A los argentinos en España nos asocian con el tango, el mate, el
asado, la pampa, con nuestra manera de pronunciar la ll y con el fútbol. Pero
también siempre nos preguntan por el psicoanálisis y por nuestra fervorosa afición ó necesidad de recurrir a un terapeuta.
En el País Vasco cuesta encontrar un psicólogo, la seguridad
social te deriva a psiquiatría y a sus psico-fármacos de por vida y en las pre pagas podes encontrar un listado de 5 ó 6, como mucho. Así todo, en mi obra
social, para que me autoricen una serie de sesiones de terapia, debo pasar
previamente por la consulta del psiquiatra, quien luego de consultar mi mal,
con una sonrisa cómplice, me rellena la autorización.
Los argentinos mantenemos una excelente relación con los
habitantes de este ameno País Vasco. La vida es muy distinta a la de Buenos
Aires, al menos a la de Capital Federal. Nos costó una temporada larga
reconocer que ya no vivíamos allí, que queríamos estar adonde habíamos marchado
y sumar hábitos tan distintos a los nuestros, pero un día finalmente cruzamos
el charco mental. Pero a lo largo de ese
proceso y aún después de adaptados, pecamos de incomunicación y a veces creo
que por exceso de psicoanálisis (de nuestro lado) o por su total ausencia (del suyo), no logramos comunicarnos con la misma estructura emocional.
También es verdad que los vascos no diseccionan ninguna de sus
charlas. Muchas de ellas se dan en el tiempo libre del trabajo cuando se
acercan al bar o en sus salidas, que casi nunca se da en los hogares. Nosotros
tuvimos que bajar varios cambios para lograr vivir en esta sociedad y así todo,
se juntan tres argentos y sale enseguida el bisturí, y aunque la charla sea
superficial, la vamos a analizar, a rastrear sus orígenes, a exigir su
inmediato remedio para cerrar con éxito esa etapa de crecimiento. Toda
sobremesa es terapia de grupo, no falta el llanto, el arrebato individual o la
búsqueda del cobijo. Te vas de la reunión cantando bajito un tango al que antes
nunca habías prestado atención.
En estos últimos años he frecuentado a dos terapeutas. La
primera de ellas duró lo que duran las 15 sesiones, menos de lo que duran los
peces de hielo de Sabina en su whisky, es decir que en tres meses me di cuenta
que mis problemas de adaptación o acostumbramiento deberían seguir siendo
tratado en la soledad de mi nueva residencia, ya que la profesional en cuestión
nunca logró apartarme del personaje del inmigrante que llega con su maleta de
cartón a la ciudad y a partir de ahí, se tiene que amoldar si o si a las
costumbres locales, y alentando a una cirugía transversal de tus experiencias,
existencias e histerias, cortar de una vez y para siempre con las costumbres
raras que tienen los que habitan fuera de la comunidad. Tanto silencio, tanto
mirar como si yo fuera un extraterrestre era demasiado para mi terapeuta y el
colmo llegó en alguna sesión donde por tanta frustración acumulada, me eche
unos llantos. Ahí no supo si darme una palmada, si cantarme “El dulce gatito”
como a Sheldon Cooper o llamar a los servicios de emergencia. Me alcanzó un
cleanex y me sequé los lagrimales; y me
di cuenta que la catarsis era enteramente mía, que yo me contestaba mis
preguntas, que la cura del dolor y miedos corrían de mi lado y que los cupones
de las sesiones se los quedaba ella.
Con el paso de los años y en otra supuesta crisis existencial de
mi vida me acerqué al cuaderno de profesionales de la pre paga con la idea de
remediar mi frustrada experiencia anterior y esta vez busqué a un hombre. Lo
encontré, no fue un palpito sino la cercanía de un centro donde estaba estudiando
un curso de diseño de páginas web lo que me llevó primero al amigo psiquiatra
para que me autorice y después al profesional a descargar mis penas.
Dije que elegí a un hombre y tiene su explicación. Desde que
vivo aquí hace más de once años, mi relación fuerte ha sido con las mujeres.
Con los hombres me ha costado más que un Perú tener una relación, al menos las
que yo conocía, donde se puede hablar de fútbol (la mayoría de las veces del
Athletic), de la mili (nuestra colimba que encima no hice), de pesca y de
comida o bebida, pero nunca de algún vacío (no de los que vienen con papas), de
la misma nada, dolores o angustias. Y menos que menos, me relacioné con ellos a
la hora de buscar contactos o referencias para temas laborales. Salvo un
trabajo que conté con la ayuda de mi primo Kike y el último de mi amigo Eneko,
el resto los encontré por mis propios medios y con la ayuda de mujeres. Así que
era un reto para mí lograr una conexión
con un terapeuta hombre.
