“Internet es
como cualquier otra tecnología, básicamente neutra, puedes usarla en formas
constructivas o dañinas. Las formas constructivas son reales, pero muy pocas”.
Noam Chomsky
Un martillo no tiene fundamento de ser
sin un clavo cerca. Para clavar una punta se necesita un golpe seco que
reemplace la energía de varias personas pujando para lograr que se introduzca,
por ejemplo, en un taco de madera. El martillo golpea fuerte y el clavo no
golpea, en realidad es golpeado y en el golpe, suele perder su forma inicial.
Pero es con ese impacto como se sujetan las cosas. Si solo disponemos del
martillo no se podría ajustar nada a la pared. Se necesita el clavo y se
necesita la pared o superficie donde se eternice el golpe. Por ende, entre los
tres elementos se forma una red de posibilidades. Teniendo en cuenta que los
primeros martillos datan de la Edad de Piedra, el concepto de red se instaló
desde los primeros tiempos en el desarrollo de la humanidad. Es decir que
trabajar o vivir en red es anterior al boom tecnológico. La red ya estaba
concebida, solo es ahora cuando usamos permanentemente su palabra para todo lo
que tenga que ver con el marketing del desarrollo científico. La tecnología se
adueñó del concepto de red.
Las redes sociales no son un invento
contemporáneo. Si lo es internet que nos obliga a vivir en una nueva estructura
social que pregona la cultura de la autonomía. El concepto de red que se
instaló desde el advenimiento de las nuevas tecnologías ha propiciado -tal vez
no fue la intención- una tendencia hacia el individualismo en el comportamiento
social. Definimos a la actual como una sociedad egocéntrica donde en términos
sociológicos presenciamos el declive del concepto de comunidad entendido en
términos de espacio, trabajo, familia o relaciones. Un joven que se pasa el día
frente a un ordenador y te ve leyendo un libro, te juzga inocentemente por tu
soledad, porque él “está” en ese momento con amigos. Pero yo, dejo de leer y lo
observo: sigue estando solo. Más que yo, el lector.
Individualización no debe significar
aislamiento ni el fin de la comunidad. Eso espero. La sociedad aparenta
reconstruirse a través de ese individualismo y lo ejecuta desde esa red de
afinidades. Tal vez es un proceso donde predomina la interacción virtual -on
line- por sobre la interacción real -offline, tergiversando el concepto entre
espacio físico y real. Las tecnologías de red parecen ser el medio de esta
nueva estructura social: el individualismo en red. Continuando en una
concepción filosófica de este fenómeno que confunde más que clarifica, se
sostiene que internet no aísla a las personas ni reduce su sociabilidad, sino
que la expande permitiendo una nueva correlación entre individuos o países. Es
de suponer entonces que el uso permanente de internet reafirma a las personas
permitiendo organizar sus vidas superando el aislamiento. A las personas
nacidas bastante antes del último cuarto de siglo pasado, nos cuesta asumir
estos conceptos. Nos obliga a razonar en forma constante si estamos avanzando
en nuestra socialización o si, por el contrario, de esta forma, deterioramos
nuestro trato con los demás.
Como parecer ser que de la tecnología
no hay escapatoria, debemos procurar comprender estos conceptos. Todos los
seres que habitamos este planeta estamos expuestos a este control tecnológico y
a su comportamiento. La transformación parece vertiginosa, pero si analizamos
el comienzo del siglo pasado, podremos comprobar que desde la irrefrenable
convulsión política que motivó la Gran Guerra (1914-1918) hasta el lanzamiento
de la bomba atómica -1945- apenas transcurrieron poco menos de cincuenta años.
Si situamos al nacimiento de internet en 1981 -reconociendo que en los setenta
se desarrollaron parte de los protocolos que generaron la red de redes- podemos
comprobar que estamos por ingresar en la cuarentena de la utilización de ese
desarrollo. Pero a todos los contemporáneos nos parece que el vértigo de estas
cuatro décadas supera con creces lo experimentado en un tramo similar del siglo
pasado. Pero no parece ser así. Hay algo en la tecnología que nos hace creer
que ahora todo es más desbocado.
