“No hay nada más
peligroso que la interrupción del trabajo, porque es una costumbre que se
pierde. Costumbre fácil de perder y difícil de volver a adquirir”.
Los Miserables, de
Víctor Hugo.
Fue una revolución
reivindicadora de la participación social. Funciona desde entonces como una
construcción mítica que adquiere una dimensión mundial. Es la rebelión o
insurrección que todos quisiéramos experimentar en carne propia. A pesar de que
en la memoria ha perdurado como un proceso fundacional, si lo miramos con los
ojos de la historia pasada, podemos considerar que la Revolución Francesa ha
sido otro fracaso, porque a pesar de sus ideales políticos y sociales, falló en
lo más importante, la construcción de instituciones sólidas -en lo ético y
justo- y duraderas que no permitieron la posibilidad cierta de un estado
moderno. En realidad, no fue más que una revuelta, pero una que inmortalizó que
la necesidad de justicia, libertad y equidad era posible, aunque nadie haya
vivido para contarlo. Tantas cabezas guillotinadas promocionando el mito de la
igualdad para seguir viviendo bajo falsas promesas.
Tal vez fue la
supremacía de las palabras por sobre los hechos. Porque si levantamos los
restos de aquel París de escombros no vemos más que la proyección a un estado
en decadencia al que el mundo mira como si fuera el faro ético de la humanidad,
pero no es más que una quimera si observamos los conflictos permanentes para
paliar la desocupación, el descontento de las segundas o terceras generaciones
de franceses no integrados, la debilidad de las empresas para competir en los
mercados mundiales, la escasa influencia en el campo internacional, los
impuestos, cargas sociales, problemas para la jubilación y otros conflictos colectivos
que claman por un golpe de timón que no llega y que obnubila, de tal manera que
se pierde el raciocinio y se le hace cada vez más caso a los idiotas e
ignorantes, que tal vez su cantidad en stock sea lo verdaderamente
revolucionario. No olvidemos a Bertrand Russell con su afirmación: “la mayoría
de los problemas del mundo se deben a que los ignorantes están completamente
seguros y los inteligentes llenos de dudas”.
Toda revolución
termina siendo un fracaso, de los ideales que la generaron, de los seres
humanos y de la inteligencia. La Revolución francesa nos quiso hacer creer que
lo más bajo entre lo bajo puede acceder a las alturas morales o sociales. De
ahí que doscientos treinta años después lo que más trascienda de esa gesta que
terminó con el antiguo régimen sea un libro -de ciento cincuenta años de antigüedad-,
que también fue adaptación al teatro, cine o musical, y que se sigue
sosteniendo como un acto de redención de un mundo insostenible siempre a punto
de cambiar por otro más justo. Por eso, solo por eso, Los miserables, de Víctor
Hugo sigue siendo una referencia
imprescindible. Es una historia que no ha de cerrar nunca, la historia de la
humanidad siempre clamará por la ansiada emancipación.
El hombre puede
redimirse, muchas veces por actos de generosidad o misericordia, tal vez por
dedicación, integridad, preparación o por un golpe de suerte, quizás sea esa la
intención de Víctor Hugo tras hacer una crítica a la sociedad y a sus
instituciones que representan la eterna lucha entre el bien y el mal. El
pecado, el mal y su sufrimiento siempre serán redimidos al encontrar el camino
del bien. Parte de la literatura clásica ha optado por seguir los pasos de una
característica de las sociedades que es forjar la imagen de héroes y villanos,
conformando un arquetipo que con matices, mantiene la vigencia sobre el comportamiento
y el orden moral por el cual regirse, y en el cual pocos se rigen. Más de una
vez tiramos de aquellos personajes tan familiares como Hamlet, Godot, Anne
Karenina, Don Quijote, Gregor Samsa, Dorian Grey o Scherezade, entre otros.
Pero repito, parte de los estereotipos sobre los que regimos y exigimos a la
realidad, son personajes de pura ficción, eso sí, trazados sobre visos de una
ansiada y necesitada particularidad de una buena esencia.
