Sigo abusando de la gentileza del loco Viezzoli |
El 7 de octubre de 1992
parecía una quimera. “Mire, mire que locura/ mire, mire que emoción/ esta noche
toca Richards / el año que viene tocan
los Stones”. Cuarenta y cinco mil testigos en Vélez quizás vaticinaban, o
quizás pedían a grito cantado, que terminaran tantos años de espera. Tres
décadas separaban a los argentinos de poder ver en vivo y en el país a “las
majestades satánicas”. Era 1992, tenía 25 años y Keith Richards and The
X-pensive Winos era un aperitivo que en mi caso, aguardaba desde los quince. “Time
is on my side”, “happy”, “Gimme shelter”, “Before they make me run” y el bis
final de “Connection” confirmaban que un Stone había tocado en el país. Con el
final, nuevamente el grito que sólo se equivocó un año, porque finalmente
tardaron dos. Pero teniendo en cuenta como se equivocan siempre las masas, era
un error soportable.
En febrero de 1995 casi
tenía 28 años pero al igual que un adolescente tardío, me quedé todo un día
haciendo la cola en River para poder comprar las entradas. –“Que iban a ser dos
recitales”, - dijeron primero. Ese mismo viernes sumaban uno más y unos días después
fueron finalmente cinco. Los encargados de comercializar jugaron hasta último
momento con la desesperación que los personajes despertaban. Con el caos
dominando a todos, tuvieron que abrir las boleterías y comenzar a vender pasada
la una de la madrugada, la gente y el alcohol no aguantaban hasta las diez de
la mañana del sábado como horario establecido; incluso en los kilómetros de la
fila había habido un muerto iniciada la noche. A la distancia, me enojo con la
incapacidad organizativa que acompaña a veces a un evento argento. Aquella vez
el marketing se aprovechó de la desesperación. Un presentador que era muy
rebelde, todas las mañanas a las nueve
de la matina nos gritaba que la cola ya tenía un kilometro mas, que te ibas a
quedar afuera. Nunca escuché de él o de la radio un mea culpa, jugamos con los
muchachos (la masa) y los muchachos (la masa enfervorizada) no saben jugar. Yo
volví con vida a casa y con entradas para dos recitales (¡que no me gusta decir
conciertos!).
Volvieron en 1998, otra
vez con cinco recitales pero esta vez organizados los organizadores. La venta fue
telefónica o con tarjeta y una desesperación inicial ya saciada, permitieron
que esta vez con el Bridges to Babylon Tour también llenaran, pero mas tranqui,
y como en mi caso, con treinta y un años recién cumplidos y en medio de problemas
que todavía no presagiaban que me iba a ir de mi país, me permitieron acudir un
poco más templado. Seguía coleccionando discos (Cd’s) de los Stones y creo que
ya debería ir por la vigésima version de “Brown sugar” de estos tíos. Para esta
serie y a pesar de los problemas económicos repetí en tres actuaciones.
Entre medio, cada tanto un
sábado salía con mis amigos. Me gustaba el día, la noche me traía incomodidad.
Esa timidez que con el tiempo resultó ser parte del gen vasco, me hacían sentir
muy cohibido, muy incómodo en ese segmento horario donde mostrar otra imagen a
la tuya parecía regla. No era tímido, era algo vasco. Y para colmo, salvo
alguna mezcla de vez en cuando (aquí kalimotxo), no era de tomar alcohol. Pero
cuando me sentía contenido por mis amigos o por la noche, se me daba imitar a
Jagger y yo creía que lo sacaba clavadito, aunque creo que a mis amigos les
divertía verme haciendo el ridículo.
Casi dos metros de altura,
el pelo largo pero lacio, barba de quince años y vestimenta muy formal parecían
sortear tantas diferencias a la hora de encarar la imitación, vamos que la de
Barry Gibb la tenía a huevo. Pero yo quería ser bipolar y por lo tanto ser como
Jagger. Nunca lograba estar sudado, mis ojos nunca conocieron un delineador, no
tengo los labios gruesos, no solía tener el torso desnudo (por temor a los
enfriamientos) ni ser fibroso (lo más adónico que me llamaron fue flaco con
panza) y lo peor de todo, no tenía ese culito prieto que para los hombres es
huesito dulce pero para las fans femeninas es pura seducción, puro deseo
sexual. Con tantas contras, yo cada tanto creía clavar la imitación de Mick.
Hacía cortos desplazamientos a lo Jagger y aunque yo creía que parecía una
liebre desplazándome, quizás tuviera la velocidad de Largo cuando lo llamaba
alguno de los Adams. Así todo me movía con cadencia, abría los bracitos
tratando de arropar a los que me miraban, creía que desenvolvía una lengua
hermosa, suponía que serruchaba el aire con el movimiento de pelvis y apuñalaba
las respiraciones cercanas con mis caderas (pensar que después me confirmaron
que las tenia desgastadas y me esperará en un futuro algún implante). Para
rematar ponía mi mejor cara de león perverso y aunque no tuviera nunca los
pantalones de colores ceñidos, en mi defensa debo decir que siempre fui de
ajustarme mucho el cinturón a la cintura. Con tantas limitaciones, no
claudicaba tan rápido, creía susurrar como Mick, yo también pronunciaba el
inglés como me diera la gana (reconozco que perdura esa costumbre) y me largaba
al satisfaction; y la cosa funcionaba hasta que levantaba la vista y me daba
cuenta que además de mis amigos, alguien más me estaba mirando. Allí se acababa
el conjuro, la sensualidad volvía a mi inconsciente reprimido y quizás yo
regresaba a un parecido más acorde con Piñón fijo.
