante en la vida del autor. Un
pasaje que duró once meses y que los pasó en el Lager de Monowitz-Auschwitz, el
campo de trabajo que proporcionaba obreros esclavos para la industria química
que los alemanes trataban de construir en la localidad polaca de Auschwitz. Y
Levi lo cuenta con austeridad pero sin ahorrar imágenes. Levi no se siente
víctima, de hecho fue un sobreviviente y el dice que no siempre los mejores
sobreviven, sino los que tienen suerte. Y él tuvo suerte, en momentos puntuales
pudo sortear los acontecimientos y se convirtió en testigo, y luego, terminada
la guerra, eligió seguir siendo testigo, quizás por temor a la eterna
fragilidad de la memoria humana.
Querer sintetizar el nazismo como la obra de un loco es sintetizarlo
demasiado. Quizás fue una maquinaria que se fue aceitando desde la derrota de
la Primera Guerra y donde, además de carniceros y sanguinarios cerebros,
participaron en su mayoría hombres comunes y corrientes, padres de familia que
al volver a sus casas luego del trabajo continuaban con su vida como si nada
excepcional estuviera ocurriendo. Levi nos muestra las dos estructuras, la nazi
y la que se generaba en los campos, donde la humanidad estaba definitivamente
sepultada bajo la eterna amenaza de perder la vida. Los SS son temidos pero
casi no entraban en los pabellones, apenas se mezclaban con los esclavos. De
vez en cuando participaban en las selecciones, aparecían para determinar quien
moría o vivía un poco más. Para el funcionamiento del Lager generaron castas
entre algunos internos, donde los privilegiados se beneficiaron sobre los que
no tenían privilegios; o los prisioneros “arios” por sobre los judíos, los
Kapos, los veteranos por sobre los recién llegados. La ley del Lager
determinaba que si había oportunidad de robar pan al vecino, se robaba: la
supervivencia lo justificaba; y para sobrevivir, seguramente más de uno debía
sucumbir.
El 13 de diciembre de 1943 la milicia fascista captura a Primo Levi, quién
formaba parte de un grupo de resistencia. Fue llevado al campo de concentración
de Auschwitz a finales de enero de 1944. Es a partir de este momento que el
proyecto de químico deja paso al ensayista, al hombre que quiere dejar un
contundente alegato sobre los seres humanos. Luego de viajar durante quince
días en condiciones deplorables, apretados unos contra otros y sintiendo a
través del roce el dolor, la angustia, hambre, sed y hasta desfallecimientos.
Al llegar finalmente al campo les obligaron a quitarse la ropa, el calzado y a
abandonar los objetos personales. Los raparon y desinfectaron y les asignaron
el barracón del Lager, previa separación entre útiles e inútiles. Los huéspedes
del Lager se dividían en criminales,
políticos y judíos. Y los criminales eran los encargados del
funcionamiento.
Primo Levi escribió el libro sin la preocupación de un estilo porque lo que
tenía que contar era superior a toda forma posible de decirlo. Y la
movilización principal de los prisioneros en el supuesto de sobrevivir, era que
nadie les creyese lo que habían padecido. A pesar del desánimo, de la
desesperación, del abandono y la incertidumbre que generaba el no saber si
reencontrarían a sus seres queridos, la gente sentía una necesidad por relatar
lo sucedido, que se fue apagando con el transcurso del tiempo, dejando paso a
otro fenómeno evidente, el querer aparcar lo horrendo para poder afrontar esa
dolorosa post-guerra, el querer olvidar para poder continuar y creer.
Levi remarca que no hay odio en sus motivaciones por mantener intacto el
horror del Holocausto. El odio es personal, se dirige hacia una persona. No era
este el caso, los perseguidores no tenían nombres, y terminada la guerra, el
fascismo parecía como evaporado. No hay odio, pero eso no significa que haya un
perdón. No se puede perdonar al menos hasta que se haya demostrado con hechos
de la toma de conciencia de culpas, errores y posibilidad cierta de
erradicarlos.
Supone que la mayoría de los alemanes debían saber, al menos en parte, lo
que estaba sucediendo en los campos y antes en los ghetos. Hoy, mirado desde la
perspectiva de un mundo globalizado, puede parecer absurdo. Pero la historia se
debe mirar desde el prisma del momento estudiado, no desde el actual. Viejo
error que algunos actualizan. Si hasta duele escribir de estos errores, parece
que a muchos les gusta repetirlos. En un Estado autoritario, la verdad es una
sola, y es proclamada desde arriba. En un Estado autoritario se considera
lícito alterar la verdad, reescribir retrospectivamente la historia,
distorsionar las noticias, suprimir las verdaderas, agregar falsas: la
propaganda sustituye a la información. Sé que ante estos enunciados, todos los
corderos ven al lobo en el otro bando. La actualidad del enfrentamiento entre
medios y Estado parece una réplica de la propaganda fascista. Y ambos bandos se
suelen gritar a la cara la misma palabra en forma despectiva, pero creo, sin
haber estudiado nunca su alcance o su significado. En los países donde se
desarrolla la propaganda, no se es ciudadano, detentador de derechos y
obligaciones; se es súbdito, deudor del Estado (representado por el tirano que
cree que es más grande que el Estado) y si tu opinión llegara a ser cambiante,
un día serías leal y obediente, y al otro un traidor a la propaganda, traidor a
una bandera, traidor a un movimiento, y afín al siempre remanido enemigo
externo.
