850
metros de recorrido que hasta mi llegada al País Vasco solo tenía conocimiento
en el momento de iniciarse la fiesta o cuando sucedía una tragedia, ambas
situaciones a través de la televisión o por las lecturas de las crónicas de
Hemingway y de una de sus novelas, “Fiesta”. Poco más, y que todos alguna vez
habíamos escuchado desde Argentina y por la radio: “1
de Enero, 2 de Febrero, 3 de Marzo, 4 de Abril, 5 de Mayo, 6 de Junio, 7
de Julio ¡San Fermín! A Pamplona hemos de ir con el vasquito, con el
vasquito. A Pamplona hemos de ir con el vasquito, y el Vasco también”. Aunque tengo que
destacar que esa publicidad que escuchábamos desde pequeño difiere de la
canción original en su final, y que para mi gusto no mejora la versión que me
acompañó desde niño y me obliga a destacar una vez más la falta de creatividad
en todo canto popular peninsular: “A Pamplona hemos de ir con una media, con
una media, a Pamplona hemos de ir, con una media y un calcetín”.
850 metros
que se cronometran y analiza por relatores y especialistas todas las mañanas.
Es como sentarse a ver la Q1, Q2 y Q3 de la Fórmula 1. Durante y después del
recorrido palabras que se te familiarizan y que luego repites aun cuando no
sepas bien su significado y contenido: “chupinazo”, “manada”, “hermanados”, “cabestros”,
“miuras”, “pasadores”, “mozos”, “dobladores”, “mansos en cabeza”, “colocarse
junto a sus hermanos”, “manada estirada”, “coger toro” y otras más que se
repiten a diario por las retransmisiones de la tv.
850 metros de estampida con animales que superan los
600 kilos y que a medida que transitan por el empedrado del recorrido y sus
desniveles pueden llegar a arrollar a los mozos que cada año son más y a veces,
improvisados. Una suerte de prueba deportiva anárquica pero con reglas y
participantes uniformados casi unánimemente, un deporte donde no hay un
ganador, quizás la sobrevivencia, y donde todos aunque sea alguna vez quieran
estar cerca de ese animal que Ortega y Gasset definió como “el profesional de
la furia”.
A las ocho menos diez enciendo el televisor y asisto
al ritual diario que cubre la semana grande de Pamplona. Tres chupinazos que
para nosotros solo serían cañitas voladores anunciaran los momentos del
encierro. Un cántico pidiendo ayuda a un San Fermín, que depositaron minutos
antes en su hornacina, se repite tres veces antes del encierro a escasos metros
de los establos. El primero faltando cinco minutos, el segundo cuando restan
tres y el tercero a un minuto del comienzo del encierro. 7:59 horas y frente a
la hornacina de la cuesta de Santo Domingo se entona por tercera vez el canto
bilingüe:
Al
terminar el canto con los brazos y periódicos arrollados en mano como
reverencia, los mismos cinco o seis policías municipales de cada año forman un
cordón con sus brazos conteniendo a los mozos a la espera de los animales y se
nota que los únicos impasibles en ese momento son los municipales, quizás
aburridos de la misma misión cada semana de cada año. Esperan casi sin emoción
en el rostro la explosión del primer chupinazo, el que da comienzo al encierro,
que nació en su momento por la necesidad de trasladar los toros desde los
extramuros de la ciudad al coso taurino y esa necesidad generó este fenómeno
mundial que se repite entre el 7 y 14 de julio de cada año.
Si el último canto me coge sin haber terminado el café
con leche y la última tostada, se que debo dejar de inmediato la cocina para
sentarme en el sillón y esperar ver que sentimiento me despertará en ese día la
fiesta popular. En solo tres minutos puedo sentir que es un espectáculo extraño
y particular que me magnetiza aunque no lo justifique o puedo a veces sentir
que es un riesgo innecesario donde la vida está en juego y muchas veces, de
manera absurda. Que motiva el cambio de mi sentimiento, los accidentes de asta.