Jagger cumplió setenta
años. ¿Qué otro tipo hace las cosas que él hace en el escenario? Creo que es
único, si no entendés el inglés, el tío te lo explica con gestos, con miradas,
con posturas. Parece frágil pero aguanta un ritmo vertiginoso durante más de
tres horas en un escenario. Tiene un look de tipo hecho mierda, de locura y de
olor a sexo primitivo. Pero Mick sigue siendo un hecho mierda atractivo, con
los rasgos cada vez mas marcados y a pesar de que ahora (y creo que casi
siempre) es un dandy, sir o super empresario, nos sigue vendiendo que es un
rebelde y un marginal, y lo seguimos comprando. Eso sí, creo que además de show
man, es un buen cantante. Su voz es original, provocativa y transmite una
increíble personalidad. Me gustan más sus blues o rockanrolles que sus baladas,
pero siempre muestra un increíble dominio de la escena y del escenario.
La música de los Stones es
sucia, siempre con tanto ruido de fondo como sensación de desorden, con pifias
en las guitarras, con voces roncas y con chillidos al mismo tiempo. Fingen ser
adoradores de Satanás, nos dicen que sus presentaciones son siniestras, los
coros femeninos prometen ser escandalosamente sensuales, y a la larga es un
engaño. Pero lo único que resulta claro es que uno se divierte durante tres
horas. Te montan un escenario increíble, tienen otro a cincuenta metros para
tocar tres temas rodeados de la locura de sus seguidores; te presentan una legión
de instrumentos de viento y te tocan himnos de más de cuarenta años y uno ruge
como si fueran su estreno.
Cuando el rock de los
sesenta tenía a su Abel y Caín para la encarnación del bien y del mal, los
Stones decidieron ser la cara de los chicos malos, que con su desalineo
enfrentaban a los chicos serios y comedidos de Liverpool. En 1964, tan amados y
odiados al mismo tiempo, la prensa dejaba una pregunta como declaración de
principios: “¿Dejaría que su hija saliera con uno de los Stones?”. Nueve de cada
diez madres habrá afirmado que no, no sabría cuantas se habrían animado a
confesar que ellas sí tendrían un efímero romance con el cantante.
The Beatles sucumbieron
luego de una década, los egos separaron la banda, Joko no sumo al conjunto,
solo inspiró a Lennon y un fanático decidió matar al pacifista. Con los Stones,
los egos han hecho mérito para separaciones temporales y odios desmedidos, pero
llevan cincuenta años montando nuevas giras y entre disco nuevo, sacando sinfín
de recopilaciones. El dinero es parte del secreto, no se puede discutir.
En el 2006 estuvieron
nuevamente en Argentina, esta vez con dos recitales. Yo llevaba cuatro años
fuera del país. En julio de 2003 tocaron en San Mamés y yo con treinta y seis
años fui a verlos nuevamente, esta vez con Fernanda. No sabía que hasta el día
de la fecha sería mi despedida de los mega conciertos, esa tarde sacudí la
camiseta ante la absorta mirada de los jóvenes europeos que me recordaban cada
rato durante “It’s only rock and roll” que la tribu aquí no funcionaba, que se
acostumbraba mas a dejar cantar a los que saben y quedarse en el césped aplaudiendo
cada canción y tomando una birra. Que si continuaba revoleando la camiseta, les
haría una “avería”. Quizás fue el fin de mi cadera agresiva y el inicio de mis
contracturas por escoliosis. Europa me domesticó de una manera cruel.
Ya no lo imito a Jagger.
La noche no me asusta, ya se que no soy tímido, solo soy medio vasco. Mantengo
mis cincuenta discos de los Stones en el ordenador, cada tanto escuchando
algunos temas sueltos, hago un arrumaco con mis labios tratando de reflotar la
emulación. Tengo cuarenta y seis años, y Jagger cumplió tres años menos que mi
viejo y me parece increíble que mi viejo no pueda hacer una sola flexión y que
se agite con una caminata al Castillo de Butrón. Y que yo pueda seguir en breve
ese camino. Este tributo por ahí llegó diez años tarde, pero en un arrebato de
memoria dejo este reconocimiento a Jagger e insisto en buscar en mi bolsillo
trasero la armónica que nunca tuve, y teniendo en cuenta lo poco clavadita que
me salía la imitación aquella, de haber tocado ese instrumento, me hubiera
salido igualito… igualito que al afilador con su bicicleta.
No hay comentarios:
Publicar un comentario