“Si levantas un muro, piensa
en lo que queda fuera”.
Italo
Calvino, de "El
barón rampante" (1957).
Segregan, separan, encierran, aíslan, bloquean, sofocan, limitan,
niegan, dividen o restringen. Solo acercan desgracias, es un fenómeno
contemporáneo que se nutre de milenios de tradición. Se construyen y con el
tiempo se derrumban pero mientras duran, laceran el concepto de civilización.
Son los muros que aplican el grado extremo de las fronteras. También
representan una triste metáfora de nuestras murallas internas, aquellas que no
nos permiten crecer o desarrollarnos. Es la pared contra la que choca constantemente
la humanidad.
Existe un muro para cada miedo. Y no creo que estemos a favor de la
construcción de esas murallas. Nos la imponen y para eso, nos asustan. Nos
advierten de que se construyen para protegernos. Terminamos aceptando una a una
de esas piedras, de los alambres de púas o de esas placas que trazarán las
líneas punteadas que nos han de dividir. Somos capaces de acompañar la
corrupción alcanzando las rocas divisorias, pero rara vez utilizamos las
piedras para derrocar a esos corruptos que nos mantienen de rodillas. Nos hacen
creer que las murallas obedecen a una superioridad moral que no puede ser
penetrada. Los del otro lado suelen ser iguales a nosotros, los que no tenemos
nada, pero vaya paradoja, tememos perder lo que no tenemos.
Resuenan en nuestra memoria una vasta cantidad de muros. Lo que
deberíamos estudiar es el significado que cada sociedad y época justifican y lo
que dice de cada muro y por ende, más importante, lo que el muro nos viene a
decir de cada sociedad, de cada persona y cada época. La materialidad de estos
muros nos acerca a una separación, también entre categorías: espacio
interior-exterior y amigo-enemigo. Son construcciones simbólicas que suelen
limitar las libertades, las del que quiere llegar y del que quiere salir. “Por
cada persona que ve en los muros una forma de opresión, hay otra que exige la
construcción de una barrera más alta, más nueva y más larga”, afirma David
Frye en su libro “La civilización a través de sus fronteras”.
“Antes de ser una realidad,
los Estados Unidos fueron para mí una imagen. Nada extrañó a eso: desde nuestra
infancia, los mexicanos, vemos a este país como el otro. Un otro inseparable de
nosotros mismos y que, al mismo tiempo, es radicalmente, esencialmente
extranjero”. Esta afirmación de Octavio Paz tiene
vigencia con el muro más mentado en estos tiempos, el que propone como amenaza
Donald Trump. Más allá de la construcción o no de esa muralla, la sensación de
pensamiento divisionista refleja que perdura junto con el desarrollo de la
humanidad el concepto fronterizo que separa más que integra. Es como si la
soberanía necesitase la divisoria cultural, social, étnica y política. Aunque
nos cuesta admitir, las fronteras han sido creadas a consecuencias de las
guerras y el ser humano siempre está en litigio territorial y de grupos humanos.
Podemos
definirlo como una de las más fragrantes contradicciones de la globalización liberal.
El hombre a pesar de aceptar un proyecto de libre circulación de bienes,
capitales y personas se sigue apoyando en estas construcciones que en realidad,
representan el intento fracasado de evitar esa circulación para retornar
siempre a aquel concepto obsoleto de imponer un estado – nación y un Estado –
sujeto sobre el otro. Los muros permiten reforzar una identidad y la soberanía que
se amenaza perder a causa de esa globalización que se aplaude. Se aman y desean
los muros. Son ante todo, un modelo de contención psíquica porque no logran
nunca evitar -al cien por cien- los flujos trasnacionales de personas,
terrorismo o drogas. Más bien animan a muchos a desafiarlos pero a otros les
impone la sensación de vivir atrapados por siempre. Tampoco reduce la violencia,
el desorden ni la hostilidad, como nos demuestra el conflicto israelí palestino.
Pero representan las fantasías de una democracia amurallada, “nuestra”
representación de la democracia.
Transitamos
un mundo sin fronteras donde una de las principales preocupaciones suele ser el
extranjero peligroso. Suele ser considerado como foráneo o bárbaro, acuñados
como nombres genéricos peyorativos. Constituye todo un reto integrar las
culturas al mismo tiempo que se consolida la idea de evitar el ataque a una
cultura, lengua y raza hegemónica que plantean cantidad de inmigrantes latinos
en norte américa, árabes y africanos en Europa, del sudeste asiático en Australia
y de palestinos en Israel. La sensación de que el inmigrante saquea puede sofocar
parte de la frustración psíquica que conlleva reconocer o renegar saber que nos
saquean nuestros propios compatriotas con la complicidad o incapacidad de “nuestros”
estados. El muro no es contención,
siquiera psíquica.
Un
muro es la contracara de la libertad, la vía libre para el gueto. La necesidad
de contención necesita de un horizonte claro, definido. “Una cosa viviente solo
puede ser sana, fuerte y provechosa cuando está limitada por un horizonte” reflejaba
Nietzsche. Para el psicoanálisis, la perdida de la contención es el camino hacia
la psicosis. El muro intenta producir la armonía solida y visible de una
sociedad que en realidad sostiene un déficit alarmante de receso entre el yo y
el nosotros, a causa del incierto horizonte político y ético. Pero prefiere
considerar amenazante al mundo exterior. Potencias como Estados Unidos, Europa,
Israel o China se sostienen en sus muros para evitar “riesgos” de pérdida de identidad,
armonía o debilitamiento. Las potencias en realidad temen el fenómeno psíquico
del sufrimiento o destitución y camuflan esos temores en conceptos como ayuda humanitaria
que preserva y alienta la vida, ya que el muro preservará el orden a ambos
lados, al menos hasta que del otro lado tengan en orden su concepto de nación –
estado o superen la condición de bárbaros o subdesarrollados.
La
frontera debería ser un tejido de relaciones. En 1989 presenciamos el fin de
uno de los muros emblemáticos, el marxismo -aunque perdura fuera de Europa, en
américa o Asia-. El muro de Berlín propició la competencia de dos ideas antagónicas
de Alemania que hicieran propicia una misma idea de desarrollo -sustentada por
el capitalismo occidental-. Puede que no haya resultado, puede que la nostalgia
invada a los orientales, puede que no se haya registrado un verdadero progreso.
Pero fue un llamado de liberación a tantos fantasmas durante cuarenta años.
Aquel que pudo caminar a ambos lados de aquella mítica frontera sabe que las
demarcaciones solo se encuentran en la mente de un cartógrafo, ya que un paso
de un lado o del otro no varia conceptos ni modifica nuestros pensamientos. “Cuando
se comprende que los opuestos son uno, la discordia se disuelve en concordia,
las batallas se convierten en danzas y los antiguos enemigos en amantes.
Estamos entonces en condiciones de entablar amistad con la totalidad de nuestro
universo, en vez de seguir manteniéndolo dividido por la mitad”, afirmaba Ken
Wilber. Es nuestra conciencia la que necesita visualizar las líneas de
frontera. Tal vez es por eso por lo que cuando acudimos a ver una puesta de
sol, necesitamos presenciar no la bajada del astro sino la real nitidez de la
frontera entre el cielo y el océano. A pesar de Berlín 1989 podemos suponer hoy
en día la existencia de más de setenta muros fronterizos que producen no el
futuro de una ilusión sino la ilusión de un futuro, pero eso es terreno de Sigmund
Freud y no de Donald Trump…
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