“Uno de los beneficios del verano fue
que cada día teníamos más luz para leer”.
Jeannette Walls, periodista y
escritora.
Todos los veranos leo un libro de Charles
Dickens. Se ha tornado una costumbre, como la de hacerme con algún volumen
dedicado a la novela negra, preferentemente Raymond Chandler. En los últimos
años, he agregado en estos meses al detective Kostas Jaritos, personaje de zaga
del escritor Petro Márkaris, del inspector Camille Verhoeven, personaje de
ficción de Pierre Lemaitre o releer al comisario Salvo Montalbano, de Andrea
Camilleri. También me encaro con material del que denominan denso, como que no
se debería admitir en la tumbona, en la playa y en los meses de verano. En
estos momentos escandalizo a los veraneantes con “El holocausto”, de Laurence
Rees. Los libros me siguen llegando de casualidad y no me detengo en pensar si
el verano es el momento ideal para leerlos. En estos meses no tengo que
dedicarme al estudio, y me zambullo en literatura de ficción, ensayo o
historia. No analizo si la lectura estival debe ser o no llevadera o pasatista.
Algunos definen a la lectura del
verano como pausada y con placer. En el mes de vacaciones uno aspira a tomarse
todas las horas que quiera para leer. Seguramente se trate de una aspiración de
toda aquella persona que apenas puede encarar la lectura de entre dos y cinco
libros el resto del año, por lo cual, en su maleta de viaje, generalmente
echará más libros de los que pueda abarcar. Sienten el verano y sus vacaciones,
como el paréntesis anhelado que detenga el tiempo y permita hacer todas las
cosas que el resto del año no concede, por falta de tiempo libre, y ahí, entre
tanto anhelo, se incluyen los libros.
El verano predispone a hacer más íntima
la relación con el libro. Se siente mejor el olor a papel fresco, la humedad de
los dedos discurre óptimo para el cambio de página, se aguarda con ansiedad
comenzar otro capítulo ni bien finalizado el anterior. Algo en el aire y la
borrachera de luz estimulan mejor la atención, la concentración y la
comprehensión. Si bien existe un refinado placer al leer en un sofá y protegido
con una manta, no se puede comparar al placer de tumbarse en el jardín de una
casa, en un parque, en la lona de playa o en la reposera, y con ropa ligera y
la brisa del mar bien cercano. La relación con un libro es más intensa durante
las vacaciones. El ruido que en invierno desconcentra, en los meses de verano
no altera ni interesan. Continuamos leyendo, somos más indulgentes.
Solemos recordar en el tiempo algún
buen libro disfrutado en un verano. Podemos recordar a aquellas amistades o
conocidos que también leían al reparo de otra tumbona. Recuerdo habitaciones de
pisos alquilados con nostalgia, la mirada fija al techo de madera en los
momentos en que dejaba de leer y meditaba si me animaba a un capítulo más antes
de regresar al baño de mar. Sentimos nostalgia por aquel personaje anónimo que
compartía playa contigo y que también tenía buen gusto a la hora de encarar una
lectura veraniega. Porque quizás, una de las diferencias que genera el verano,
es que muchos se aferren a las consabidas listas marketineras de más vendidos
para encarar lecturas. Y entre la multitud que pasea, charla, camina por la
orilla, surfea o toma mate con budín, está aquel ser abstraído que lee ese
libro que impone respeto, admiración, envidia. Simplemente, porque no se aferró
a los canones e impone su criterio de lector avezado. Hasta dan ganas de
generar una conversación literaria, siempre y cuando no se le vea demasiado
concentrado, ya que ese lector no perdonará una interrupción sin sentido.
Están los amigos que te piden
recomendaciones. Algunos aceptan gustosos tu criterio, que no se modifica
dependiendo la estación. Otros te remarcan con énfasis que necesitan una
lectura amena, poco comprometida. Dependiendo gustos, intento recomendar
siempre buena literatura, aunque siempre aclaro que un libro es bueno cuando te
deja algo, y no cuando yo lo considere. Aquel compañero de rutina que lee para
recuperar sensaciones que no tiene en el año, puede ser atraído con alguna
saga, con Montalbani por ejemplo, o por las historias del inspector de policía
Kurt Wallander, el personaje más conocido de aquel buen escritor sueco, Henning
Mankell. En este verano, he recomendado a una amiga cualquier libro de Jöel
Dicker, y tanto ella como yo nos hemos sorprendido al verla llegar a orilla con
“La verdad sobre el caso Harry Quebert”.
La lectura de verano puede ser vista
como lectura tonta para algunos. Se amparan en la necesidad de falta de
compromiso en la lectura para cumplir la meta de lograr distenderse luego de un
largo año laboral. Puede ser cierto o no, al menos en mi caso no es la táctica.
Leer es un placer y durante el verano se puede leer con más tranquilidad, por
lo cual no varía la calidad del contenido. Se puede leer de todo, no hay
presiones, y menos apremio debería dar la temática a enfrentar. En definitiva,
no parecen ser los libros los que determinan la atmosfera ideal para encarar la
lectura. Siempre serán los lectores los que transformen o aprovechen el
ambiente favorable para saciar sus deseos, para colmar aquella ecléctica
necesidad de encarar en esos meses una literatura previamente seleccionada o la
elasticidad de incorporar temática de última hora.
Algunos aprovechan sus vacaciones para
releer, otros hacen algo similar, pero variando el concepto, ya que los libros
no se releen, sino que se leen por primera vez de nuevo. Yo elijo la lectura de
algún clásico. Charles Dickens puede ser considerado un autor para el invierno,
pero en al amparo de la playa se encuentra el mismo goce que en el resto del
año. “Una casa en alquiler” reúne las condiciones ideales para sostener ese
mágico ambiente dickensiano de obra deliciosa de la Inglaterra victoriana. Y si
sobra tiempo, la promesa de regalarme el fresco recuerdo de mi infancia
lectora, a través de “Las aventuras de Huckleberry Finn, de Mark Twain, que me
recuerda que he pasado leyendo y leyendo aquellos veranos de mi infancia, que
parecen calcados a los de mi vida presente…
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