“En los extremos del hado no hay
hombre tan desdichado que no tenga un envidioso, ni hay hombre tan virtuoso que
no tenga un envidiado”
Pedro Calderón de la Barca
El arcón de vivencias de las personas
está tantas veces completo por fenómenos psicológicos que condicionan el peso
de dicho cofre. Hay gente que lleva mochilas ligeras, pero existen personas que
no pueden con su espalda ante tamaño peso encima. El sobrepeso emocional lleva
al sufrimiento de las personas. Tal vez
uno de los pesares que más aflijan es sufrir la desdicha propia, la carga se hace
dura y pesada, aún a riesgo de perder el propio equilibrio emocional. Pero este
pesar no procede de una pasión innoble, el ser humano puede albergar peores
padecimientos, muchos de ellos viles, como es el caso de la envidia.
Cada día se nota más que decidimos
formar parte de sociedades que envidian el éxito, pero no el talento ajeno. Es
que no hay que darle vueltas, la envidia duele, y a veces, demasiado. Y no es
una frase de Perogrullo, existen estudios científicos que determinan las partes
del cerebro que se activan cuando una persona se siente mal por el éxito de
otra. Tal vez la ciencia logre diferenciar entre sentimientos tan parecidos
como el dolor y la envidia, ya que el bienestar no viene genéticamente
predeterminado, y disponemos de sentimientos que forman parte de nuestra
evolución, tal los casos de la inseguridad, miedo, frustración, inseguridad,
culpa, vergüenza y envidia. Con tantos sentimientos en vilo, el bienestar se
busca, se entrena, se ejercita. Y si hay envidia, sobrevuela la insatisfacción.
Y la evolución se estanca, más en estos tiempos donde creemos que transitamos
la era de la felicidad.
En los tiempos de la post verdad
-prometo que escribiré sobre ella, sé que lo he anunciado más de una vez-,
confundimos exigencia o ambiciones con envidia, vanidad o calumnia. Tal vez
hemos perdido el significado de la palabra exigencia y hemos confundido la importancia
de tener ambiciones, lo que nos ha llevado a acumular desdicha tras observar el
éxito ajeno. Y esto, en resumidas cuentas, es la definición que la RAE asigna a
la envidia. Y como nos hemos inoculado el virus de la post verdad, llamamos
toxicas a las personas que no disimulan la envidia ante cualquier
circunstancia. El tóxico de hoy suelen proyectar sus carencias en los demás,
creyendo que, de esta manera, habrá de superar sus miserias. El tóxico de hoy,
fue la mala persona de siempre, lo que sucede es que además de transitar la era
de la felicidad y de la post verdad, también atravesamos la aburrida fase de
dar definiciones sofisticadas a lo que antes era común, y muy corriente. Es
decir, que a todos le atribuimos un concepto contundente, en un momento puntual
donde sospechamos -aunque ya sean pocos los que sospechen algo tan confirmado-que
cada día solemos hablar un poco menos y bastante peor. Fenómenos estos de
evoluciones estancadas en sociedades cada vez más competitivas.
El envidioso dispone de innumerables
oportunidades de expresión: crítica, murmuración, rivalidad, difamación, humor
peyorativo, desdén, rechazo, venganza. Todas estas “cualidades”, no deberían
existir en esta dorada “era de la felicidad” que transitamos, pero están
presentes con un fervor inusitado, por ejemplo, en nuestro entorno, en nuestro
mundo real o en nuestras redes sociales. Es que una actualizada red social
puede albergar a un buen narcisista, que resulta ser el compañero esencial del
envidioso. Debemos destacar, no nos queda otra, ya hemos visto las fotos de
nuestros adorados contactos pletóricos de felicidad y plenitud. Necesitamos
obtener valoración de cualquier circunstancia, pero vaya paradoja, no urge la
valoración por el crecimiento interior, será que nunca sale reflejado en la
foto de contacto.
Es normal que la vida centre sus focos
en nuestras carencias. Es una manera de señalar que debemos intentar salir de
una zona de confort que nos permita enfrentar los miedos sin sentir el agobio
ante la incomodidad del sufrimiento. Debemos asumir esa confrontación, todo
tiene su razón de ser. Si algo no funciona, lo más factible es que se
manifieste a través de un momento de abatimiento o de sentimientos negativos. Y
el remedio es tan casero, como el que siempre tenía a mano nuestra madre o
abuela. El problema es que lo abandonamos, los antidepresivos parecen ser
fórmulas más exitosas para enmascarar las falencias. El remedio casero para
superar la incomodidad que nos depara nuestro sufrimiento existencial no pasa
por otra cosa que por más educación y aprendizaje para retomar la evolución. El
valor no puede estar en la comparación -esa es la trampa que nos ha propuesto
el sistema-, el valor está en el propio yo. Si logro volcar la energía que aún
conservo en evolucionar, no la malgastaría desprestigiando al otro, que solo
peca de aceptar vivir en esta sociedad de ansiedades cortas y exposición alta.
“La conformidad es el proceso por
medio del cual los miembros de un grupo social cambian sus pensamientos,
decisiones y comportamientos para encajar con la opinión de la mayoría”,
escribió Salomón Asch, pionero en trabajos de Psicología Social, que le ha
permitido concluir que los seres humanos somos libres para decidir nuestro
propio camino en la vida. Si bien ese concepto está muy discutido en este siglo
convulso, Asch destacó por “El síndrome de Salomón”, del que ya he escrito en
el año 2015 (entren por aquí al link). Dicho complejo se basaba principalmente
en la desazón que genera un complejo de falta de autoestima y confianza, que
obliga a adoptar comportamientos para no destacar, porque la presión de la
sociedad tantas veces se convierte en un obstáculo insalvable.
La mediocridad es la madre de la
conformidad y suele devastarnos que triunfen los peores. La mediocridad impera
con tendencias repetitivas e imitativas que ponen de manifiesto la oscura
condición humana, que nos ha llevado a descuidar nuestro interior en aras de
satisfacer la efímera imagen de lo externo, lo que nos hace superficiales y
terrenales. Y también intolerantes, de ahí que el Síndrome de Salomón ya no
contemple una baja autoestima o necesidad de coincidir con lo general. Vivimos
una era -¿cuántas mencioné hoy?- donde la mayoría aspira sin disimulo a que no
se la contraríe, porque si no, nos han de gritar en la cara hasta niveles
ofensivos, en vez de debatir argumentos. Esa era podía ser catalogada de infantilización
asistida.
“Es nuestra luz y no nuestra
oscuridad, lo que nos atemoriza”, reflexionaba Nelson Mandela. Será por eso que
esa continua y constante falta de interés e inquietud que nuestras sociedades hoy
generan, nos están haciendo proclives a las persistentes mismas actividades que
de tan patológicas, nos hacen infelices, oscuros y vacíos, al tiempo que
inoperantes inhibidores de creatividad y excelencia. Será por eso que preferimos
la oscuridad al aceptar avanzar en masa, arrastrados por las noticias o por las
especulaciones sin privilegiar el uso de la luz que definía Mandela, la luz de
nuestro propio razonamiento a pesar de que enoje al más próximo. Será la
determinación lo que nos permita, finalmente, intentar querer conocer el camino
de la tan necesaria superación, porque el que madura no necesita envidiar ni
imitar a nadie.
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