Y la primera frase de mi analista me dejo huella. Dijo algo así:
“la idea es que yo desaparezca lo más rápido posible de tu vida”. Me mató, ya
creía que era regla que uno tenía que forcejear con su analista durante años
para que lo dejara marchar y cuando lo lograbas, te ibas con la advertencia de
que “no estás aun preparado para finalizar la terapia”. Anfiloquio, que así se
llama el terapeuta, me soltó esa frase que más que presentación parecía
despedida, pero me permitió comenzar con el mejor pie esa andadura hacia la
relación con un hombre local…
Y una vez pasadas las quinces sesiones logré autorizar diez mas
y después cuando no tenia cobertura me hizo un precio tan poco europeo que
prolongué sin despeinarme las últimas diez sesiones, porque algo en el ambiente
me decía que la frase de Anfi (como lo llamaba) estaba a punto de acertar su
profecía. Y la prueba de que la comunión que logré con este tipo fue sincera, fue que la insinuación
de la última sesión la advertimos los dos al mismo tiempo. Me dio algo de
pena, pero era hora de que saliera a la calle a comprobar mis avances en los
razonamientos y en buscar respuestas justo en la peor época posible, con más de
cinco millones que si bien no tienen problemas de mantener contactos laborales
no consiguen un mísero trabajo, y eso que yo de mísero tenía un máster de
experiencia.
Llevo más un año desde que me despedí de Anfi. Durante el tiempo
compartido, Anfiloquío conversó de todos los temas, me los planteó él, me
obligó a repetir razonamientos y hasta me alentó a escribir mis estados de
ánimo. Desde el año 2000 que yo no podía escribir mas allá de un correo electrónico.
En el tiempo que estuve con él, varias carillas con mis temas personales
pasaron a sus manos para darnos una interpretación hasta sentir que el volver a
escribir podía ser una realidad ni bien me dejara de excusas o frustraciones.
También en ese año hice un curso de cocina y me animé a pasearme por la escuela
con el traje de cocinero y no solo eso, después a hacer prácticas en el Hotel
Embarcadero, donde conocí a Marcelo Bielsa. No tuve miedo en encarar la comida
de algún ejecutivo y hasta me animé con algún postre en esas prácticas y no me
enojé si tuve que pelar quince kilos de papas cada dos días o limpiar varios
tubos de calamares diarios. También comencé mi relación con una Cruz Roja, que
al día de hoy me ve participando en algunos proyectos tan interesantes, me
animé con este blog y lo mejor de todo, logré salir a la calle a horas donde
debería estar trabajando y no sentir la culpa de estar caminando o haciendo un
trámite a esa hora. Es decir, que con su estilo no me prometió soluciones
rápidas, no me tuvo de rehén durante una década, me obligó a reconocer todos
mis méritos y a saber que no estaban oxidados, solo que acumulaban algo de
polvo.
Anfiloquio se posicionó desde un lugar cercano, no se mostró
como un iluminado, sólo quiso ser un buen profesional común y corriente. No se
hizo llamar freudiano o lacaniano, no uso poleras largas ni se mostró atento a
mi cartera (aquí no decimos billetera). Y el colmo de los colmos, mas de una
vez le tuve que alertar yo de que la sesión había superado la hora de
duración!!!. Alternó la información con algunas experiencias que me compartió,
siempre de buen humor y apelando a mi sonrisa, dejándome claro que el vínculo
era tan o más importante que el resultado. No curó mi alma, me enseñó a
compartirla. Me sirvió para darme cuenta que nos relacionamos para compartir,
para experimentar, pero la agresividad actual nos hace pensar que debemos
vincularnos para algún tipo de rédito. Generamos un intercambio, se que yo
también le aporté cosas, recuperó en mí el sentirme útil. Sigo persiguiendo
certezas pero ahora trato de tener confianza en mis sucesivos fracasos o
búsquedas. No sé si Anfi me lee, pero díganme si no es un excelente ejemplo de
comunicación con otra cultura, que en realidad se asemeja a la de mi viejo.
Mientras tanto analizo
este mundo tan raro, que progresivamente ha ido perdiendo certezas,
convicciones o criterios. Estamos tan dubitativos que nos puede parecer
correcta o razonable una opinión y su contraria, casi al mismo tiempo. Tenemos
todo el tiempo miedo o inseguridad, los ataques de pánico, depresiones, miedos
o fobias están ahí, a la vuelta de cualquier esquina y nuestros dirigentes son
iguales a nosotros (tenemos que comenzar por reconocerlo), dubitativos pero con
la posibilidad de ser corruptos, mas mentirosos o ambiciosos que nosotros.
Pedimos recetas para evitar el dolor y no nos cubre ninguna obra social lo mal
que estamos gestionando esta humanidad.
¿Por qué los argentinos asisten tanto al psicólogo? Me lo siguen
preguntando. Quizás buscamos un consuelo, alguien que nos escuche, el poder
contar nuestras dificultades libremente. Está en uno resolver los problemas, el
otro no tiene remedio para tu dolor, a duras penas tiene una receta para su
vida que a veces no cubre sus propias demandas. Pero si cada uno trabaja,
conoce sus límites, atina a
desarrollarlos o acepta que más no puede, podrá encontrar su propio consuelo. Y
yo, mientras aguardo mi siguiente crisis existencial y las estrategias posibles
para remediarla, en una estación de metro me encuentro con Anfiloquio y le digo
sin preámbulos que fue un placer trabajar junto a él.
Saludos a Caro Urrutia, quien pronto compartirá esta practica con quien lo necesite!!!
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