En los encierros se producen heridas. Las estadísticas
reflejan que uno de cada setenta participantes de una carrera termina con
heridas leves, de las que no requieren hospitalización –contusiones, esguinces,
etc.-; uno de cada ochocientos recibe golpes y traumatismos serios – sobre todo
en la cabeza – que implica su traslado a los hospitales; y uno de cada dos mil
quinientos corredores resulta corneado y que, finalmente, uno de cada cien mil
muere. Para rebajar la interpretación de
los números, los defensores y adoradores del encierro nos dicen que el 95% de
las heridas suelen ser leves y que el de ese porcentaje, el 90% se produce
entre los mismos corredores, sin que intervengan los toros o cabestros, es
decir producto de resbalones, empujones entre los mozos en la necesidad de
ganar la calle o buscar la distancia prudente para ganar toro.
Pero dejemos los números y las interpretaciones que
los amantes o detractores le quieren dar para volver un momento al encierro.
Una vez lanzado el primer chupinazo, los cinco municipales contienen a los
mozos antes de abrir brecha para que se genere el primer encuentro de los
corredores con la manada. Esta suele salir compacta desde los corrales de Santo
Domingo y la suerte del encierro dependerá de que ningún toro quede suelto o
rezagado. Esta zona suele ser veloz y la calle muy estrecha, por lo que solo
los corredores veloces y avezados están dispuestos a intentarlo. Es casi
imposible que en ese tramo, algún corredor pueda meterse y correr entre los
toros, lo lógico es una carrera rápida delante de la manada o a los costados
evitando tropezarse o cornadas. Los toros, cabeza gacha y mirada fija en el
adoquinado, suele hacer caso omiso al gentío que les rodea, salvo que un toro
se descuelgue y comience a alternar a los costados donde el refugio no suele
ser más que las paredes y la posibilidad de una desgracia tome forme desde
temprano.
Ponerse delante de seis toros de lidia y ocho
cabestros lanzados a velocidad en una calle abarrotada es peligroso, pero los
fieles seguidores de esta tradición señalan con precisión que los resultados en
cuanto a muertos se refiere son inferiores a lo que la lógica supone. En los últimos
cien años de encierros han pasado por Pamplona aproximadamente cinco mil toros,
que han corrido promedio cincuenta horas por la ciudad, cubriendo una distancia
de 650 kilómetros y rodeados por más de un millón de personas, estos datos
sumando todos los encierros celebrados. De ahí justifican que el balance de
heridos y muertos en carrera sea objetivamente bajo.
Desde 1924, año en que se documenta el primer
fallecido a causa del encierro, han sido catorce los mozos que han muerto en la
corrida pamplonesa; doce a causa de cornadas y los otros, por golpes o
aplastamiento. Dos de los fallecidos fueron en Santo Domingo, otros dos en la
Plaza del Ayuntamiento, 1 en Mercaderes, 1 en Estafeta, 4 en la zona de
Telefónica y la entrada al callejón y los últimos cuatro en el ruedo. En 2013
no tuvimos que lamentar fallecidos, aunque aún continúan ingresados varios de
los que sufrieron el dantesco taponamiento en la entrada al ruedo en la mañana
del sábado.
Pero correr en Pamplona es riesgoso. Más allá de relativizarlo
con las estadísticas, correr delante de los toros es un peligro. Pero los
amantes de estos registros confirman que es más peligroso estarse quieto o a
los costados, ya que once de los fallecidos estaban parados o caídos. Y muchos
desconocen que ante una caída es aconsejable no levantarse del suelo hasta que
pase la totalidad de la manada.
A los que aun son capaces de mantener el hilo del
encierro, Santo Domingo ha quedado atrás y los toros, aun en manada llegan al sector
de la Plaza Consistorial. Parece que los animales conocen de sobra el
recorrido, parecen guiados a control remoto. Pero estos animales no han protagonizado
nunca una corrida, ni están acostumbrados a los ruidos y menos a esas
aglomeraciones de personas con colores tan vivos. Los toros bravos son criados
en grandes extensiones de terreno sobre todo de Andalucía, Extremadura y
Salamanca. Pasan sus primeros años de vida en enorme dehesas, en los que apenas
ven al hombre, casi siempre de lejos y a caballo, por lo que es de suponer que
un traslado en camiones estrechos hasta Pamplona, ser soltados en las calles
con miles de personas a su lado puede parecer una situación estresante. Y no
decir que al final de esa tarde, los toros han de perecer en la lidia de la
plaza de toros.
