“Estamos llegando al fin de una
civilización, sin tiempo para reflexionar, en la que se ha impuesto una especie
de impudor que nos ha llegado a convencer de que la privacidad no existe”.
José Saramago
La sensación que transmiten nuestras
sociedades modernas es extender cuanto se pueda la exposición en todos los
espacios sociales donde la persona no se sienta completa sin esa mirada
aprobatoria de su sociedad íntima. “Todo el mundo tiene tres vidas: la privada,
la pública y la secreta”, alguna vez declaró Gabriel García Márquez. Elías
Canetti también opinó: “Leernos sí, pero no conocerlos” para referirse a la
privacidad del que oficia el arte de escribir. Pero hoy parece difícil separar
las tintas, se juzga por un todo y a veces no se tiene en cuenta la faceta que
sólo se debería valorar, en este caso la escritura, su función pública.
Seguramente los datos biográficos del
autor sean esenciales y relevantes para comprender críticamente una obra. La
relación vida obra de un escritor se ha ido deteriorando, y tantas veces el
conflicto mediático se utiliza como técnica de ventas. Rechazar una buena
lectura por no coincidir en aspectos personales o políticos quizás nos priven
de conocer un punto de vista esencial en el desarrollo de una idea. Si exigimos
la perfección en la vida del artista tal vez corramos el riesgo de perder la
perfección del arte. La escritura de un clásico universal no da derecho a que
la vida del escritor sea modélica o ejemplar porque escriba como escribe. Más
de una vez hemos topado con ejemplos de personalidades nefastas pero dueños de
un arte que pudo habernos conmocionado a través de su lectura. Es harto frecuente
que una persona miserable sea capaz de expresar la sublimidad. Y también es
harto posible que la gran cultura no haga mejor a los seres humanos. Es tan vieja la discusión sobre los buenos escritores, las malas personas.
Tal vez la figura que debamos contemplar
para justificar este conflicto es la eterna necesidad de superación que nos
gobierna. Así podríamos alegar conductas privadas que contradicen con la
grandilocuencia del arte que practican. Tal vez la escritura no mejore las
capacidades personales del creador, pero sí condicione de por vida nuestra
andadura, la de los lectores o admiradores de la cultura. Nos equivocamos en enamorarnos
del artista, solo debería contar sus obras. La identificación o la búsqueda de
semejanzas es un mal necesario a la hora de recabar referentes en las sociedades
que habitamos. Si bien la personalidad de un escritor estará siempre presente
en su obra, el lector solo debe decidir si lo que lee le gusta
independientemente de lo que piense de su creador.
“Puedo escribir los versos más tristes
esta noche”, el hombre que encarna la vanguardia poética por excelencia y es quizás
la figura central de la cultura de izquierda, ha sido también capaz de negar a
su primera esposa no solo la ayuda económica para mantener a una hija en común enferma
(hidrocefalia), sino que no la volvió a ver desde sus dos años y ya no se si es
peor, no ha hecho un solo esfuerzo por otorgarles un salvoconducto de canje de
ciudadanos que les hubiera permitido ser rescatadas de una Europa sumida en las
miserias y penurias de la Segunda Guerra. Si hasta aquí no sorprende el contraste,
agregar que Neruda fue esencial para rescatar en el exilio a dirigentes socialistas
españoles en peligro, sacándolos de aquella República Española asediada.
Aguantar a Charles Dickens era un
verdadero tormento. De Flaubert se decía que pagaba por tener sexo con
adolescentes. Louis Ferdinand Céline estuvo involucrado en acciones criminales
además de haber sido colaboracionista nazi. Norman Mailer cuando sufría de frustración
creativa era capaz de intentar matar a su esposa. Gabriela Mistral generaba
confusión a sus editores al comprobarse las preferencias sexuales lesbianas,
llegando al extremo que para muchos de sus seguidores fue como una traición personal,
ya que era impensado que hubiera podido escribir el “Poema del hijo” con
aquella frase: “Un hijo, un hijo, un hijo, yo quise un hijo tuyo”. No parece coherente censurar el pasado visto desde el punto de vista del presente, de ser así no podemos valorar los textos de Céline, Víctor Hugo o Alejandro Dumas, que han sido magníficos por su contenido y no por el contexto histórico de la intimidad de las personas del momento.
El tambor de hojalata, escrito brillantemente
por Günter Grass permitió despertar a la sociedad alemana de un largo letargo
generado por el nazismo. Grass se valió del recurso de que Oscar Matzerath se
negara a crecer a partir de cumplir los tres años, retratando de este modo la
infantil manera de enfrentar un sinsentido de destrozar un continente dos veces
en treinta años, ridiculizando la grandilocuencia de un Hitler que se creía el
mesías. Pero en el momento cercano de su muerte lo que afectó de Grass fue su participación
adolescente en las juventudes hitlerianas y las SS Schultzstaffel, como si su brillante
alegoría histórica estuviera manchada por la mentira o el desliz del silencio. Él
prefirió contarlo cerca de su muerte, para no dañar lo brillante de su línea de
pensamiento filosófico que le destacó como un escritor comprometido. Sus detractores
tal vez no pudieron entender algo elemental, la juventud es el peor escenario
posible a la hora de caer fascinado por una seducción estúpida. Fue un escritor
comprometido con el papel donde ha plasmado las peores preocupaciones y contradicciones
del ser humano, aun las que le tocó vivir en primera persona.
Podemos definir como personalidades
arrogantes o maníacas además de ser egocéntricos recalcitrantes capaces de generar
los peores momentos a sus entornos a verdaderas leyendas como Tolstoi, Brecht,
Canetti o Naipaul, a quienes más de uno definió como "letraheridos". Podemos recordar mujeres que padecieron distintos tipos de
violencia de parte de sus esposos escritores, como el caso de Cissy, la mujer
de Raymond Chandler. Podemos recordar las acusaciones de pedofilia a Nabokov, o
la biografía de Barbel Reetz, donde desollaba la figura de Hermann Hesse y el pésimo
tratamiento que dispensó a las mujeres que decidieron compartir con él su vida.
Revisando en la memoria podemos recordar
problemas neurológicos en escritores como Poe u Horacio Quiroga y algún día
deberé escribir sobre el suicidio del escritor, algo que se repite con relativa
frecuencia, siglo a siglo. Más “liviano” es el poder confrontar con la ideología
política extrema, machismo o antisemitismo de muchos grandes escritores, como
la suposición racista en los escritos de T. S. Elliot. Es variada como en
botica la problemática del artista.
Los lectores estamos empecinados en la
verdad poética y la voluntad de la verdad que poetiza una historia de ficción. Tenemos
la avidez de ser fieles seguidores y desde el púlpito de la idealización poder
condenar o ensalzar ya no su obra, sino sus acciones personales, incluso
aquellas que no revistan trascendencia. Se acabó la época de recabar escasa
información de un escritor a través de la solapa de su libro. Las giras de
presentación de un texto son encaradas con una agenda mediática similar a la de
una estrella del rock and roll. Se puede extrañar el morbo del anonimato o el
sentido estricto de la lectura. Ya no podremos alimentar el misterio de saber quién
es o dónde está Thomas Pynchon, donde la mejor promoción de sus obras eran sus obras o la
curiosidad de descubrir su invisible paradero en su día a día. Se terminaron
aquellas épocas donde un escritor podía ser universal por sus letras, pero ante todo, su literatura era considerada el
primer borrador de un ser humano…
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