“El recorrido por la autopista es por
lo tanto doblemente notable: por necesidad funcional, evita todos los lugares
importantes a los que se aproxima; pero los comenta. Las estaciones de servicio
agregan algo a esta información y se dan cada vez más aires de casas de la
cultura regional, proponiendo algunos productos locales, algunos mapas y guías
que podrían ser útiles a quien se detuviera. Pero la mayor parte de los que
pasan no se detienen, justamente”.
Marc Augé
De un tiempo a esta parte hay algunos lugares donde me molesta estar. Me siento invadido, extraño e incómodo. Los evito pero cada tanto hay que ir, a veces los necesito. Me falta el aire, me siento vulnerable, anhelo salir lo más rápido posible, es una extraña sensación que se repite constantemente y que el día que la comenté en mi terapia me enteré de que tiene un nombre: “el no lugar” y recordando la caverna de Platón, comprendí porque disfruté con tanto dolor La caverna, de José Saramago.
Aquel libro del año 2000 profundizaba
la necesidad del escritor portugués de escribir sobre las pérdidas del hombre.
No solo el empleo, como es evidente, sino los espacios de comunicación, de visibilidad.
Situaba gran parte de la trama en un centro comercial, lugar donde según Saramago
“la ausencia de comunicación es total”. Los grandes almacenes parecen
reemplazar a las catedrales o universidades, salvo que la gente no se arremolina
para conocer, saber, orar, si no para olvidar o para buscar lo más fantástico
de las posibilidades. El centro comercial es uno de los lugares donde me ahogo.
Durante un tiempo pensaba que era
evidente que yo no disponía del poder adquisitivo para comprar y comprar, como
era la cultura con la que me topé al llegar a la península. Para todo se sacaba
un crédito, se cambiaban las gafas, la funda del móvil, el coche, las camisas.
Yo me ahogaba porque llevaba solo saldos o marcas blancas y durante un tiempo
pensé que era vergüenza.
El otro lugar es la terminal. Pero sobre
todo, los aeropuertos. Me pasó por primera vez hace unos años. Sin ocupación -desempleado-
, acompañaba a mi mujer a un viaje de trabajo y sentía al arribar la falta de aire
y de privacidad más absurdo de mi vida. Nadie te mira, todos marchan de un lado
al otro -salvo los sentados que esperan abordar o un trasbordo- pero me percibía
como un farsante porque entre tanto movimiento, yo en ese momento de mi vida,
no lograba ir hacia ningún lado, estaba paralizado. Era necesario salir cuanto
antes de allí y recuperar mi dignidad mancillada. Lo pasaba mal, muy mal. Si
bien esa sensación ha desaparecido al recuperar la actividad rentada, sigo
manifestando ese malestar al llegar a una terminal y tener que avanzar hacia
una salida o puerta de embarque.
Y tenía un nombre, y desde los
noventa. Marc Augé lo definió como los no lugares. El no lugar es el contexto
de todo lugar posible pero con referencias totalmente artificiales. Pero esa
sensación también suele extenderse a tu propia casa. El no lugar ocupó el espacio
más personal posible, han ocupado el lugar del hogar. El televisor, el ordenador,
portátil, Tablet, móvil, los auriculares, el ruido nos están arrastrando hacia
un no lugar permanente. Los aparatos de la tecnología no están portando en
nuestro cuerpo la constante referencia del no lugar, como si no pudiéramos soportar
el silencio. Nos han vendido que para la creación no hace falta la caverna que
vela por nuestro interior, lo que importa es el delineador o maquillaje que
permita la creación. El volumen o el ruido acallan el interior, hoy crear es
estar en tensión. No lo imagino a Saramago escribiendo bajo tensión.
La caverna se convirtió en menos de
veinte años en una distopia, como piedra de toque que nos debía permitir
incidir sobre esa tendencia social que hoy nos lleva a situaciones poco
deseables, como es la de ir a pasar “tiempo” en familia a un centro comercial
buscando el lugar que conforme a todos, la monotonía. Tal vez Augé lo advirtió
primero porque Los no lugares es una novela
de 1992 pero que llegó a mis manos recién este año, cuando la revelación de que
mi angustia ya estaba analizada y que otra vez, me quitaba el protagonismo ante
una nueva angustia universal. Aquel lugar donde el individuo se siente solo,
ignorado, mudo ante una multitud que fluye y fluye pero que realiza contactos
transitorios y solitarios condenados a no reencontrar mas que un desesperado
pasatiempo es lo que cristalizó como no lugar.
