“En realidad, no
hay personas homosexuales, como tampoco existen personas heterosexuales. Las
palabras son adjetivos que describen actos sexuales, no personas. Los actos
sexuales son completamente normales; si no fuera así, nadie podría realizarlos”.
Gore Vidal.
"He
puesto toda mi genialidad en mi vida; en mis obras sólo está mi talento"
no debe ser considerado uno de los tantos aforismos que perduran de Oscar
Wilde. Es una frase que encierra una verdad absoluta, convirtió su vida en su
más grande y cuestionada obra. Se convirtió en su creación o se prefiguró en
ella. La típica historia del hombre que murió a causa de la humillación y
ridiculización de sus conciudadanos que renegaron de él, atizándole y dándole
la espalda. Hoy, no puedes disfrutar una visita a Dublín sin la mención en su
recorrido de la palabra Wilde. Hoy, Oscar Wilde es sinónimo de orgullo para su
tierra y el polvo apenas queda de los que lo juzgaron en su tiempo.
Lo mismo sucede en rutas turísticas de
Londres o París. Después de William Shakespeare, es el escritor en lengua
inglesa traducido a más idiomas. Pero murió pensando que su obra jamás volvería
a ser leída y que su nombre seguiría siendo salpicado por una relación entre
corrupta o perversa. También en eso se equivocó. “Mis deseos son órdenes para
mí”, quizás grafique ese espíritu extravagante que le trasmitió un carácter
inquieto, revoltoso, provocador o infantil. Esta resulta una entrada difícil de
escribir, porque de antemano no suelo comulgar con la extravagancia y sus altos
perfiles. Pero comparando el escribir con un ejercicio, mi forma de pensar y
actuar también requiere de un ejercicio de comprensión de actitudes que me
ruborizan y hasta enojan. Es una manera de obligarme a descatalogar parte de
esos prejuicios homófobos que nos acompañan a todos, hasta a los más amplios.
Siempre se mencionan los prejuicios
latentes en la sociedad victoriana, fundamentados en constantes contrastes
entre la opulencia de lo extraordinario y la extrema pobreza de sus clases más
populares. La riqueza era considerada el resultado del esfuerzo, del trabajo y
de la inteligencia, mientras que la miseria era el obvio resultado de la pereza
o incapacidad. Esta filosofía hipócrita del pensamiento aplicaba una especie de
darwinismo a la evolución de las sociedades, la competencia de clases impartía
beneficios a una buena genética, fruto de la alcurnia, educación y
refinamiento. La hipocresía parece no ser una cualidad solo victoriana, en eso
se puede sustentar un imperio universal de la comedia y mojigatería.
La Inglaterra victoriana fue la
principal potencia económica del mundo durante todo el siglo XIX, poniendo de
manifiesto tantas cosas como así también, las cuestiones morales encorsetadas y
reguladas por una glacial hipocresía. Para Oscar Wilde la vida era un enorme
escenario teatral donde él intentaba campar a sus anchas. Se inspiró sobre la
base de no simpatizar con la vulgaridad de su sociedad farisea transformándola
a su antojo. “Dale una máscara a un hombre y te dirá la verdad”, ciertamente
una máscara es un disfraz que oculta nuestro rostro y que nos hace creer que la
identidad que tenemos es distinta a la real. Ocultarse parece ser una eterna
reacción humana que surge ante el temor de ser juzgados. De ahí que suelen
primar un entorno donde prevalecen las apariencias por encima de los
sentimientos reales, crueles que nos habitan. Pero a la mayoría, las mascaras
no logran disfrazarles, sino que, tristemente, las revelan.
Y esa sociedad lo encumbró, lo llevó
en andas con sus vítores para que luego esos mismos fueran los que lo
humillaran y ridiculizaran. Oscar Wilde sucumbió a los pecados de esa sociedad
hipócrita y a sus propios pecados. Es el día de hoy que muchos creen que fue
procesado por homosexual, cuando ese termino aún no se acostumbraba a llevar.
