“El hombre más bello es el que regresa del lugar más lejano”, ¿qué
podemos decir de Ulises que además realiza ese viaje nadando?
José Balza, escritor, ensayista y educador venezolano – de su libro
Percusión
He tardado años en dominar el arte.
Porque se requiere más de un talento para poder llevarlo a cabo. El mental, es
fundamental. Sin la seguridad que el pensamiento positivo te brinde, puede
convertirse en una empresa imposible de encarar. Y la seguridad te permite
alcanzar un par de estados: uno es el de la meditación, otro es el equilibrio
físico. Pero quizás el más anhelado es el de liberación, es encontrar la
armonía de tu propio cuerpo en contacto con la naturaleza más liquida. He
tardado años en sentirme libre, pero llevo dos décadas disfrutando como si se
tratara de una experiencia arcaica en lo personal, un placer inequívoco. Tardó
en comenzar por una apresurada y torpe enseñanza de mi padre y por el demasiado
temor o respeto que le tuve a la materia. Y en la tierra donde nació mi viejo encontré
mi mejor brazada, comprendí que tenía mi propio estilo, disfruté poder ir a
nadar pensando que incorporaba un hobby, pero lo que alcancé fue el entendimiento
de una soledad magnifica que me permite estar a gusto conmigo mismo.
“Alemania declara la guerra a Rusia.
Por la tarde, me fui a nadar”, a pesar de ser una afirmación desoladora la de
Frank Kafka, aquel 2 de agosto de 1914, el símbolo de este minirrelato pueda
significar que, a pesar de la barbarie inminente, el efecto reparador de la
natación podría disimular los días intensos que sobrevendrían. Por otro lado,
Kakfa acudía a nadar con bastante habitualidad a pesar del eterno conflicto con
su cuerpo, entre otras cosas, para poder ejercer uno de los tantos privilegios
que aporta la natación: no hablar mientras nadamos. También solía remar por el
Moldava, se desfogaba en estos deportes, quizás para permitirse conocerse a sí
mismo -más allá de marcar la literatura de la segunda mitad del siglo XX – ya que
era un hombre con demasiados conflictos personales y problemas físicos, que lo
llevaron pronto a la muerte. Pero gustaba de nadar, como si en ese acto pudiera
atravesar ese rio ilusorio que le permitiera arribar a una orilla, justo Kafka,
quién siempre se sintió oprimido en su Praga natal.
Nadar no es solo positivo por una
cuestión física o de salud. Es también fundamental para el espíritu. A pesar
del esfuerzo y el cansancio, lo bien que uno se siente cuando alcanza la orilla
y finaliza una larga sesión de brazadas es beneficioso para nuestra salud
mental. A mí, la cercanía del agua me relaja, me calma y tranquiliza. Es
inspiradora, porque me permite mejorar mi continuo aprendizaje. El mar
transparente que puedo gozar en estas tierras me acentúa esa sensación de paz
al zambullirme, mejora mi autoestima y no es un juego de palabras, me mantiene
a flote.
Y recuerdo con tristeza mis primeras
experiencias. Mi madre me propuso clases en el club como para aprender algo que
se insinuaba que sabía. Pero yo guardaba miedo en la misión, y una tarde de
sábado, mi padre en complicidad con mi tío -su hermano- aprovechando que
caminaba distraído cercano a la parte honda de la piscina, me dieron un aventón
jamás solicitado, y dentro de la posterior confusión, perdura en mí la
indiferencia de ambos de verme manotear y gimotear sin sentido, como no
encontrando la salida. A duras penas, me aferré a uno de los bordes y logré
salir, ante la risa absurda de ambos. Mi cara de enojo motivaría lo jocoso del
accionar de los hermanos, pero ese hecho nimio me alejó mucho tiempo de las
profundidades. Si bien me tiraba a la piscina, aprovechaba el arrojarme para
pasar con mayor prontitud la zona honda de cualquier piscina y sentir el
resguardo de hacer pie. Con esa constancia, me permitía practicar brazadas o
buceo, pero no logré durante mi adolescencia esa liberación que el agua
propone.
