“El arte de razonar se reduce a un
lenguaje bien hecho”.
Étienne Bonnot de Condillac – Filósofo
de la Segunda Ilustración francesa.
Demostrando que soy un narrador
cíclico, me apoyo en la entrada del sábado 7 de octubre y refresco el dicho escrito
de Jorge Luis Borges: “Estoy
más orgulloso de los libros que he leído que de los que he escrito”. Porque un
lector entendido es aquel que ha leído y lee, una cantidad significativa de
libros al año, hecho que le permite poseer un juicio propio sobre la materia
que aborde, sustentado por la razón y por el refuerzo invalorable de una
amplitud de miras. El problema radica en que cuando una persona lee con
periodicidad, los estándares de calidad se vuelven exigentes. Y es en ese
momento, que uno descubre que gran parte de las recomendaciones literarias no
disimulan un mercadeo de favores, donde gran parte de lo editado, debería haber
permanecido en la oscuridad de un disco duro personal y anónimo.
Estamos en el tiempo donde aquel que tiene un pensamiento, lo escribe.
Estamos en una era donde el ego está tan desarrollado que todo pensamiento es
sublime y debe perdurar en la eternidad. Estamos atravesando un momento donde
presumimos de ser una voz necesaria para la humanidad. Si tienes una
interesante historia personal, más de una voz te demandará escribirla y hacerla
editorial. Muchas voces escriben, lo que genera que sobren escritores, pero
escasee el razonamiento. A pesar de la abundancia, escasean las letras
precisas. Vivimos con una multitud que escribe, pero no lee, y en donde las
editoriales inundan de letras las librerías, al tiempo que protesta ante la
falta progresiva de lectores.
Después de incursionar los escritores digamos que obligados, tuve que
ampliar mi área de referencia para seguir haciéndome con buena lectura. Hasta
allí mi fuente de inspiración para descubrir nuevos autores de valor eran
escuchas, miradas de lo que leía aquel al que consideraba culto o interesante,
revistas especializadas a las que sostenía simpatía, y la más infantil, pero a
la vez, efectiva, la mirada de la solapa de un libro en los anaqueles y esa
sensación absurda pero que sigue siendo pálpito, de que ese libro no me va a
defraudar, que estoy ante algo que vale la pena ser leído. De esas intuiciones
tengo varias muestras irrefutables, José Saramago es el bastión: una mañana en
Buenos Aires me topé con la portada de “Todos los nombres” y allí comenzó a
abrirse una enorme puerta hacia la eternidad que le profeso al escritor de Azinhaga.
Luego busqué blogs, otras revistas especializadas y al ir conociendo
personas de diversos países, su tan preciada colaboración. En ese camino de
descubrimiento, las pistas o sugerencias no son fáciles de conseguir: la
persona a transitar para que te recomiende un autor, tiene que haber leído. Las
primeras recomendaciones seguidas a la desesperada no arrojaban el resultado
deseado: la gente no suele precisar que es o no es literario, sin ser cruel con
la palabra best seller, se suele acceder a esos contenidos y detenerse allí. Tantas
décadas de lectura me dio, espero, la sabiduría de precisar que toda lectura
que sirve, es buena, sea o no consagrada o existencial. Y que lo que me gusta a
mí, no le tiene que gustar a todos, hay lugar para la diversidad, como en la
vida. En la búsqueda de más literatura, tuve que interrumpir varias lecturas
vagas, pero un libro no terminado a veces te lleva a nuevos indicios, y surge la
inspiración del lector, que, al descubrir ese hallazgo, se siente como esa
frase inicial de Borges: “orgulloso”.
Pero un día te encuentras en la misma posición de salida, con un bagaje
cultural considerable, pero con pocas posibilidades de ampliarlas. En el centro
de ese proceso, una necesidad indispensable: para llegar a más plumas certeras,
tú debes capacitarte. Tu cerebro, de una forma prodigiosa tiene que abrirse,
tiene que comprender lo que antes era imposible -en mi caso particular se me
quitó la venda que no me dejaba comprender lo sublime de Jorge Luis Borges, por
ejemplo-, y entonces puedes aspirar a seguir la búsqueda de la perfección
lectora. Y aparecerán nuevos contenidos, pero también se abre una puerta hasta
entonces desconocida: la de leer y sentir a veces, el vacío de que, al conocer,
terminas desconociendo la esencia.
Y sigues buscando como poseso, volcando más pasión en el hallazgo y en el
mantener encendido a través de tus recomendaciones a otros lectores de aquellos
autores que has ido descubriendo y alimentándote, para que se mantenga vigente aquella pluma que, de tan literaria, no suele ser tan masiva a veces. Y topas con
el excedente que satura el propio mercado editorial, te enfrentas con esa
reseña en la portada, que de tanta cultura que has ido asimilando, te permite
descubrir que más que una reseña, es una propaganda que no fomenta la
literatura, sino que solamente el mundo literario o para ser más precisos, el
mercadeo de favores. Sin detenerte en el asqueo, comprendes que, en el negocio
de la cultura, hay tanto inculto presente, porque la cultura del dinero, del
negocio, no deja de estar presente en ninguna de las esferas que nos toca o
elegimos transitar.
No me he convertido en un tipo difícil, pero si en una persona que se
enoja sobremanera con la impostura. En eso me asemejo a tanto personaje absurdo
que va hoy por la vida, gritando que el sistema nos manipula, al mismo tiempo
que intenta manipular a su esposo/a, hijo/a, jefe, amigo, vecino, cliente,
funcionario, votante, etc. El título que hoy he escogido remite a un planteamiento
filosófico de René Descartes: “pienso, luego existo”, que vendría a explicar
algo así como “pienso, por lo tanto, soy”, pero le debo agregar “Pienso, luego
existo, pero… ¿Qué debo hacer?”. La razón o la cultura no suelen ser elementos
contundentes, poderosos, tantas veces se confunden como otros elementos más de
lo tosco o grosero que es la representación de la existencia. La literatura no
puede ser considerada objetivable, debemos tolerar que todo ego que camine, intente
lucrar o inmortalizarse. Entre tanta palabrería, siempre aparecerá alguna
frase, razonamiento o historia que nos permita continuar vislumbrando los
secretos de la raza humana. Por eso, debemos seguir el inagotable proceso de
agitar el árbol, seguro que queda algún fruto por recoger…
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