La velocidad de conexión es otro
concepto que nos aglutina, tanto o más como la idea de red. Parece insufrible
vivir sin conexión, sin ella nos aislamos irremediablemente de esa red que dice
ser la comunidad que nos sostiene. Oscar Wilde sostenía -con fina inteligencia-
que el refinamiento es fruto de la esclavitud. Nuestra continua esclavitud a
los ordenadores o componentes nos hace libres porque nos aseguran que ahora
disponemos, a través de un click, de la variedad que nos acerca a un
refinamiento cultural. Pero si utilizamos la memoria histórica, lo mismo se
precisaba con los cambios que produjo la imprenta, la electricidad, el
automóvil, la radio, el cine o la televisión. Tal vez debamos temer que la
vorágine de este solucionismo tecnológico nos derive irrefrenablemente a que
esta novedad hipnótica en algún momento cercano deje de ser novedad, deje de
ser una red eficiente. La baja calidad intelectual y el abuso del pensamiento
fanático que se observa en los diversos foros y sociedades pueden llevar a
pensar que el aburrimiento ya nos conduce a la búsqueda de una nueva
esclavitud.
La sociedad ya era una tupida red de
grupos sociales donde los individuos se involucraban e implicaban en diversos
grados. Pero el uso de la palabra red parece haber sido descubierto en este
tramo del siglo. Una red social no es un invento contemporáneo. El hombre es
necesariamente un ser social, solo sobrevive la especie que se sociabiliza.
Entonces la duda surge de forma inevitable: ¿Por qué creemos que Zuckerberg es
el inventor del concepto de red social? El fundador de Facebook ha
revolucionado el alcance de la palabra red a través de un impresionante
desarrollo tecnológico, pero el secreto puede ser que, por primera vez, el
concepto de virtualidad esté a la vista de todos.
La duda sobre si vivimos en una
realidad o virtualidad persigue al filósofo desde el origen de los
cuestionamientos. No es juego de palabras, pero la realidad parece ser pura
virtualidad. Entonces las redes sociales actuales nos obligan a comprender que
la realidad no era tan real, estábamos dominados por conceptos inventados,
aparentes o simulados con una cuota de realidad. Y este boom tecnológico nos ha
impulsado de forma histérica a querer desenmascarar esos baremos de
transparencia absoluta que se persiguen -a través de denuncias, manifiestos o
escraches en la red -y no se dejaban de ocultar. Ese parece ser el desafío de
este desarrollo científico: la corrupción y la impostura han banalizado desde
siempre al ciudadano, pero parece que es ahora cuando nos podemos dar
cuenta. A pesar de la decadencia
cultural que el mal uso de la conectividad percute sobre el hombre anodino,
estamos en la era de poder observar y mencionar nuestras continuas
deficiencias. El problema no son las herramientas, son las personas.
Debemos comprender que Silicon Valley
no ha inventado el mundo, solo nos ha enfrentado a la virtualidad de los actos
o pensamientos con la virtualidad que el desarrollo de las nuevas tecnologías
propone. Es un interrogante sin respuesta el porqué de no haber investigado
antes la pureza de las redes sociales que nos rigieron en el tiempo. La impostura
lleva a la corrupción y hemos vivido en una “obra de teatro” permanente. La
religión, por ejemplo, es una enorme red social que cuesta derrumbar y que
creció sin la necesidad de la tecnología. Aparentó ser el bastión de la
moralidad, cuando apenas logró ser un aguantadero de las eternas imposturas que
se esconden tras metáforas como la red de los buenos pescadores que intentan
perdonar y redimir el mal que habitamos.
Esta red del boom tecnológico que nos retiene
frente a nuestras aplicaciones, de momento nos confunde. Nuestros líderes
tienen cuentas en Facebook, Instagram, Twitter o acceso continuo a los medios
tradicionales de comunicación, pero sus mandatos o actitudes parecer estar
desconectados de nuestra realidad. Nosotros parecemos estar atrapados en la
monotonía del uso mediocre de las tecnologías. Pero rescato lo positivo de
estas redes, nos obliga a cometer errores, la ansiedad por estar conectados y
comunicados en originalidad anhela hacer real nuestra virtualidad moral, lo que
obligará a quitarnos la venda de las imposturas. Quizás lleguemos a aprovechar
esta conexión permanente para obtener la libertad de nuestras mentes y dejar de
creer que estábamos comunicados cuando apenas estamos comenzando a comunicar
nuestras verdaderas intenciones, y poder acceder sin que sea una intención
virtual más, a ser una civilización liberal y no sólo ficción orwelliana.
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