“Las sociedades
llamadas avanzadas consumen imágenes, no creencias; son, pues, más liberales,
menos fanáticas, pero son también más falsas (menos auténticas), cosa que
nosotros traducimos, en la consciencia corriente, por la confesión de un tedio
nauseabundo, como si la imagen, al universalizarse, produjese un mundo sin
diferencias (e indiferente)”.
Roland Barthes,
filósofo, escritor, ensayista y semiólogo francés (1915-1980)
Tengo una foto recientemente enmarcada
de mis tías en mi escritorio de trabajo. Están pegadas a otra que me sacaron
con uno de mis jugadores favoritos de mi equipo de benjamines. Si giro a la
derecha, observo la foto con mis padres en un paseo por Asturias y tengo un
retrato grande en la repisa de los libros, con algunos de mis amigos el día de
mi despedida inicial de Argentina. Y en blanco y negro, una foto excelente que
sacó mi esposa de varios botes irregularmente colocados en la ría de Plentzia,
merecen un marco de tamaño considerable. Es decir que, en las siguientes
líneas, me embarcaré en la confusa tarea de escribir sobre la cantidad obtusa
de fotos, gif o videos que sacamos, envíanos o circulamos y resulta que, en un
punto, no escapo a la tendencia. Pero en mi descargo, creo que yo recopilo
recuerdos, no modas. Me resguardo de mis vacíos con esas pocas fotos, no me
vacío más acumulándolas en el móvil.
A los que se nos cruza le sacamos
fotos. Es una realidad, los teléfonos inteligentes nos brindan esa opción boba.
Buscamos que todo momento sea inolvidable, aún aquel que en definitiva es
demasiado anodino como para embarcarse en un click, y muchos menos en un
enfoque o encuadre. La idea es retratar un momento agradable, pero la pregunta
definitiva es saber si a pesar del testimonio digital, logramos evitar que los
recuerdos se evaporen. Afortunadamente, hay gente que aún se anima a
investigarnos, y han llegado a la conclusión que sacamos fotos por demás, y
que, en definitiva, esa abundancia nos limita la capacidad de recordar detalles
de aquellos momentos fotografiados. Y si hilamos un poco fino, tantas veces ni
recordamos las fotos que tenemos acumuladas en nuestra memoria, ya sea interna
o externa, o en el disco duro de la PC.
La cámara pasó a ser un instrumento de
memoria externa. ¿Eso qué significa? Que sacamos abundancia de fotos porque
creemos que la cámara terminará siendo nuestra memoria, que recordará por
nosotros. Pero de momento, parece que a pesar de quedar bien guardadas y a buen
resguardo, no nos están ayudando a recordar viajes o momentos no tan lejanos en
el tiempo. Persiste la sensación que en el repositorio de imágenes directas al
olvido se depositan en las redes sociales. Luego del ansia del me gusta o el
comentario halagüeño, pasan en cuestión de días al olvido, incluido el nuestro.
Pero en breve volvemos a ver la nueva foto feliz de nuestro contacto o familiar
en la red, con la fila de felicitaciones. Aquellos investigadores antes
mencionados, ¿le han dado nombre a este fenómeno? Egotrip o el prolongado viaje
al centro de nuestro universo.
Y todo lo que publican nuestros
contactos es “fantástico”. De tan maravilloso, un porcentaje elevado obliga a
no escribirles nada, porque sucedería lo inevitable: lo perderíamos como amigo
o como contacto. Lo pasamos tan rápido como para evitar caer en un comentario
falso o hiriente. Pero es verdad, que existe un porcentaje ínfimo pero
constante que entretiene, ayuda a reflexionar, moviliza a la meditación o al
contagio, o lisa y llanamente es creativo, los que son, son pocos. Generan un
fenómeno extraño que nos lleva a pensar que habrá contagio en el resto.
Entonces insistimos en mirar otro video o foto para ver si por fin, caerá
alguno interesante. No damos crédito a la persistente aparición de un viejo vicio, la diarrea informativa disfrazada de cadena informativa falsa o religiosa que nos define como analfabetos también digitales.