Una vez en la Plaza Consistorial e inicio de la calle
Mercaderes, los corredores cuentan con la posibilidad de refugio en los
primeros vallados, pero el peligro va en aumento, porque al mismo tiempo se
incorporan nuevos corredores. Al llegar a la curva de Mercaderes, se producen imágenes
de real riesgo, ya que una curva de 90º y en empedrado invita siempre a
resbalones de corredores y manada; y un mal posicionamiento de los corredores
sobre el lado izquierdo deja expuesto a embestidas y a cornadas. Los resbalones
y amontonamientos son moneda corriente en ese sector y los choques de los toros
que no pueden frenar y embisten contra los muros son la foto habitual del
encierro. Los parapetados en los vallados o en los primeros balcones aseguran
que el ruido de la estampida al doblar y chocar es verdaderamente espectacular
y emotivo. Las caídas o resbalones de los astados suelen distanciarlos de la manada
por lo que lo hace aun más peligroso. Entre el tramo de la curva y el inicio de
la calle Estafeta se ha ido modificando al poner desde 2005 un antideslizante
en el empedrado que trate de facilitar los resbalones y caídas además de
ralentizar en parte la velocidad del tramo.
Mucho deben madrugar los fotógrafos para acceder a la
curva de Mercaderes. A partir de las cuatro y media de la mañana, comienzan a
marcar su territorio mientras observan como la mayoría de los presentes en esos
horarios están en plena fiesta. El doble vallado no se instala hasta pasadas
las cinco y media de la mañana. La espera se hace larga y tediosa, las charlas
con los colegas intentan suavizar las tres o cuatros horas que restan. Algunos les
piden descaradamente fotos de sus hazañas alcohólicas o trasnochadoras, otros
se entretienen revisando el material para intentar en una fracción de segundos
alcanzar tres o cuatro fotos de la manada en pleno derrape en la curva a la
espera de la gran foto. Faltando unas horas para el comienzo, los fotógrafos deciden
las ubicaciones de manera democrática, muchas veces recibiendo número a la
llegada, lo que permite que los madrugadores puedan elegir el lugar donde
ubicarse. Muchos de ellos eligen la foto desde el suelo, a centímetros del
vallado asomando solo la cámara gracias a poner los brazos lo mas estirado
posible. Milésima de segundos que decidirán si esa jornada se obtiene una
magnifica foto o habrá que aguardar mejor suerte para las próximas jornadas.
El tramo de la calle Estafeta es recto y largo. Los
toros suelen separarse de la manada y muchos corredores eligen este sector
porque le brinda mayor posibilidad de coger toro y ser llevado en la carrera
durante un buen tramo de forma estética y elegante. Antaño, cuando la corrida
no era tan masiva, la vieja escuela determinaba que era indispensable metro y
medio para marcar toro y mirando siempre a un costado y a otro, hoy los
forcejeos se suceden y muchas veces se deben contentar con acompañar desde atrás
el paso de los animales.
Arriba, en las distintas viviendas, muchos de los que
quieren formar parte de la fiesta pero prefieren verla desde un lugar
privilegiado, se asoman a los balcones y ven pasar la comitiva. El precio de
los balcones puede variar dependiendo la ubicación pero desde la misma página
web pamplonica te orientan en precios y teléfonos de contacto. Muchos te
ofrecen desayuno previo, degustación de tapas y gastronomía de la tierra y es
un espectáculo en si ver los balcones abarrotados de color blanco y rojo en su
gente y sentir las expresiones de júbilo y temor ante el paso de los animales.
Es increíble ver a lo largo del año como pierde magnetismo esa calle comercial
y los balcones algo abandonados a la espera de la nueva temporada.