El desenfreno era el pulso de vida de Wilde y también el descaro. Placeres e
intoxicación lo atraparon en un escándalo que nunca supo gestionar. Wilde pecó
de vanidoso y orgulloso a niveles de suicida. Demasiada confianza en su aura,
en su talento e irreverencia no le permitieron deducir que una ofensa del
Marqués de Queensberry (el padre de su amante, Lord Alfred Douglas, le llamó
sodomita) no pasaría de una ofensa y terminó en una bola inmensa que arrojó tres
procesos jurídicos y la peor de las acusaciones: promiscuidad con adolescentes.
Y dos años de trabajos forzados en la prisión de Reading. El hombre
acostumbrado a trasgredir y desafiar las leyes creyó posible que la ley le
asistiera. No fue así.
Conoció la otra cara. Su vida cambió
de un plumazo y si bien aún tuvo tiempo para escribir obras profundas como “De
profundis” y “La balada de la Cárcel de Reading” que visto su trayectoria
literaria son dos clásicos obligados, pero en la vida real solo literatura
profunda para una persona que su vida ya estaba arruinada. Murió en el
destierro parisino donde intentó recrear en grageas su grandeza. Vivió gracias
a la ayuda de amigos y admiradores, pero ya no tenia animo para escribir, para
revertir la historia. El poder te encumbra, pero te destroza. El mérito de cada
ser humano es conocer sus límites, y la provocación no suele ser modesta. Murió
dos años después y su sepelio estuvo rodeado de miseria de sexta clase.
Deambuló de cementerio en cementerio, pasando del de Bagneux hasta que nueve
años después, en 1909 reposó en Pére Lachaise, gracias a la venta de las obras
de Wilde, que también le permitieron cancelar sus deudas.
La tumba de Jim Morrison es visita de
culto en el cementerio ubicado en el XX distrito. Comparte “reposo” con Edith
Piaf, Isadora Duncan, Frederic Chopin, Sarah Bernhardt, María Callas, Colette,
Eugene Delacroix, Moliere, Marcel Proust e Yves Montand, entre tantos. Pero en
el paseo que todo turista encara a este cementerio hay una parada obligada en
la calle Carette. “The coward does it with a Kiss” de la Balada de la cárcel de
Reading fue tal vez mal interpretado, porque en castellano dice algo así como
Aunque todos los
hombres matan lo que aman,
Que los oiga todo el
mundo.
Unos lo hacen con una
mirada amarga,
Otros con una palabra
zalamera;
el cobarde con un
beso,
¡El valiente con una
espada!
lo que ha generado otra vez el caos
rodeando a Wilde, porque cada visita que se acercaba a ofrendarle su devoción
hizo costumbre de dejar en la tumba la marca de lápiz labial. El romanticismo
del gesto deterioro el monumento, el carmesí con restos grasos atravesaba la
piedra, derruyendo. Se probó con una multa y luego con una mampara aislante. El
poeta nacido en Westland Row, Dublín, no supo nunca de medias tintas. El hombre
que en su única novela duplicó la imagen como el espejo no pudo resignar ni
revertir su suerte en los años finales de su vida, no pudo comprender que la
vida te da grandeza y placer, pero lo matiza con decepciones y desengaños. La
gran obra de teatro que supone vivir necesita glamur, sencillez, humildad, provocación,
sumisión, devoción e hipocresía. No se explica la vida sin estos componentes.
Oscar Wilde no se pudo explicar cómo su obra fue la premonición de su vida,
viviendo como artista de si mismo y su muerte la resurrección como un nuevo objeto
de culto, donde más allá de cualquier sociedad o época, el pulso de vida se
sigue rigiendo por la excitación de los ideales o espíritu y el reflejarse en la
máscara de la tragedia reflectada en la hipocresía, desengaño y autoengaño…
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