“Los hábitos son los mejores amigos de
un escritor”
Donald Murray, periodista, escritor y
profesor estadounidense.
A veces desgasta encontrar un tema. La lectura de periódicos o revistas no arrojan nada interesante. Cuando la cosa se pone fea, de repente una sola frase en un artículo oficia el milagro, aparece la temática. Y de a poco me encuentro con tres carillas de Word que me terminan de cerrar, me suele gustar lo que escribo. Sentir la enorme sensación de que siempre hay algo de lo que vale la pena escribir, me hace sentir un tipo que tiene los bolsillos llenos de vida. ¿Será esto lo propio de un hábito?
Se vive rodeado de gente que aspira a
escribir, pero este es un hábito que no es fácil de desarrollar. Disfruto
cuando las palabras surgen de mi teclado, pero soy consciente que fue fruto de
una constancia, de una implementación de hábitos, de forzar una rutina a mi
cerebro. Un hábito es tan poderoso que logra que nos aferremos mentalmente a
ellos y excluya todo lo demás. Es necesario sentarme a escribir, no porque lo
estén esperando sino porque es una manera de organizar mi rutina. La duda es si
el escribir es un buen o mal hábito. Lo único que sé es que necesito escribir,
cambiar de hábitos me resulta tan complicado. Algunos afirman que solo cambian con
facilidad de hábitos aquellas personas que han estado cerca de la muerte. El
escritor en cambio suele morir regularmente.
El hábito de escribir se instaló
silenciosamente, tal vez en puntas de pie de una talla cuarenta y seis de pie
plano, para mayor precisión. Se interrumpió casi una década, donde se reemplazó
por una lectura voraz, tan enfermiza como el hábito de la escritura. No me
enfrenté a la ardua lucha de la pagina en blanco, no era necesario, abría otro
libro, descubría otro escritor. No puedo determinar si leía por placer o por una
especie de duelo. Cuesta horrores leer para desarrollar una valoración crítica
y razonada, porque es ahí cuando se desarrolla otro mal hábito: el de sufrir la
realidad. Pero no me apuraba por escribir. Había algo interior que sabía que un
día redactaría sin más esas quinientas palabras reparadoras que devolverían el
hábito. Ese detalle describe la afición como una enfermedad paciente.
No me aburre observar el mundo, solo
que me duele. Es otro hábito, el de la conciencia. Mi vista, oído, tacto u olfato
están a disposición del teclado, procuro encontrar el tema. Tengo un archivo
con temas que ayer me parecieron esenciales y tal vez, hoy, horrendos. Eso
desarrolla otro de mis hábitos, el de la reacción. Prestar atención a lo
inesperado y que se convierta en palabras deseadas, esperadas, actuales. Empujo
tanto a mis sentimientos que inflaman mis pensamientos sin conseguir que dejen
de conmoverme mis reacciones personales. Estudio igual mi vida, de ahí tantas
somatizaciones. Tal vez sea otro hábito, el de responder a pecho descubierto.
Una vez que traspaso la puerta de mi
cerebro, no suelo tener idea de lo que estoy escribiendo, de como lo estoy haciendo.
Pero le encuentro relación a una frase aislada, descubro una correlación con
mis experiencias. Una línea suele tener el peso o tensión que se libera cuando
el párrafo se escribe solo con unas pocas palabras, con una oración o con una
parrafada. Cierro una entrada y de manera enfermiza, ya estoy pensando en la
que viene, si viene y como vendrá. Es como si estuviera fuera del mundo, procesando
una información que no interese, pero a mi me resulte esencial desarrollar.
Suelo decir que necesito de la gente cercana para poder pensar en lo que escribiré.
Ese ruido ambiente es el que me permita pensar sin darme cuenta de que estoy
buscando la temática. Dicho así, suena de una deslealtad pasmosa con mis pares.
Tengo que ser desleal para encontrar lo novedoso en la rutina, pero ¿cómo
explicarlo? A veces necesito aburrirme tanto para sentirme interesante.
Pero escribo en un mundo que no lee, o
lee menos. Y cuando habla, piensa y escribe denota que lo de la evolución no es
prioridad. Y defiendo al lingüista que llevo dentro, mas que al periodista que
no me siento o el escritor que no llegó a publicar. Y escribir en un blog te
condiciona, porque el sentido común de la era digital aconseja que me adapte al
estilo o hábito de los lectores. Pero no me interesa porque tengo otro hábito,
el del individualismo colectivo. Trabajo en grupo por convicción, pero encierra
a un individualista perverso porque necesito del grupo para considerarme
distinto. Uff, me estoy complicando y es posible que lea esto mi psicóloga, porque
sé que cuatro carillas Word no le condicionan.
Tal vez ella me puede explicar porque
creo tener una falta total de confianza en mi talento si lo que escribo surge
de la convicción, de la regularidad de mi sufrida coherencia, de la absoluta
confianza en se puede disentir de lo que escribo, pero no sin razonamiento o
fundamento. Esa tal vez sea mi mayor fortaleza, no te quiero modificar tus
hábitos. No soy masivo ni delicatessen, cuando leo tengo la tendencia de sentir
que no les llego a la suela de los zapatos al peor de los “negros” que editan
su miseria. No dejo porque tengo el hábito de seguir insistiendo. Soy tan
cerebral que necesito tropezar semanalmente con la piedra que nadie tropieza.
Mis textos acaban en el momento en que
los publico en este blog. Pero a la semana puedo sentir que esa no era la idea
inicial, la liberación de mi inconsciente que no consiente la relectura para
cambiar o que necesita de varios puntos de vista que condicionen. Escribo
porque me gusta, escribo porque me distingue, me distingue que nadie me lea, no
me duele ya eso de que te digan que hace bastante que no te leen. Escribo porque
tengo otro hábito que trato de no revelarlo en forma frecuente: escribo porque
tengo la obstinada estupidez de seguir en ello…
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