El recorrido está cercano al final. El tramo de
Estafeta cede paso a Telefónica y la bajada al callejón. La manada dispersa y
la aglomeración de corredores lo convierte en un sector peligroso, las vías de
escape son escasas y los vallados no suelen encontrar lugar vacio. Los mas
experimentados si no ingresan a la plaza por el callejón, optan por entrar al
vallado tirándose prestos al piso. Pero algunas veces, como en este encierro de
domingo, algunos quedan paralizados como esa chica australiana que recibió cornada.
Viendo las repeticiones en cámara lenta, muchos participantes no se llegarán a
enterar de lo cerca que han estado de una desgracia.
Hay que tener afición a los toros. Con más de once
temporadas observando aquí esta fiesta, aun no consigo un estimulo que me
permita cubrir la hora y media de distancia a Pamplona y formar parte de la
fiesta. Ni las aglomeraciones que no me gustan, ni el alcohol como componente
indispensable en casi toda fiesta popular que no justifico, ni un sentimiento
que no consigo obtener del vértigo de conocer de cerca a un toro me permiten más
que sentarme frente al televisor y depender mi humor sobre el evento a lo que
pueda pasar. De no mediar accidente de gravedad sentiré que observo algo que
muchos aman, que otros tanto refutan, que miles de asociaciones claman en oídos
sordos de terminar de una vez en nombre de una supuesta sociedad civilizada y
evolutiva y que otros tantos toman en serio, dejando de lado miedos previos
para intentar dar paso al arte, estilo o experiencia de respetar al animal al
tiempo que se luce al correr y conducir al toro hasta el último tramo, que es
el ingreso a la plaza de Toros.
Y si hay accidentes, replanteó la necesidad de que
existan los encierros, más allá de la repercusión económica y turística que
genere a la ciudad. Ayer sábado, rompí en parte mi ritual de fiestas al
despertar de inmediato a Fernanda para que viera algo inaudito. El primer tapón humano televisado, así fue anunciado sin tapujos ni vergüenzas por el
comentarista de TVE (adjunto audio de Radio Nacional, nueve minutos pero para el que nunca escucho, es buena la oportunidad). Unos municipales que llegan tarde al ruedo, una puerta
lateral que se abre para permitirles el paso, un par de caídas simultaneas en
el acceso a la plaza, dieron un guión increíble a esta historia. Un tapón
humano que nos permitió ver como no se podía ingresar al recinto y que los
toros estaban allí, a metros. La tragedia parecía un hecho, la confusión era
algo más que caos y en menos de tres minutos los que estaban en el piso
cercanos a la asfixia y los que desde el televisor mirábamos anonadados,
creímos poder comprender el significado de una eternidad disfrazada de 180
segundos.
El viernes otro toro levantó finalmente la vista del
suelo y embistió y se ensañó con un mozo, sin lamentar más que un espectáculo difícil
de digerir. Un comentarista invitado a la transmisión de TVE ante los sucesivos
comentarios sobre el accidente y teniendo familiaridad con la ganadería que acudió
a la cita, de manera obstinada intentó desviar la atención de esos comentarios
e intentar que sus cinco o diez minutos de aire le permitieran dar muestras de
sus conocimientos taurinos y de las bondades del evento. La divergencia es
clara, pero esos gestos, ese querer disimular los riesgos de tragedia permiten
a los críticos de la fiesta demostrar la indiferencia que genera a una parte
que obtiene rédito económico del evento.
Finalmente los toros fueron conducidos por los
dobladores y pasadores al establo donde esperarán la corrida de la tarde y la
muerte. La gente se queda en la plaza a la espera de nuevos atractivos, otros caminan
por las calles ahora vacías de animales y los que estamos frente al televisor esperamos
el informe clásico de Cruz Roja sobre heridos y traslados y vemos las
repeticiones del arte y drama que arroja cada encierro. Al terminar el de este
domingo se da por terminada la semana grande y cuarenta carpinteros o operarios
comienzan a desarmar el vallado (montado desde finales de junio), y podemos
observar como cada pieza tiene su número y letra identificatorio, porque el año
que viene tocará armar nuevamente el circuito. En la Edad Media las bocacalles
del encierro se cerraban con mantas y con carros, hasta que el Ayuntamiento
decidió en el año 1776, colocar vallados de madera que impidiera los frecuentes
casos de toros que se escapaban por las calles de la ciudad.