En el proceso de registrar todo
fotográficamente nos estamos olvidando de disfrutar el presente, el exacto
momento en donde estamos parados. Ya no vivimos lo que vivimos, lo
fotografíanos para enseguida publicarlo. Y generar en el otro una terrible
sensación de envidia por lo aparente logrado en su existencia. Las pedimos
prestadas, las copiamos en nuestros discos, hacemos un robado. Pasan a formar
parte de nuestras imágenes indispensables, cuando en realidad aquellos que
investigan, precisan que las fotografías pasaron a ser la mejor manera que
tenemos, hoy en día, de relacionarnos socialmente y lograr una aceptación. Nos
dan una valoración o pueden percibir cual es nuestro sentimiento del momento.
Estamos comunicando de diversas maneras, pero no estamos recordando.
Y genera la duda de si estamos
comunicando un estado real o lo que esa foto en cuestión comunica. Filosóficamente,
el interrogante querría decir si publicamos fotos con aura, o solo una foto más
que creemos que retrata nuestra verdadera esencia. ¿Podemos leer lo que esa
foto dice? Estamos en condiciones de distinguir que es una fotografía en verdad
distinta. ¿Importa? ¿O el fenómeno cultural en auge solo necesita
sobreabundancia de material fotográfico para esos doscientos cincuenta millones
de instantáneas que necesitamos colgar a diario en Facebook o Instagram? La
posibilidad latente de una respuesta al paso, puede precisar que las sociedades
modernas solo necesitan una imagen a su semejanza.
Siempre fue así, desde que recordamos
contamos con aquella foto icónica que consideramos que marcó una época o al
menos marcó alguna época de nuestro desarrollo. James Dean, Marilyn Monroe, Che
Guevara, Cristo o tantas otras que han perdurado en el túnel de todos los
tiempos, devolviéndonos al instante la sensación verdadera de una remembranza,
de un tiempo, de nuestra realidad en ese tiempo. Entonces no necesitábamos
estar nosotros en la foto para rememorar o añorar un recuerdo. Y no es
indispensable lo compulsivo de sacar fotos todo el día para conservar
recuerdos. Porque aquellas fotos icónicas que marcaron una época fueron sacadas
con una buena máquina o con una simple Kodak, como aquellas de nuestra niñez,
que ya desangeladas o casi sin color, tantas veces nos movilizan a espasmos
verdaderos de sentimiento o emoción. Tal vez, esta marea fotográfica logre el
mismo efecto dentro de cincuenta años. Hoy solo parece una manera más de saciar
nuestro esnobismo o ansiedad.
Esto último, lo del recuerdo de ver
una foto antigua, Roland Barthes lo definió en su momento como punctum, que
vendría a ser como un pinchazo que nos provoca el lazo afectivo con la imagen.
La foto de mi tía ya muerta puede ser ese pinchazo o residuo permanente que ha
de confirmar que nuestra esencia es de vínculos, y que la fotografía no es a
veces solo un pasatiempo o un icono, sino que es una huella o emanación de lo
que hemos querido y nos recuerda para que la seguimos queriendo al recordarla.
De ahí, que sabiamente, Barthes pronunciara que el de la fotografía es “un arte
cercano al teatro de la muerte por culpa de esa inmovilidad y rigidez en que se
congelan las imágenes”.
En el disco externo tengo constancias
fotográficas de mis quince últimos cumpleaños, todos en el País Vasco. Si me
apuran, no recuerdo varios de ellos. Si me apuran más, guardo recuerdos
mentales de otros cumpleaños míos de los que no existen testimonios
fotográficos. La fotografía nos puede convertir en autómatas, nos puede inducir
al hábito de una nueva visión. Si limitáramos la cantidad de fotos que hoy se
publican, quizás estaríamos atentando contra una nueva forma de relacionarnos.
El drive, la nube, el picassa, Instagram, o la compra de más discos externos
donde seguir acumulando imágenes nos retiene en el dilema si seguir o no
consumiendo tecnología y guardando imágenes que quizás no recordemos por
décadas. Estas líneas surgieron al ver la foto de mi tía a la que extraño, en
otras oportunidades escribí, escribí y escribí sobre fotografía, hoy solo dediqué una hora a
divagar sobre “enfocar objetivos” sobre esta tendencia en aumento, de mostrar
la felicidad o la denuncia a través de redes sociales, pero por suerte,
retornamos gracias a nuestra memoria selectiva a las imágenes que
verdaderamente han marcado la historia…
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