“La vida no es la que uno vivió, sino
la que recuerda y cómo la recuerda para contarla”.
Gabriel García Márquez.
La escritura y la lectura son actos
solitarios donde predomina el placer y la liberación de la imaginación, porque
nos permite escapar de cualquier realidad durante el tiempo que decidimos leer
o escribir. El escritor es un libro abierto que clama por un marcapáginas que
logre estabilizar su actualidad permitiendo vivir otras vidas en otros
escenarios, en otros tiempos. Somos lo que leemos y la escritura precede
siempre de una puerta abierta que supimos entornar. Si bien mi escritura no es
tan profunda como la de un erudito o filólogo, considero que soy una puerta o
camino hacia la búsqueda de la profundidad. Y ese pensamiento me disparó un
lindo recuerdo de la infancia.
No se trata del síndrome del impostor.
En el caso de un escritor el síntoma fundacional es no sentirse creador, no del
todo. Se teme al que nos desenmascare al grito de que no somos escritores. Para
evitar esa critica que lacera, opté cobardemente durante mucho tiempo en no
llamarme ni sentirme escribidor. Pero lo soy, busco un estilo, un lugar, un momento. Y mis
características pueden ser similares a las de un sesudo lector. Abro puertas,
ahora con el masivo desarrollo de redes sociales, podríamos decir que soy aquel
influencer que abre un hilo y busca un desarrollo. Luego estará en el otro
investigar aún más para continuar con la temática o con la idea.
“Cada uno vive en el mundo que es
capaz de imaginar”, dijo Julio Verne. Para poder acceder a ese mundo es
necesario encontrar una puerta de entrada a ese viaje que enseña deleitando. El
término profundo se utiliza fundamentalmente en contextos culturales donde se
lo asocia a la reflexión. Paul Auster define a los artistas como personas
defectuosas que no encajan en el mundo. Es una pulsión interna, una introspección.
La literatura tantas veces es profunda, aún cuando el escritor no haya salido
de su pueblo. Lo importante es la profundidad con que miras y las voces que
puedes desarrollar. El triunfo del escritor es encontrar que otra persona
sienta cosas con aquello que uno comunica, tal vez esa sea la manera de cerrar
la puerta que alguna vez abrió la lectura, cuando era bien pequeño.
Cuando preparo una entrada para este
blog siempre trato de investigar por más información, aun cuando escriba sobre
cosas personales. Abunda el material si uno sabe buscar. Leo, analizo e
incorporo conceptos. Pero luego trato de sostener una profunda capacidad de
síntesis para no abrumar o para no errar. Abro la puerta de una pregunta y
trato de alcanzar un desarrollo y redondear un desenlace. Creo que es buen
autoconcepto porque esta bitácora apenas contempla posibilidad de instalar
interrogantes o curiosidades. Está en el posible lector quedarse con la idea o
lanzarse tras una búsqueda, tal como yo hago. Y buceando en porque opto por lo
que opto, me topé con el recuerdo de una pequeña colección -por el tamaño de
los libros- que durante mi educación primaria me cautivó por sus portadas, por
sus ilustraciones interiores y por resumir una obra universal en treinta y seis
páginas de la medida de seis centímetros de ancho por ocho de alto. Esa
literatura de formato tan pequeña - de verdad de bolsillo - abrió una puerta a
la literatura universal y aún prosigue abierta.
Podría tratarse de una colección de
más de ochenta títulos. Acompañaban la revista infantil semanal de Hijitus y de
Larguirucho. Los inicios de la década del setenta propiciaron en estas revistas
de la editorial de García Ferré el agregado gratuito de un librito de la colección
de obras de la literatura universal. Clásicos de siempre, palabra que tal vez
no comprendía su alcance. Autores como Conan Doyle, Dickens, Bécquer, Ghosh, Stevenson,
Sarmiento, Scott, Defoe, London, Poe, Cané y tantos se mezclaban con los que ya
eran conocidos por algunas lecturas iniciáticas, tal Dumas, Salgari o Verne.
Fueron títulos que atrajeron a un incipiente lector y desprevenido, que de tan
desprevenido -y pequeño- ni sabia que ya era lector.
Esos minilibros marcaron mi infancia,
de tal manera, que me había olvidado de su existencia. Parece absurdo pero no
lo es, bastó profundizar porque me consideraba una puerta a la escritura
profunda, para que resurgieran con fuerza. Cuando un recuerdo perdura aún en el
inconsciente, significa que desarrolló un estilo de comunicación que dejó huella,
por lo sencillo pero eficaz, por que marcó tal vez una época, donde una
editorial para niños incluía a la distracción y entretenimiento la posibilidad
de formación y de contactar con la cultura, abrir su puerta. Y no temer en caer
a un abismo. No había internet ni teléfono móvil, no se anunciaba más que en
las propias revistas del grupo editorial, pero pasados más de cuarenta años,
todavía recuerdo varias láminas gigantes donde volcar la colección de cada año
de los chocolatines Jack, las gigantografías o fotos de determinada fiesta
patria y aquellos librillos, que con extraordinarias portadas y dibujos interiores,
te permitía presumir de que iba la trama, si es que todavía no eras un gran constructor
de historias.