La gran masa de los alemanes, si bien tenían conciencia de que algo pasaba,
desconocía los detalles más atroces de lo sucedido en los Lager: el exterminio
metódico e industrializado, las cámaras de gas tóxico, los hornos crematorios,
el abyecto uso de los cadáveres. Pocos lo supieron antes de terminar la guerra.
El lenguaje oficial solo usaba eufemismos cautos y cínicos, que el que sabía
leer entre líneas adivinaba su verdadera dimensión: “solución final”,
“traslado”, “tratamiento especial” y etcéteras. Hitler temería que estas
horrorosas noticias, una vez divulgadas, comprometieran la fe ciega que le
tributaba el país. Pero los alemanes tenían que saber algo, habían presenciado
(y hasta alentado) los incendios a sinagogas, las clausuras de tiendas de
judíos, el humillar a un judío cuando se le detectaba, el uso de insignias para
ser reconocido en las calles. Muchos industriales vieron aumentar su mano de
obra para llegar al cometido de producción, ya que eran proveedores de los SS.
Los alemanes intuían pero seguramente no querían saber más, o mejor dicho,
preferían no enterarse. Quien sabía, no hablaba; quién no sabía, no preguntaba;
quién preguntaba, seguramente no obtenía respuesta. Cerrando ojos, oídos y bocas,
se construía la ilusión de no estar al corriente de nada, y por consiguiente no
podía ser cómplice de todo lo que ocurría ante su puerta. Este fenómeno
persiste y de este fenómeno se nutre el odio actual, y seguramente el futuro.
Los Lager han sido la culminación del fascismo en Europa. Pero el fascismo
existía antes de Hitler o Mussolini, y ha sobrevivido luego de la derrota de la
Segunda Guerra. Sobrevive cuando se niegan las libertades fundamentales,
sobrevive cuando seguimos considerando y remarcando las diferencias entre unos
y otros. Es un hecho zoológico: los animales de una misma especie pero de
grupos distintos manifiestan entre sí fenómenos de intolerancia y esto también
ocurre con los animales domésticos. Y los seres humanos, cuanto más
domesticados, más buscan la separación. En un entorno de humillación, como la
que recibió Alemania al perder la Primera Guerra y al ser sancionada en el
Tratado de Versalles, Hitler logró sacar partido de la cólera de ese país
humillado.
Prometió una Alemania dominadora, prometió recuperar el orgullo, prometió
reconstruir el imperio. Y busco un culpable o enemigo para profundizar los
rasgos arios, para mostrar la debilidad de otras razas. Y unos meses después de
ganar las elecciones, en 1933, nace Dachau, el primer Lager. En mayo de ese
mismo año se enciende la primera hoguera de libros de autores judíos o enemigos
del nazismo (el que camine por la plaza de Bebelplatz en Berlín podrá ver en el
centro de la plaza una losa de cristal que cubre una estantería vacía, un
monumento a la memoria de los libros quemados. Y una frase premonitoria, en
1817, de Heinrich Heine: “Eso solo fue un preludio, ahí donde se queman libros,
se terminarán quemando personas”); en 1935 el antisemitismo quedó codificado a
través de las Leyes de Nuremeberg; en 1938, durante una única noche de
desórdenes, se incendian 190 sinagogas; En 1940 se abre el Lager de Auschwitz;
en 1944 las víctimas llegan a millones.
Y seguramente habrá polémicas, unos y otros dirán que hay exageraciones y
mentiras. Suele ser difícil ponerse de acuerdo, suele ser difícil dejar de lado
simpatías y resquemores. Pero la historia nos la muestran para algo, para que
el hombre deje de tropezar con las mismas piedras. Cuando estos líderes hablan
en público (aunque hay que reconocer que ya no hablan en público sino ante
decorados obsecuentes), se les aplaude, se los admira, se los adora. Pero no
por un poder que nace de la credibilidad, sino de su histrionismo pacientemente
ejercitado y aprendido. Las ideas que proclaman no son ideas, son tonterías.
Las promesas no son promesas, son quimeras que se desenmascaran a los minutos.
No hay profundidad de palabra, solo imagen. No se escriben grandes memorias,
solo caracteres para redes sociales. Y la gente no se siente responsable. Con
el paso del tiempo, cuando la venda se cae o se acomoda para seguir a otro
lumbrera, llaman monstruos a los antiguos adorados. Pero no debemos olvidar que
esos monstruos existen pero son demasiados pocos para ser realmente peligrosos;
más peligrosos son los hombres comunes, los funcionarios listos a creer y
obedecer sin discutir. Y es doloroso que dejemos de hablar de un siglo atrás
para referirnos a nuestras horas….
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