“Fe… esa facultad que nos permite
creer cosas que sabemos que son falsas”
Bram Stoker
La literatura ha sido capaz, a lo largo
de la historia, de generar inusual protagonismo a ciudades, pueblos, espacios o
personajes que han marcado el imaginario de los lectores. Muchos de esos
lugares o figuras no han existido, otros sí, y varios de aquellos existentes,
quizás fueron utilizados como fuente de inspiración para montar una
escenografía acorde a su obra. Sin ir más lejos en el tiempo, Javier Marías
inspiró su última novela, “Berta Isla”, a caballo entre el Palacio Real y la
Puerta del Sol, en Madrid. “Uno echa mano de lo que tiene cerca, es una zona
que me daba mucho juego, y si me surgía alguna duda, la tenía a mano para
recordar algún detalle”, recordó el escritor. Pero en el caso de esa importante
novela, no perdurará en el tiempo por los lugares por donde se haya transitado
ocasionalmente, sino por su trama e interpretación literaria de los estados de
ánimos de los personajes. Pero hay historias que llevan siglos relacionando el
lugar físico escogido con tanta o más importancia que la historia enseñada.
No existe persona que no conozca a
Sherlock Holmes – en breve escribiré sobre él-. Pero si existen una multitud
que, a pesar de conocer su personaje, nunca ha leído alguna de sus obras,
llegando al extremo de no poder diferenciar si fue real o un personaje de
ficción. Ligado a su figura, perdura con asombrosa exactitud la referencia del
221B de Baker Street, cuando el número real -dependiendo de las descripciones
aparecidas a lo largo de las sucesivas novelas- le correspondería el 239. Pero
ha sido tal la fuerza que inmantó al personaje, que el Gobierno inglés en homenaje
a su investigador “ficticio” más efectivo durante su historia, permitió que el
lugar mantenga el original 221B salido de la mente de Arthur Conan Doyle. A la
excepción del gobierno inglés, le ha seguido el impulso turístico y del
marketing, para que en dicha dirección hoy se concurra multitudinariamente a
conocer el Sherlock Holmes Museum, y recuerdo que se trata de un personaje de
invención.
La literatura mantiene la
particularidad de convertir en verdades incuestionables aquellas cosas que solo
son frutos de la imaginación de un artista. Pero vaya a saber a causa de que
fenómeno, resisten el paso del tiempo asociando una ciudad, un pueblo o en este
caso que voy a detallar, un castillo y su particular conde, como un paisaje
auténtico, dueño de una historia de escalofríos, que tal vez, ha marcado para
siempre el entorno de esa escenografía. El pueblo de Bran se encuentra amparado
por un pintoresco valle que conforma los Cárpatos. Está situado a treinta
kilómetros de una interesante ciudad como Brasov, séptima en importancia en
Rumanía y con una población que no supera los 300.000 habitantes, pero que es
el centro esencial para recorrer los Cárpatos y el sureste de Transilvania.
Desde allí anuncian a diario las variadas escapadas en bus a la Fortaleza de
Raznov y, sobre todo, el plato fuerte turístico quince minutos después, la
visita obligada al castillo de Brand.
Bram Stroker nunca conoció ni puso sus
pies sobre Rumania. La duda que persiste es saber si el personaje real en que
se supone que se inspiró Stroker para crear su personaje emblemático, se trató
del Príncipe Vlad III, el Empalador (o Vlad Tepes, en su rumano original).
Antes que se lo pregunten, Bram Stroker creo un personaje de ficción que marcó
nuestra historia literaria universal, y tal vez parte de la tradición rumana.
El Conde Drácula, publicada en 1897, genera algunas controversias, ya que para
muchos habitantes de la región se necesitan mejoras en el poblado vinculado a
carreteras o limpieza de ríos, más que cantidad incesante de autobuses que
llegan de distintas partes de Transilvania, interesados en conocer la historia
de vampiros, que encima relacionan en enorme medida con la región y lo rumanos.