Como ellos, la
presencia de Jean Valjean simboliza la oscuridad y a su vez grandeza de
aquellos seres oprimidos que en realidad no son malos, sino que el sistema,
sociedad y leyes, tantas veces te hacen sentir miserable, envueltos en un círculo
vicioso y albergando resentimiento eterno. En este caso la ficción permite
encontrar en un oprimido, el amor que devuelve y redime hasta convertirle del
preso 24601 (por robar un pan y pasar diecinueve años recluido) a ser una
persona respetuosa y venerable. Jean Valjean permite creer que la bondad se
impone, pero otro personaje de ficción que inmortalizó la obra, la del “inspector
Jarvet” puede ser más creíble en nuestros imaginarios, ya que trata de aquellas
personas que con el uso del poder, se amparan en un férreo conocimiento, manejo
e interpretación de la justicia, y no conocen lo que es la piedad ni que la
posibilidad de una redención pueda remediar una injusticia de las que llamamos
legales. Este binomio quiere inmortalizar que los buenos solo pueden estar
destinados a ser buenos, al igual que el mal será el dominio de los malos. Tal
vez, de allí el monumental éxito de la obra de Víctor Hugo.
Estas conmigo o
contra mí no es una triste realidad de estos días. Si bien el ahogo de esta radicalidad
hoy tan en boga exacerba nuestra objetividad, seguimos en ese enfrentamiento donde
somos incapaces de querer comprender al contrario. Ya no se trata de dilucidar
la verdad, sino de experimentar que el poder sea la mano dura del personaje único
y especial que creemos ser, y del Estado patriótico que nos represente, cuando
en realidad sólo somos fanáticos totalitaristas. No hay revolución que funcione,
porque la mano dura que los encumbra a derrocar al opresor nunca regresa a la condescendencia.
Y eso sucede porque el rico, poderoso, pobre, oprimido o miserable-en cualquier
sentido- son tantas veces fanáticos que sólo piensan en ellos pero hablan en
nombre de todos. Entonces la libertad pasa a ser la necesidad de no ser moderados
y realistas, ya que supuestamente, estos nunca pasarán ni deben pasar a la historia.
Tal vez sea la
novela más citada, ambientada, readaptada y versionada de la historia. No son muchos
los que se han atrevido a sus más de mil cuatrocientas páginas de historia (aunque
aseguren que la hayan leído), pero la película, el musical, serie, obra de
teatro o una simple reseña sobre el original sí que ha calado en la humanidad.
Sigue siendo revolucionaria porque aspira a la redención, de ahí que en estos días
los manifestantes de Hong Kong le canten a la cara a la policía que les
reprime, el “Do you heart the people song”-canción emblemática del musical junto
con la conmovedora “I dream a dream”-, como estandarte de todas las personas
abandonadas a su suerte, marcadas por el lugar, clase social y época que les ha
tocado “en suerte” transitar y la imperiosa necesidad de libertad y desigualdad
que los libere.
Estamos condenados
al eterno fracaso y el cimbronazo que parece venir a subsanar nuestra patética realidad
se activa cada tanto desde la destrucción -que algunas generaciones precedentes
resonaron los clarines de la anterior revolución-, de manera que un nuevo fanático
se pone en marcha al grito de “conmigo o contra mí”, para que los millones de Jean
Valjean que somos o no llegamos a ser, creamos que hemos de pasar de ser el
preso del sistema 24601 (por robar un pan) a un honorable alcalde que logre
superar la dificultad del acceso al progreso y bienestar de una parte de la población,
apoyada virulentamente por los jóvenes de turno. Y es así como viviendo con
miedo, con resignación, con ilusión escasa y supuestamente enfrentados unos con
otros, seguimos esperando pegar un buen pelotazo mientras que en realidad, los
de siempre nos siguen jodiendo la vida porque lo único revolucionario resulta
ser el optimismo…
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