“A un pueblo no se le
convence sino de aquello de que quiere convencerse”.
Miguel de Unamuno
Aceptamos sin aceptar una percepción
frustrante de la realidad. Si bien se necesita ficción para poder vivir en
sociedad, la utopía de la vida no nos permite disfrutar nuestra existencia,
somos una distopia. Nos doblegamos casi sin exigir, nos resignamos a que somos
esto. Observamos anonadados la poca calidad representativa que nos gobierna.
Pero no creemos poder hacer nada para remediarlo. Nos han educado para ser finalmente,
la generación que va a lograr el cambio de esencia, pero somos uno más en la
fila del desencanto. Hemos querido más de una vez que la civilización muera y
que empiece de cero pero lo sentimos imposible. No hay manera posible de
comenzar un mundo nuevo, más cuando está instalado el concepto y la percepción
de “que el otro” está alienado y cree que la civilización debería funcionar sin
“nosotros”.
Cada tanto nos sorprenden titulares
de que estamos ante la generación mejor preparado de la historia. Pero al
verlos actuar, te entran dudas. Se han alejado de las convicciones incapaces de
capear el colapso eterno que no solo se eterniza, sino que se denigra en su
perfeccionamiento. Sentimos un descontento y una desazón tal que se pierde la
alegría y la esperanza. Pero al mismo tiempo, hay una masa importante que
celebra su existencia y sienten felicidad por volver a vivir creyendo que esos
personajes son los que les representan y revindican. Y el desconsuelo es peor,
nada se ha aprendido o nada se entiende. No se puede concebir que la
“felicidad” de unos es un desconsuelo descomunal de los “otros”.
El modelo parece estar agotado, el
descreimiento es homogéneo. Unos aspiran a conocer un futuro distinto de las
esencias y otros se aferran al eterno pasado que si bien ha fracasado, se le
recuerda con una nostalgia e inexactitud que confunde gesta con embuste. No
solo se ha fracasado sino que estamos virando la ética democrática hacia el
autoritarismo firmando un cheque en blanco para el que Estado aleje a los
otros, a los “ingobernables”. No sabemos como reaccionar ante el fracaso
aceptando que es el propio sistema el que mejor gestiona los réditos de nuestra
sensación de fracaso e impotencia. Sabemos que debemos tomar medidas radicales,
pero queremos que las tomen otros y que a nosotros no nos afecten. Es imposible
e inviable convivir con esa inmadurez cívica en aumento.
Amamos el concepto de Robin Hood de
manera tal que terminamos amando a nuestros ladrones. Pasamos de pedir justicia
a no verla, a observar como una elección también determina el cambio de la
independencia de la justicia funcional al nuevo gobierno. Gritamos que el
nuestro es preso político y que el otro es un genocida de una manera tan ruin
que nos hace consciente que se vive en una ficción infame de bajo coste. El
otro es el malo y el de afuera nos quiere quitar nuestra calidad de vida, pero
si lo podemos razonar, de calidad no tiene casi nada. Todo tiempo pasado fue
mejor no puede ser defendido con racionalidad o perspectiva, pero no hay
generación que no trascienda a esa sensación. Somos un fracaso en el tiempo.
Acompleja asistir a la crisis de la
civilización. El ataque de ansiedad es el síntoma que nos acerca al gesto de
bajar los brazos, por momentos. Vaya a saber de donde surgió la idea
esperanzadora de que el mundo es otra cosa. La parálisis que no permite
resolver nuestros asuntos internos ha permitido que afloren todo tipo de
populismos extremos, donde el nativismo parece ser una única carta filial, como
si el mero hecho de nacer en un pedazo de tierra nos otorgue derechos sobre la
tierra y donde el otro sea considerado extranjero o parásito. La expulsión del
otro parece ser parte de esa “solución final” que mediado el siglo anterior nos
pareció espantoso. Se debe aprender de los errores es un concepto engañoso,
nunca aprendemos sino que en el lento deterioro que propone el tiempo,
repetimos lo horrendo de algunos de nuestros conceptos.
No soy un escritor apocalíptico, es
que estoy cansado del concepto esperanza que se vende sin argumentos. “Que esta
muerte sirva para algo” o “gracias a Dios que esto sucedió en un festivo sino
hubiera sido una masacre -cuando en realidad hablamos de cientos o miles de
muertos por imprudencia o corrupción-“ o “se vivió por encima de las
posibilidades” o “de aquí a mejor porque ya no se puede robar nada por que no
hay”, o “vamos en camino a la integración y la diversidad aceptada” o “que
Dios, la patria y Él me lo demanden” sean frases de marketing que dicen mucho
pero que no hacen nada. Pero la gente festeja, la masa aclama, el vulgo quiere
su porción de tarta para luego exigir que venga alguien a gestionar bien las
migajas. Los votos valen lo mismo y pensar con tristeza esa frase nos convierte
en fascistas, mientras los fachos que no piensan en votar más que en la
concesión de un plan asistencial o de una prebenda económica nos dicen de forma
despectiva la palabra de moda que represente al enemigo. Y si no vas a votar,
sabes que ellos dominaran todo, la pasión y el fraude. Estás atrapado en la
trampa.
