“Incluso
la tecnología, que debería unirnos, nos divide. Todos estamos conectados, pero
aun así nos sentimos solos”.
Dan Brown
– Escritor.
Hasta
hace bien poco no formaba parte de mi vida. La resistencia por incorporarme a
esta aplicación demoró mi ingreso, ayudado porque todavía no tenía un smartphone.
Bastó que comprara un receptor con sistema operativo acorde a la aplicación, para que el WhatsApp ingresara a mi día a día. Y más allá de los primeros
mensajes individuales, lo que primó fue la pertenencia a diversos grupos:
amigos, compañeros, club de fútbol y familia. Y con el correr del tiempo, la
tentación de abandonar alguno de ellos... El pertenecer a tantos, estimo, me ha hecho perder la capacidad de comunicación, aunque parezca
contradictorio. A veces es tóxica la comunicación en ellos, todos tenemos
un spam conocido.
Y en
muchos grupos, mi comunicación es pasiva. Leo los mensajes, escucho los audios,
veo algunos videos, pero participo poco y nada. Y hasta sostengo, de momento,
la costumbre de saludar los cumpleaños de manera personal, hábito
que me permite, todavía, seguir usando el llamado telefónico que se está perdiendo, salvo estas y contadas excepciones. Hoy todo el mundo se considera
cumplido al saludar con un mensaje de WhatsApp o Facebook. Formo parte del sistema, hago bastantes de las
mismas cosas que el resto de los habitantes tecnológicos, pero creo que
conservo aún la gentileza de llamar o escribir por privado, tal vez porque la forma vigente me hace sentir más solo, algunas
veces desamparado y más de una vez, abandonado.
Al
principio participaba en todos los grupos, pero poco a poco como que se instaló
en mi mente la “aplicación” del cansancio, de la pereza. Lo primero que debo
hacer al generarse un nuevo grupo es silenciarlo, porque la diferencia horaria
trastocó, al comienzo, mis rutinas de sueño por la continua señal sonora de un nuevo
mensaje. Viviendo a la distancia de varios de los integrantes de los diversos grupos,
conservo el agradecimiento a la aplicación por sentirme cercano a la gente que
quiero, aunque no pueda más de una vez, evitar sentir la tentación de
abandonar más de uno.
La gente
de marketing o del departamento creativo de WhatsApp ha diseñado conceptos
contundentes como “abandona el grupo”, “saliste”, “salió” o la misma fuerza que
la palabra “grupo” desprende. Es una losa en tu sistema nervioso, tanto si tú eres
es el que se va o si es un conocido o familiar. Se ha ido, ha salido, se fue,
algo pasó, ¿alguien le habrá dicho o hecho algo?. Son minutos de total
desconcierto o frustración, nada duele más que un conocido, sin mediar explicación,
abandone una de estas comunidades. Tantas veces un mensaje privado intenta
saber qué fue lo que precipitó la salida. Y no suele haber respuestas que desconcierten, más cuando el motivo de la salida es el aburrimiento, el falso consenso, el espiral del silencio o la ignorancia pluralista.
Los
medios de comunicación ejercitan como nadie ese concepto de falso consenso.
Tantas veces una minoría influyente y activa determinan lo que es normal o veredicto.
Tenemos la opción de protestar y buscar otra referencia comunicacional. Pero en
un grupo cerrado es difícil, el temor a disentir y ser marginado es fuerte. De ahí
que opiniones que no tienen réplica, actúan en la mente del que las dirige como
que las adscriben la mayoría del grupo. Al
momento de recibir un vídeo, uno se toma el trabajo de verlo por más que su
duración desmotive, pero lo que desalienta aún más es que comprendas que a ese vídeo le merece un comentario, y le devuelvan a tu opinión, el silencio como
reflexión, aún de la persona que lo envió. El silencio tantas veces es
una respuesta. Parte de ese mutismo incómodo lo genera el hecho que mucha
gente envía algo por repetición y no porque persiga un afán de comunicación y
debate. Lo que me ha generado la pasividad de ver sin más ese
documento, o directamente no mirarlo.
