“El hombre está condenado a ser libre”
Jean-Paul Sartre
Quizás muchos vean en esta frase de
Sartre una nueva reivindicación de libertades individuales. En cambio, observo
una crítica filosófica más a nuestra esencia a través de esta máxima. La
libertad es inherente al ser humano y, por ende, el ser humano es absolutamente
responsable del uso que practica de su libertad y de las consecuencias que
acarrean. Sartre era contrario a la existencia de un ser superior que determina
el curso existencial, por lo cual “le otorga” al hombre la patata caliente de
ser absolutamente responsable de sí mismo. Esa libertad inherente genera una expresión
objetiva y otra subjetiva de lo que somos, dinastías atadas por sus propias
definiciones, indecisiones y decisiones. La objetiva afirma que la libertad
debe ser igualmente vivida por todos; la subjetiva grita con la boca cerrada,
que cada quien ha de vivir de acuerdo a sus peculiaridades.
Y tal vez vivimos como lo que somos,
estructuras parciales. Experimentamos un continuo contraste entre los discursos
que creamos y las formas de vida que luego practicamos. La palabra es un vehículo
de información y conocimiento, pero -de ahí la interpretación objetiva y
subjetiva- la palabra también es un buen disfraz para decir lo que debemos
hacer mientras esconde lo que en verdad somos o hacemos. De ahí la asfixiante sensación
de vivir en un contraste, en cuestionar nuestros sistemas de vida, en habitar
democracias parciales que puedan generar distintos tipos de pactos: cívicos o
cínicos.
Lo que para algunos es un contraste,
para otros lisa y llanamente una contradicción. Anidamos paradojas o disparates
que inhabilitan constantemente a todo lo bueno que se pueda encerrar en un
discurso, dogma o ideología. Nos acostumbramos -conscientes o inconscientes- a
practicar buenos discursos para luego, repetir infinitamente, malas prácticas.
Sócrates vino a decir que “los justos actuarán con justicia; los injustos,
injustamente” como una verdad máxima de las que me suelo aprovisionar para
encarar mis escritos. Pero el bueno de Sócrates no pudo definir ni hacer un
identikit de quienes son los justos y los injustos, es una definición globalizada
que no nos permite detectar cuanto de injusto portamos los seres justos que nos
creemos victimas de ese sistema opresor. El miedo actúa como esa gasa de seda
que no permite ver públicamente la procedencia de la mala acción, de ahí que
solo sirva el pescar in fraganti. Y últimamente, no alcanza, ya que, a pesar de
las evidencias, no nos permitimos creer que en lo que creemos habite el engaño.
Abrazamos los discursos de bienvenida a las integraciones, en el mismo momento
en que en nuestra intimidad, cuestionamos millares de actitudes distintas a las
que nosotros consideramos las normales, las permitidas, al uso.
Alentamos la diversidad de ideas y
conceptos, pero profesamos gentilmente que lo dominante es lo mejor y no hay
que ceder, por lo cual propiciamos una apertura que es invisible,
discriminatoria o no goza de la presunción de la posibilidad cierta. De ahí,
que el decálogo de derechos y libertades individuales debe ser recordado en la
misma proporción que en lo que nos lo pasamos por el forro. Somos demócratas practicantes
del autoritarismo. Las nuevas odas vienen a romper el mal existente, para
imponer sin escucha ni contemplación el mal propio. Es la mejor rueda que pudo
haber inventado el hombre.
Estamos todos hechos de un barro
similar. La tentación es fuerte y tratamos de que nadie se entere que nos
volvemos a embarrar. Pero discursamos. Decimos las mejores intenciones,
mostramos progresos en lo espiritual que a muchos emocionan, acercando al ideal
que se persigue sin denuedo desde la extinción de los dinosaurios: el hombre
nuevo. La religión nos contuvo a través del miedo, me mando la cagada, pero el
dogma me libera de la culpa a través de una confesión entre pares, potenciales
infractores ambos de lo que discursean. Tal vez, siglos anteriores le temían al
juicio post mortem. Hoy siguen declarando que le temen, pero ya saben, por la experiencia
vivida en la tierra, que es imposible gestionar y llevar adelante un juicio
final con un aforo eterno. Se vive con tanta impaciencia, que suena imposible
que las diversas generaciones aguarden mansas su comparecencia. Las profecías
religiosas languidecen -afortunadamente- y tal vez, nos queda solamente aceptar
la fragilidad que nos concadena. Y eso nos hace humanos, bipolares pero
humanos.
“Roban pero hacen”, “roban pero no se
dan cuenta que roban”, “roban pero nos permiten estar cerca de la mesa por si
caen migas”, “peor eran los que estaban antes”, “corrupción hay en todos lados”
son frases que definen otra cosa: nuestro intelectualismo moral. Tantas veces
es cuestión de saber escuchar: los que juzgan intenciones suelen cometer el
desliz de hacer una crítica en espejo, es decir que hablan más de sí mismos que
del otro. Y creemos que somos nosotros los que hablamos, cuando él que hablo
fue el sistema, ente invisible que todos nombran, pero no se puede precisar sus
formas, su cara, el centro de sus intenciones. Estamos influenciados o
anestesiados por la opinión pública, por nuestros referentes intelectuales y
por nuestros diformistas políticos de turno, en donde se nota que el sistema de
turnos está peor preparado de intelectualidad moral, la calidad baja pero aún
no se derrumba, tal las continuas, ingenuas y cansinas profecías apocalípticas.
Tal vez el apocalipsis se adapte como esas cepas que mutan al germen para que
siga habitando o regresando con prácticas virulentas similares. Pero no puedo
aceptar ese grito de que nos manipulan, ¿qué virtud ética desarrollamos para no
dejarnos manipular?
Es paradójico que sean las personas
con coherencia interna las que más sufran un mayor malestar con su disonancia
cognitiva, una especie de mentira hacia uno mismo que genera la recaída de
reforzar malas decisiones que hemos tomado para repetirlas en el futuro, en vez
de reformular creencias que mantenemos sobre nosotros mismos y sobre lo que
llamamos “mundo”. Demasiados conceptos abundan en esta entrada, todos ellos tal
vez escritos, para confirmar que teorizamos más de lo que somos o nos da “el
cuero” para ser. Esta disonancia nos permite ver que, si bien intentamos tener
razón o seguir creyendo que la tenemos, seguimos clasificando la información que
no nos permita comprobar que andamos falto de razón. Y para cerrar con otra
sentencia habitual, a eso se refieren generalmente, como sesgo de confirmación…
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