Al bajar del autobús – que pasa uno a
la hora-, lo primero que sorprende es una barriada de casas bajas, con techos a
dos aguas, rodeados de copas de robles, hayas y abetos. Sus alrededores regalan
un encanto rural, plagado de granjas, colinas verdes con sus montañas de heno.
Esta pequeña ciudad, que no supera los cinco mil habitantes, está demarcada en
una avenida principal que destaca un incesante fluir de turistas, al tiempo que
los comercios de esa arteria no guardan relación con lo que acudiremos a ver.
Recién en una calle lateral empedrada que desemboca al acceso del castillo,
podemos observar una serie de puestos semi callejeros con parecido a
mercadillo, con todo el merchandising posible para ambientar de terror el
inminente ingreso al recinto. Es recién allí donde podemos distinguir la
parafernalia draculiana a través de la venta de souvenirs con forma de corazón sangrante.
Si logramos atravesar con la mirada la cortina de árboles que cubre hacia
arriba, distinguimos el famoso castillo construido en 1832. Y la primera
impresión no es aterradora, más bien se parece a un pequeño y acogedor castillo,
con sus torres de cuento de hadas bien arriba, con suficientes escalones y
rampas de distancia.
Para un lector iniciático, la lectura
de Drácula puede acercar al más puro y absorbente terror. De la novela han surgido
ciento sesenta películas, donde de una forma u otra, todas las versiones no
versan exclusivamente en la fórmula del terror, sino en algo más terrorífico:
la desgracia de existir y formar parte de una pesada dualidad de abyección y
mal. Una historia pensada en plena época victoriana, no disimula un atrevimiento
casi insólito relacionado al apetito sexual, a esa vigente pulsión que
determina que los humanos no suelen ser dueños de sus impulsos, deseos o actos.
Drácula representa al deseo sin límites, sin moral y sin capacidad de frenar o
renunciar, donde alguna vez Oscar Wilde la calificó como la mejor de las
historias de amor, ya que en la sabiduría del también escritor irlandés, en el
Conde Drácula se esconde la petición casi existencial que el deseo se prolongue
indefinidamente en su goce como si fuera amor, al tiempo que el amor le exige a
la pulsión cada vez más necesaria de “sangre” para poder seguir vigente, que no
le permita caer en la locura, en el final de los días.
Bram Stoker tuvo el particular talento
de que su demoníaco protagonista carezca de voz propia en el relato, todo lo
que sufrimos del personaje lo conocemos por lo que nos cuenta el resto de protagonistas
que habitan la historia. Tan poco reconocido Stoker, al extremo de considerarlo
más un escritor menor, ha posibilitado con su novela que Drácula se haya
extendido a través de su sombra en quizás uno de los más grande mitos de la
literatura mundial. Hoy los cines, librerías y series de televisión están
invadidas por zagas de personajes vampíricos actuales que atrapan a los más
jóvenes. Los vampiros habrán de vivir eternamente de la sangre de los vivos, y
el personaje no parece agotarse. Lo mismo le sucede a la mágica Transilvania,
plagada de ciudades obligadas de conocer, como la mencionada Brasov, Sibiu,
Sighisoara o Sinaia.
Bram Stroker no puede ser más
considerado un escritor menor, su creación ha logrado superar al tiempo y por
una rejuvenecida manera, tal transfusión diaria de sangre, permite la continua
y constante seducción a turistas que se acercan a conocer ese bello país, que
es Rumania. Drácula significa diablo en rumano, pero gracias a ese talento
sombrío y de unas expresiones estéticas tan reales, el diablo ha permitido
finalmente a la gente que visite Rumania, que el acercarse al castillo de Brand
sea una mera anécdota divertida de una tarde, ya que estamos hablando de un
país con mucho por descubrir. Y fue así que una tarde lluviosa y oscura de
lunes, abandoné el coqueto castillo de Brand con la ilusión intacta de regresar
a Brasov, donde preferí cambiar posibles vampiros por un delicioso helado
-recomendado por una pareja de argentinos con ascendencia húngara- saboreado en
un banco de la bella plaza Statului, a la sombra de fachadas barrocas enmarcadas
por montañas casi perfectas, de esas que algún escritor debió haber
inmortalizado hace tiempo…
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