La situación parece que se agrava cuando
entran en juego situaciones de crisis económicas y políticas. Es el refugio absurdo
donde nos arremolinamos cuando descubrimos que no podemos huir del discurso.
Merodeamos terrenos inencontrables. El tercer lugar que me acomete en aquel
listado inicial es mi añoranza, en mi cabeza se sucede la resistencia de esos
lugares a donde vamos a parar y que difieren radicalmente de nuestro pasado, de
nuestra esencia. El viaje a Buenos Aires en vez de devolverme a mi margen me lleva
hacia un no lugar, hacia el terreno desbastado por donde caminan mis seres
queridos, y yo no los quiero dañar remarcándoselos. Es un no lugar porque solo
existe en mi cabeza, en mi pensamiento. No siento ya reparo al llegar al aeropuerto
de Ezeiza, salvo porque veré a mis padres. A una persona educada en valores,
llegar a Buenos Aires es confirmar que se profundiza que es el reino del sin
valores.
Ese descentramiento que me acomete en
ciertos lugares está estudiado. Hasta el ser humano se ha desplazado con
respecto a sí mismo. Llevamos un teléfono a todos lados, que ya no es solo teléfono,
es red social, correo electrónico, cámara o filmadora, Google maps, apps, Blogger,
es todo lo que puedas pensar. Somos también parte de lo efímero y de tránsito. Pero
este no lugar que es nuestro cuerpo no me paraliza como los otros mencionados.
El no lugar tiene la magia especial de ser un instrumento de medida interpretable,
un lugar puede constituirse en lo que para otro es un no lugar. Frente a mi
ordenador, parezco tener el control de la situación mientras que en una zona de
tránsito como lo es un aeropuerto me siento expuesto, avergonzado. Vivir en una
sociedad de consumo permite pasarse del otro lado del espejo, hacerse uno mismo
imagen. En un aeropuerto me encuentro envuelto en un paréntesis que me ha llevado
a un lugar donde no cuadro, donde no puedo disimular que no voy hacia ningún lugar
de velocidad empresarial. Pero en mi ordenador o teléfono no debo dar cuenta a
nadie, quiero creer que es mi espacio neutro. Frente a mi portátil no debo
mostrar mi documento, mi tarjeta de crédito, sortear el escaner y las cámaras
de seguridad. Pero no es así, mis datos de navegación, mis gustos, mis hábitos,
tal vez mis secretos están todos observables, el visor de la cámara me apunta a
la nuez a cada navegación realizada. En el sitio más estático posible -el
ordenador- me siento dinámico. Es absurdo.
Hace unos meses estuve con un amigo en
Madrid para un evento futbolero. Retornando al hotel luego de horas de tensión
y emociones futbolísticas y del regreso a mi lugar mental -el futbol, la
amistad y un logro deportivo- nos encontramos con hambre muy entrada la noche.
En las afueras de Vallecas lo único posible era la comida rápida de Mac Donald
y su servicio 24 horas. Y me sentí bizarro al acometer una fila entre coches
donde mi amigo y yo éramos caminantes. Unos avanzaban con primera y nosotros
con nuestros pasos, pero nos hicimos con las reparadoras hamburguesas, patatas
y refrescos. Ahí comprendí que hay más no lugares, ya que el servicio 24 horas
está pensando para que no te bajes del automóvil, para que todo sea un
tránsito. Fue gracioso pero podría haber sido patético, depende del no lugar de
mi mente. En este sitio dinámico como esa fila, no tuve que convertirme en automóvil,
pero casi casi. Caminé sin disimular que no tenía muchas marchas para ofrecer
al resto que me acompañaba con sus distintas gamas en la fila.
La discusión sobre lo que es un lugar
o no lugar explican gran parte de la producción cultural de los últimos años
del siglo XX. En mi cabeza busco el anonimato pero me flagelo ante un supuesto
publico que no me observa. En aquellos tiempos de desempleado, no me permitía
acercarme a la playa salvo los fines de semana. La playa, la arena, la reposera,
el libro, los amigos y el mar parece ser para mi el lugar donde se justifica el
estar todo el día sin hacer nada. Pero para justificarlo, debía antes haber
hecho todos los convencionalismos requeridos. Hoy vuelvo a disfrutar la temporada
de playa, siento gozo y satisfacción de tirarme en la arena a no hacer nada
durante diez horas, donde mi cabeza huye de mí y de los diversos discursos. De mis
no lugares tan sufridos, llamémoslos intermedios como decía el
gran Saramago…
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