El encierro es el acto más importante de las fiestas
de San Fermín, es un símbolo de Pamplona y la ciudad se conoce
internacionalmente. Miles de extranjeros se acercan cada año para observar ese
extraño rito de arriesgar la vida ante un animal de tanto respeto, de presenciar
una fiesta de alcohol, comida, marcha y ambiente. 20.000 espectadores en las
calles y un millón al menos a través de la cámaras de televisión confirman que Pamplona
es durante la primera quincena de julio uno de los lugares frecuentados de la
península.
Irracionalidad primitiva, exaltación del valor o
locura colectiva serán nuevamente las frases que alimenten la polémica. Para
muchos participantes el haber tomado toro alimentará aun más la pasión por
participar, y por volver a retar, desde nuestra pequeñez humana (y muchas veces
mental) a la fuerza bruta de un animal que con un solo movimiento de cabeza
puede matarnos.
La fiesta se termina. Los rezagados y nostálgicos aguardan
por el ultimo cántico emblemático, “el pobre de mí” (pobre de mí, pobre de mí, que se han acabao las
fiestas de san Fermín). Y termino esta larga, larga entrada de blog que superó en
850 metros mi recorrido y un sinfín de caracteres, con un extracto de Fiesta,
de Ernest Hemingway, otro de los responsables que este evento siga siendo
discutido pero eterno.
.. Al despertar oí el estallido del cohete que anunciaba la salida de los
toros sueltos de los corrales situados al lado de la ciudad. Iban a correr por
las calles hasta la plaza de toros.
Había tenido un sueño pesado y me desperté con la sensación de que lo hacía demasiado tarde. Me puse una de las chaquetas de Cohn y salí al balcón. La callejuela de debajo estaba vacía, pero todos los balcones estaban abarrotados. De repente, apareció en la calle un tropel de gente; iban todos corriendo, formando una masa compacta, en dirección a la plaza de toros. Detrás de ellos pasaron más nombres, que corrían más aprisa, y al final de todo unos cuantos rezagados: esos sí que corrían de veras. Detrás de ellos quedaba un reducido espacio vacío y luego venían los toros, galopando y agitando la cabeza arriba y abajo. Un hombre cayó, rodó hasta el borde de la acera y se quedó quieto. Los toros pasaron de largo sin reparar en él; corrían todos juntos.
Los perdimos de vista. Poco después llegó de la plaza de toros una gran gritería continuada, y al fin, la detonación de un cohete que indicaba que los toros habían pasado a través de la gente que estaba en el ruedo y habían entrado en los corrales. Volví a la habitación y me metí en la cama. Había permanecido descalzo sobre la piedra del balcón. Sabía que seguramente todos los demás del grupo habían salido y habían estado en la plaza de toros. Al meterme de nuevo en la cama, me dormí.
Había tenido un sueño pesado y me desperté con la sensación de que lo hacía demasiado tarde. Me puse una de las chaquetas de Cohn y salí al balcón. La callejuela de debajo estaba vacía, pero todos los balcones estaban abarrotados. De repente, apareció en la calle un tropel de gente; iban todos corriendo, formando una masa compacta, en dirección a la plaza de toros. Detrás de ellos pasaron más nombres, que corrían más aprisa, y al final de todo unos cuantos rezagados: esos sí que corrían de veras. Detrás de ellos quedaba un reducido espacio vacío y luego venían los toros, galopando y agitando la cabeza arriba y abajo. Un hombre cayó, rodó hasta el borde de la acera y se quedó quieto. Los toros pasaron de largo sin reparar en él; corrían todos juntos.
Los perdimos de vista. Poco después llegó de la plaza de toros una gran gritería continuada, y al fin, la detonación de un cohete que indicaba que los toros habían pasado a través de la gente que estaba en el ruedo y habían entrado en los corrales. Volví a la habitación y me metí en la cama. Había permanecido descalzo sobre la piedra del balcón. Sabía que seguramente todos los demás del grupo habían salido y habían estado en la plaza de toros. Al meterme de nuevo en la cama, me dormí.
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