“El tiempo es el número del movimiento
según el antes y el después”.
Aristóteles
¿En qué parte del tiempo nos encontramos? ¿En
el que fuimos?, ¿en el que somos?, o ¿en el que tan en breve deberemos estar? Lo
más lógico es transitar el ahora, que podríamos definirlo como el límite entre
un pasado y el futuro. Pero surge un dilema casi científico, el ahora no
existe, no tiene entidad, no lo respalda el tiempo porque el ahora no tiene
duración. ¿En qué parte del tiempo nos encontramos? Quizás la respuesta más
sorprendente sea que es el tiempo el que nos vive.
Pero recurrimos en el ahora cuando nos
piden que hagamos algo. “Ahorita mismo” es una frase que perdura en el tiempo y
en algunas culturas, pero lo contundente en este caso es que él ahora nos
parece hacer más corto el tiempo. Si estamos en algo ahora, eso significa que
en una cuestión mínima de segundos ya estemos hablando de alguna acción ya
pasada, sucedida. Esa percepción del ahora se nos convierte en una patología,
porque el ahora no puede tener duración. La forma moderna de creación de
necesidades necesita imperiosamente darle entidad al ahora, porque si no
percibimos el tiempo de un cambio, se desmorona el negocio boyante de la
sociedad insatisfecha.
Por eso tenemos tanta presencia del
ahora, como nunca. Aristóteles defendió el ahora afirmando que si no hubiese un
ahora no habría tiempo. Queremos y necesitamos más cosas, y las necesitamos
ahora. Creamos esas necesidades, el pasado o el presente son estados temporales
peligrosos, solo en el ahora podemos realimentar la permanente frustración o
insatisfacción que nos acompañará en el futuro. Hemos vendido e incorporado el
concepto de que la insatisfacción es una necesidad, de allí que se dinamice a
través de que una sociedad moderna debe reproducirse eternamente, para que no
peligre una situación social, una riqueza o aspiración material, las relaciones
personales o de influencia, los acuerdos con las instituciones, las firmas de
los proyectos que se gestarán en el futuro pero que se necesitan rubricar
ahora. Y tal vez, si las sociedades dejaran de sentirse insatisfechas, tal vez
pudiéramos acelerar la descomposición o decadencia de nuestras ciudadanías.
Casi nada de lo que definimos como
importante, me lo parece. Pero una enorme mayoría parece contradecirme al
definir a estas sociedades como las que solo están pensando en su propio y
permanente bienestar. Estamos en la era de los discursos inclusivos, en la
cosmovisión, en la lucha por el equilibrio de la distribución, pero prima
siempre su bienestar. Y no solo eso, se niegan a acompañar mi malestar, a
atenuar mi necesidad. No comprenden como al tener la capacidad de pensar,
sentir o ser, no te permita la competencia de tener, exhibir o acumular. Lo
queremos ahora, lo necesitamos ahora, no podemos definir como medida de tiempo
el concepto ahora, entre otras cosas porque lo que queremos ahora, tras un
intervalo de aburrimiento o insatisfacción, queramos o necesitemos de otra
cosa, otra vez ahora, pasado apenas el tiempo urgente anterior.
Nuestro problema con él ahora es
difícil, pero se supone más manejable que en el caso de los niños. Los pequeños
cuentan con la perdición de que los padres de hoy son demasiado permisivos y
sus hijos son fácilmente divisibles por las numerosas quejas que emiten al
desear, al querer, al necesitar. Los pequeños lo llevan peor, porque no logran
entender el acceso de furia que les invade al conseguir un objeto supuestamente
deseado, al tiempo de generar esa parte negativa de plantear caprichosamente un
nuevo objetivo de algo que tampoco necesitan. Montessori afirmaba que los niños
cuentan con una mente absorbente, que trabaja con denuedo para observar y
experimentar el entorno, de ahí que hayan incorporado con inmediatez la cultura
de la sociedad donde crecen.
La prisa ya es oficialmente un estilo
de vida y abunda la raza instalada en la prontanecesidad, germen que te obliga
a la inmediatez del ahora por el temor de que no exista el mañana. Es necesario
estar ocupado, vivir ocupado, sentirse apurado, porque nos suele pasar que, si
no nos quejamos de falta de tiempo, de que el ahora nos persiga, de no parar,
perdemos prestigio. Y no es cuestión de perder en nada en estas sociedades.
Ellos lo llaman prisa, ellos lo definen como el ahora permanente, pero algunos
creen que dejan pasar la vida abrazados en ese estilo de sensación de pérdida
de tiempo. Es tan impactante esa histeria colectiva, que estar un rato
inmovilizados les puede generar ansiedad, malestar y una evidente sensación de
pérdida de tiempo. Decir que se hacen ciento de cosas a veces es exagerar parte
de esos cientos. Y de ultima, hacer muchas cosas en tan poco tiempo nos lleva a
preguntar si estarán bien hechas, si las bases estarán sólidas, si el futuro -y
cuando hablamos de futuro hablamos de nuevas generaciones- la prioridad será la tranquilidad o si le
legaran esa histeria de llegar por la noche a casa con la contagiosa necesidad
de repetir esa frase que a los que llegamos a mucho sin corridas ni espantadas,
nos hace daño escuchar: “Estoy agotado”.
Quizás el concepto del tiempo se
explique porque en nuestro propio organismo exista un ritmo que regulara su
paso. Dependiendo la edad, un momento pasa más raudo que otro. Coincidiendo con
la gravedad o ansiedad de lo que se debe afrontar, el tiempo no alcance o no
pase más, subestimando el movimiento de las horas. Los momentos que recordamos
como más largos, son aquellos que han sido caóticos en nuestra existencia. La espera puede ser eterna, mucho más en
estos tiempos donde nos hemos abrazado a la inmediatez del ahora, a la
necesidad de correr aun cuando no vamos a ningún lado. El tiempo es el que nos
vive, y en ese proceso, persiste la sensación que el tiempo continuamente se
está ensañando en mal vivirnos…
No hay comentarios:
Publicar un comentario