Con el paso del tiempo, recuerdo aquella
colección, cuando al avanzar los programas de literatura del colegio secundario,
me topaba en clase con la lectura obligada de Juvenilia, El beso, De los Apeninos
a los Andes o Recuerdos de provincia. Alguna vez escribí sobre aquella colección Robin Hood que regó de letras
mi infancia. El otro recuerdo que debería ser imborrable es este, justo el que
volvió luego de un vahído de décadas, que se llamaba Joyas de la literatura
universal. Y la mejor rememoración me devuelve a aquellos viernes donde mi
padre, al regresar del trabajo, me traía la revista Anteojito, el Gráfico y Goles.
A eso le sumaba que mi madre me compraba Las aventuras de Hijitus y Las
desventuras de Larguirucho, y que mis tías me permitían leer a La pequeña Lulú,
Periquita, Archie, Mafalda, Patoruzú, Patoruzito y Las locuras de Isidoro. ¡Que
infancia aquella!
La lectura no era redituable,
rezongaba mi madre. A los pocos días ya había arrasado con todo el material y
mi cuerpo pedía más. Debe haber sido así que las historietas y comics dieron
paso a los libros. Y allí mi madre me abrió las puertas de la colección Robin
Hood, donde más de un título habrá sido escogido gracias a aquellas
ilustraciones de Leandro Sesarego de los libritos de la revista de Hijitus, que
guardaba ordenadamente en varias cajas de zapatos. Estaban organizados por
orden de aparición y creo que ese puede haber sido mi primera experiencia de organizador,
acto que sigo repitiendo maquinalmente casi sin darme cuenta. Y a medida que
escribo, añoro esas cajas de zapatos que alguna de las mudanzas, habrá dejado
en territorio indigno.
Hoy que no nos damos cuenta que la
humanidad parece conducirnos a anular la capacidad de estar solos con nuestros
pensamientos, obligándonos a interconectarnos y actualizarnos a cada momento,
el recuerdo de esas tardes de lectura, revisión del estado de la colección y renovación
de la caja de zapatos por una más presentable, recuperó la magia de aquella
infancia que fue única, porque el paso del tiempo hace cada momento singular y si
bien, persisten niños que leen cuentos y novelas, aquellas tardes sin conexión,
juegos electrónicos ni adsl, aquellas adaptaciones tan bien resumidas me
devuelven a una sensación de tiempo detenido, que tal vez solo regrese en el momento
de la ultima vejez. Si la lectura esta vinculada a la afectividad, presumo de
haber vivido rodeado de afectos.
Generaciones de escritores se identifican
con fechas que marcaron sus carreras. Puede que un día las generaciones de
lectores se identifiquen con las colecciones que conocieron de pequeños. Una colección
no es siempre una recopilación de objetos raros, más bien la puedo definir como
una fuente de valores con protagonistas y antagonistas que permiten discernir
comportamientos y acercarnos a la realidad, aunque lo real casi nunca se
cumpla. La colección de microlibros de García Ferré tal vez marcó el inicio de mi
literatura, una aproximación a los clásicos. Lo que si marcó fue un recuerdo imborrable,
la satisfacción de despegar el ejemplar con goma de la revista sin dañar su
contratapa, mirar ávido la tapa y contratapa bien abiertas – las tapas se
continuaban en su contratapa - y conocer un nuevo escritor, hacer una rápida repasada
a las ilustraciones del interior y dejar ya memorizado el nombre del libro.
Hablar con mi madre de ellos mientras mantenía el orden de aparición en mi caja
de zapatos – mi primera biblioteca – e imaginar sobre que iba la obra.
Una conversación en mi terapia revivió
el recuerdo de aquella colección, internet me invitó a desear recuperarla,
gente que vende aún esa antología me permite recuperar aunque sea parte de los títulos.
En España se publicaron treinta y seis ejemplares a través de una revista de
Petete, de la misma editorial. En Girona me espera la mitad de la colección. La
otra mitad, se la encomiendo a mi cuñado en Buenos Aires. Recuperando esa
puerta tal vez perfeccione el pórtico que aproxima mi escritura a una
perfección semántica, porque por lo que veo, la perfección de mis sentimientos,
emociones y recuerdos está en buenas manos, almacenados en cajas de zapatos dentro
de mi inconsciente que es mi biografía….
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