El
silencio es habitual y contradictorio en este medidor de popularidad que
ofrecen las redes sociales. La contestación urgente sigue siendo posible a través
de un llamado telefónico. La imperiosa necesidad de respuesta genera desmedida
ansiedad en las aplicaciones, sobre todo si estamos pendientes de las tildes
que llevan nuestros mensajes y sus colores para saber si han sido recibidos. No
hay que fiarse del doble check leído. Y si las dos tildes están pintadas de
celeste, es desbastador observar que la respuesta no está en camino de ser
recibida, a través del celestial “escribiendo” de color verde. Somos una
comunidad, pero de gente ansiosa.
Otro
evidente problema es la interpretación que le damos a determinados mensajes. Un
emoticono nos puede llevar a la máxima confusión interpretativa. Lo que en un
principio se generó para fomentar y afianzar la conexión, termina desconectándonos.
Aun no comprendemos que la virtualidad tiene consecuencias en la vida real. Y que,
si lo analizamos profundamente, todo parece ser eventualidad ya que los tópicos
determinan que existen verdades absolutas cuando en realidad existen
interpretaciones tan diversas de la misma vida, que resulta imposible definir
nada como absoluto. La forma cada vez más agresiva de expresar nuestros
pareceres no genera contundencia en la expresión, sino en una incomunicación
más manifiesta. Ante el peligro de enfrentarnos a un conocido o ser querido
dentro de estas comunidades, algunos optan por el silencio, y otros,
lamentablemente por la cruenta confrontación donde no suele ganar nadie.
Se
manifiesta la tendencia de que en un grupo no procede el preguntar si nos pasa
algo. Evitamos particularizar las conversaciones convirtiendo el contacto en
algo genérico y con poca trascendencia. La temática es amplia, pero la
generalidad conduce a lo banal, no a la profundidad. De ahí que, en tu propio
grupo familiar o amigos de toda la vida, tantas veces se desconozcan
situaciones tan elementales como estados de ánimo, preocupaciones, penurias, tristezas,
soledades o vacíos. Formamos parte de comunidades de la alegría o dispersión, parece
inadecuado mostrar emociones psicológicas, de ahí que pocas veces aprovechamos
la existencia de un grupo para socorrer a alguien que sabemos que se siente
solo o afectado. No hablo de enfermedades médicas, ahí la solidaridad es
inmediata. A veces nos alejamos de ese achuchón que todos necesitamos más de
una vez pero que en la virtualidad, hace tiempo que no llega. Es más fácil
arengar políticamente, compartir chistes o situaciones graciosas que intentar
llegar al corazón de un ser querido que no la está pasando bien. Y eso que los
videos motivacionales o de sentimientos sean los que más abundan en nuestras
redes de contacto.
La última
inclinación que destacar es esa práctica de incorporarnos a grupos para al poco
tiempo no disimular la falta de química entre sus integrantes. Habitamos grupos
por supuesta afinidad que se desnaturalizan desde su origen. No está resultando
fácil la convivencia y el conflicto se enciende ante la primera excusa. No
somos capaces de acercarnos emocionalmente al afligido, pero somos propensos a
despedazar al que no se expresa como deseamos. La radicalidad abunda en las
comunidades, más de una acalorada discusión nos ha dejado mal sabor de cuerpo y
alma, pero llegado el caso, la repetiríamos como si la misma piedra estuviera
dispuesta para el continuado tropiezo. Es claro que la virtualidad le gana a la
realidad. En los grupos humanos -los que no se generan en la infancia- tantas
veces priman diferencias que nos hacen irreconciliables o no aptos para la
frecuente afinidad. La contaminación de los mensajes nos afecta fuera de las
aplicaciones, adentro se traslada esta situación. Abandonar un grupo humano
para buscar otras alternativas siempre ha sido una posibilidad. En el mundo
nuevo de la virtualidad tecnológica, aún es un drama salirse de un grupo de
supuesta afinidad o pertenencia…
No hay comentarios:
Publicar un comentario