“Quizá la más grande lección de la
historia es que nadie aprendió las lecciones de la historia”.
Aldous Huxley, escritor y filósofo
británico del siglo pasado.
Existe un porcentaje estadístico
elevado que confirma que parte de la sociedad no se acerca a un libro, porque
indudablemente no forma parte de su realización cultural. Pero ese horizonte se
encoge aún más al optar por no leer, porque afecta a su capital y potencial
lingüístico. Y la lengua se presenta en constante evolución, donde nuevas
palabras o expresiones pasan a formar parte de un registro personal. Pero si le
damos la espalda a la realización cultural, corremos el riesgo de desconocer el
valor de determinadas palabras, o malinterpretarlas, o darles un uso indebido.
Y todas estas adversidades a veces se llevan a cabo sin sombra de vergüenza o
de curiosidad por confirmar el error.
Nos hemos tecnificado en la vida, nos
manejamos más por mensajes con iconos o simplificaciones, donde se desprecian o
ignoran la acentuación o el léxico empleado. Para colmo, internet no para de
crecer y los medios de comunicación invaden nuestra intimidad el día entero. Y
es en la web donde comprendemos un fenómeno en aumento, que debe tener su
origen en este problema de reducción lingüística que manejamos: la
interpretación de lo que sabemos o creemos saber. Basta acercarse a un foro de
red social para ruborizarse de las barbaridades que se escriben en nombre de
ideologías, movimientos políticos o actitudes individuales o colectivas. Muchos
conceptos están mal dirigidos u orientados, y existen palabras que se usan por
usar, desconociendo su verdadera concepción o significado.
El término “fascismo” es camaleónico,
se usa para todo y para todos, y en casi todos los casos no reviste precisión
ni rigor. Pero no importa, suena bien acusar al otro de facho, de fascista si
su opinión discrepa de la nuestra. Si lo miramos con rigor, todos estamos
expuestos a ser acusados de fascistas, y no solo eso, el término suele ir
acompañado con agregados tales como “fascistas de mierda” o “sucio fascista” o
“traidor fascista”, para dejar más sentado nuestro conocimiento histórico de
una palabra que representó una doctrina totalitaria que en el pasado siglo se
cobró millones de muertes. Hemos logrado banalizar una palabra, otorgándole un
concepto equivocado: descalificar cualquier intento o modelo donde las minorías
deban asumir las decisiones u opiniones de supuestas mayorías.
Y esta es una palabra histórica
fácilmente desarrollada en cualquier diccionario. Pero si la mayoría de la
gente no se acerca a un libro, es de suponer que no frecuenten un diccionario.
Entonces nuestros oradores dejan de pertenecer a un arte o una disciplina donde
la elocuencia se constituía en su principal atributo. No entraremos en la
valoración de la intencionalidad del uso reiterado de este tipo de palabras,
solo nos limitaremos a observar consternados que una definición evidente,
mediante un uso continuo y discriminado, se convierte en una palabra con un
nuevo significado. En el caso de fascismo, puede resultar peligroso, ya que,
por una cuestión generacional, nos estamos quedando sin memoria viva que nos
pueda explicar la dureza de dicha doctrina. Si bien es preocupante, el consuelo
de estas nuevas derivaciones culturales no es de una sola palabra, se tergiversan
innumerables conceptos que nos lleva a confundir otras palabras de uso
trascendente, como democracia u obligaciones. Lo inadecuado en estos casos no
es el mal uso de estas palabras, sino nuestras actitudes, conductas o
pensamientos. Estamos cercados por la ignorancia, por la mala educación y por
una deficiente formación interior. Con tanta información en el aire, perdemos
la noción de las grandes narrativas sucedidas a lo largo de la historia. Y esa
carencia genera que se hable cada vez más de cosas que se desconoce.
Quizás esa falencia formativa se ha
reemplazado con ese proceso o sensación interior de que es resultado de la
combinación de los sentidos con las pasiones. Por eso nos basamos en
percepciones antes que, en un necesario conocimiento, reemplazado por una
doctrina casi populista donde nos permiten reiterar palabras como nacionalismo,
xenofobia, radicalismo y por supuesto, fascismo. Es simplista esta situación,
nos atrapa en ideologías confusas y sencillas. No estamos en condiciones de
razonar e ideologizar palabras con tanta historia como comunismo, república,
justicia social, movimientos de izquierda o fascismo. Si vamos a presenciar una
discusión donde abunden algunos de estos términos, estaremos ante un debate
estéril, sin resultados, sin posibilidad de crecimiento. Solo escucharemos
palabras acusatorias, pronunciadas con énfasis y con postulados eternos -cada
día se soporta menos a la gente que habla tanto y no dice nada- que se asemejarán a autoritarismos,
nacionalismos o ideales conservadores, vaya casualidad, tres características o
alternativas que representaban en el siglo pasado al fascismo.
Las malas interpretaciones y la falta
de tolerancia contribuyen a que en los foros o discusiones políticas unos
acusen a los otros de fascistas. Se machacan las mismas palabras para poner
etiquetas a todo aquel que suene adversario, aunque solo se trate de alguien
que osa cuestionar un razonamiento o frase. Existe una necesidad, un pedido
desesperado de retornar la base que brinda el conocimiento, alejarnos de la
moda de aquel que, sin coherencia o ideología verdadera, juega el juego del
demócrata, que, en el canto de la mejora social, suele al menos, mejorar su
posición económica, acusando al resto de esta tontería de moda, de llamar facha
a aquel que reniegue de una supuesta e implicada izquierda.
“El fascismo fue una invención nueva
creada concretamente para la era de la política de masas. Pretendía apelar
sobre todo a las emociones mediante el uso de las ceremonias rituales
cuidadosamente orquestadas y cargadas de una intensa retórica. El fascismo no
se apoya en un sistema filosófico elaborado, sino más bien en sentimientos
populares sobre razas dominantes, su suerte injusta y su derecho a imponerse a
pueblos inferiores. No le ha proporcionado soportes intelectuales ningún
constructor de sistemas, como Marx, ni tampoco una inteligencia crítica
importante, como Mill, Burke o Tocqueville”, observaciones rescatadas por
Robert Paxon en su “Anatomía del Fascismo”. Es importante la conceptualización
de la palabra. Quizás en esta entrada no regresemos a aquel fatídico siglo
pasado donde esta doctrina totalitaria penetró a través de dos sociedades en
gran parte de Europa, sembrando muerte. La mejor finalidad de entender el significado
de una palabra se corrige con la lectura, donde años de indiferencia o ceguera
nos han impedido comprender que el abandono del hábito de leer o de educarse
hoy nos arroja sus nefastos resultados. Sin noción histórica resulta difícil comprender
que los manipuladores recurren a los mismos trucos que no entregarán
resultados. Debemos aspirar a recuperar la calidad de la información, para que
se pueda aspirar a influir a la audiencia con la legitima acepción de las
palabras, y de esta manera, recuperar el sentido y el alcance de significados
que hasta hace poco eran clásicos y significativos.
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