Necesitamos ficción para vivir en
sociedad. Pero el casting no arroja buenos actores, tal vez porque sean un
calco de nuestro vacío interno. Perdimos instintos o habilidades. Las narraciones
colectivas que nos guionan no sirven para nada, nos impiden ver ciertas cosas.
La realidad no parece real, por eso cerramos los ojos o miramos hacia otro lado
porque lo racional que somos en realidad es irracional, lo decente de nuestras
proclamas encierra lo corrupto de nuestra esencia. No lo puedo entender, tengo
amigos o conocidos que recitan falacias e inexactitudes como si estuvieran en
la escuela primaria y la tabla del tres no se razonara sino que se cantara en
un único orden -tres por uno, tres por dos-. Son aquellos conocidos a los que
quisiéramos desconocer. Nos duele saber que conocemos gente tan ruin e
inocente, que proclama teorías humanas fracasadas en otros siglos y que
pregonan una sociabilidad que cuando cierran las puertas de su casa no
practican. El habitante de un chalet con piscina te habla con pasión sobre las
bondades del comunismo. Es absurdo y hasta dramático.
Y estamos peleados y enojados con
todos y hasta con nosotros mismos. Ansiamos salir de esta situación
comprendiendo que para que esto pase, debe desaparecer el otro, los que no nos
permite ser lo que somos, lo que queremos ser o que en realidad hay una parte
de los otros que en realidad somos nosotros. Quiero creer que no pero me
desconcierta esa sensación. El otro me dice que estoy manipulado y nunca
entiendo como hace el otro para no estar manipulado, como lo logra. Demasiados
“ellos” están minando mi concepción de la vida, y demasiado de “nosotros”
parecen que minan la postergación de “ellos”. Esta especie de civilización
decae pero tememos en que genere otra desde cero sea solo una utopía. ¿Vale la
pena comenzar desde cero y comprobar que se llega al mismo término?
Estoy tratando de apuntalar mi propia
civilización. Trato de disfrutar mis pequeñas cosas. No me puedo abstraer de
las barbaridades que veo, leo o escucho. Me aferro a las pequeñas felicidades
propias y de las de mis seres queridos. Poseo un generoso mundo interior que me
enriquece. Pero escribo sobre lo que pienso, sufro o me rebela. No soy el
agorero alienado parado sobre una tarima y con su megáfono en la avenida o en
el centro de una plaza que anuncia el tan postergado apocalipsis. Soy
optimista, al menos lo creo, porque exijo y me exijo, soy feliz porque
reconozco que ese estado se logra en cuentagotas e instantes. Me puedes decir
pesimista porque razono de este modo, pero estoy harto de vos y de tu estúpido
optimismo porque cuando el día no te cuadra me llamas para que te preste mis
oídos. Soy tan optimista que en mi interior, antes de prestarte el oído a tu
depresión, compruebo que todos somos parecidos y me relaja pensar en “que te
den”.
No tuve hijos y la historia de mi
apellido se termina conmigo lo que me podría brindar cierta tranquilidad, pero
no es así. Me preocupo por el mundo que se degradará más luego de mi paso y que
afecte a mis seres queridos. Me enoja escuchar dejarles un mundo mejor a
nuestros hijos y aferrarse al sobre de turno que ya no esconde la ilegalidad e
inmoralidad social. Tengo que cerrar esta entrada que es un derroche de bilis y
no puedo ni quiero dejar un mensaje esperanzador. Recuerdo a mi padre que una
vez me ofreció la posibilidad de escribir una novela donde la vida fuera una
gran obra de teatro donde se desarrolla la ficción de turno. Me encantó la idea
de mi viejo pero no la pude llevar aún a cabo. Lo siento por mi papá porque lo
admiro pero no lo pude llevar a cabo, quizás porque la vida ya no puede ser una
obra de teatro, sino un asqueroso ring de box donde te cagan a trompadas y el
árbitro no está amañado sino que es un boludo idealista que no entiende un
carajo de esta triste ficción a la que llaman ideología…
PD: perdón por el mensaje, pero tal
vez te lo escribo a vos, a vos, a vos también y al que esta al lado. O tal vez
me lo escribo a mí mismo…
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