Y simbólicamente fue mi viejo el que
me devolvió la armonía con las profundidades. Al venir a vivir al lugar donde
él nació, me tentó la tranquilidad de este mar y me permitió superar esa, hasta
ese momento, perpetua resistencia. Todo comenzó con una treintena de brazadas
para retornar al lugar donde el pie controla el suelo. Pero el desafío fue en
aumento, y en breve me encontré frecuentando largas sesiones de natación, donde
yo era el principal sorprendido, la armonía de mi respiración, el disfrute
evidente y la tranquilidad que te genera esta actividad, hablaban de una
persona bien distinta. Quizás ese día me sentí adulto, tal vez por vencer un
fuerte miedo. Aunque esa maduración no se pueda alcanzar nunca, uno esta
atiborrado de temores que no alcanza a veces a superar. Pero el sacar la cabeza
para respirar y observar el azul perfecto del cielo y meter la cabeza para
bracear y comprobar lo cambiante que puede ser el color del mar, además de
mejorar mi colesterol malo, me permitió comprender la metáfora de Kafka: se
puede nadar libremente y es posible liberarse nadando.
Y genera un efecto narcisista, no se
puede negar. El cuerpo parece gobernarse a sí mismo, como un ente autónomo en
un medio que no ofrece más soporte que flotar, y avanzar en base a un armonioso
movimiento de brazos, piernas y cuello. Esa libertad podríamos decir casi
carnal supera a veces esa otra libertad esporádica de poder elegir otras cosas,
porque avanzamos en un medio que no es el nuestro por naturaleza, pero sabemos
someternos a sus designios. Nadar es
flotar, es como volar, es como sentir una especie de supremacía. Además, como
al pasar, dicen que es el ejercicio físico más perfecto. Trabaja todo el cuerpo
y te puede ayudar a mantener una posición erguida hasta la misma vejez. Acaso
no sentimos envidia al ver a una persona mayor prepararse para entrar al mar y
ver esa postura de dominio en su cuerpo, que lo prepara únicamente para esa
ceremonia, sin importar si hace frío o si se tiene pereza.
Hace un par de años me cuesta sostener
un ritmo de brazadas. Me estoy sintiendo viejo, quizás de espíritu. Al entrar
al agua, ya siento un frío que antes no me molestaba y de forma particular, me
ha sucedido una vez un perverso juego mental que se ha mantenido hasta la
fecha: adentrado en el mar y sosteniendo un tranquilo ritmo de brazadas, mi
mente se preguntó en el medio del “paraíso”, que pasaría si me diera en ese
momento un infarto, ya que no tengo ni idea de cuál es mi estado físico en
general para estar nadando, como si no hubiera transcurrido un año desde la vez
anterior. Generó un efecto inmediato, me di la vuelta y presuroso, intenté
acercarme a ese suelo que devuelve a la realidad, el hacer pie es dejar atrás
la liberación. Este es el tercer verano que debo pelear con mi cerebro, órgano
que no da paz siquiera en las vacaciones.
Uno de los pocos cuentos que han
superado una buena crítica de todos los que he hecho, se refieren a mi propio
naufragio como metáfora. Despertaba sin sentido -los sueños se especializan a
veces en dar pinceladas ridículas- en el mar, rodeado de elementos que
denotaban un naufragio, el mío. Era una época convulsa -como si no lo fuera
siempre- y el cuento basaba en el ejercicio mental para obtener una liberación
y cambiar de rumbo. En esa época aún no nadaba con habitualidad, pero utilicé
la soledad del océano como decorado para reconocer lo perdido que me sentía. El
cuento termina bien -aunque varios lectores interpretaron lo contrario, de ahí
lo peligroso que resulta compartir tus pensamientos o escritos- y me retiro con
unas brazadas armoniosas en la búsqueda mi nuevo destino. Este cuento a veces
me acompaña, estará perdido en algún disco externo y tengo una amiga que guarda
una edición impresa del mismo, aquí en el país vasco. En este blog ya he
escrito anteriormente sobre el hecho de nadar – aunque no me acuerdo el momento
y no quiero buscar el link- pero el verano que ya está entre nosotros me tiene
que ayudar a dejar de sentir ese frío que es sólo interno y mi mente se debe
olvidar de la posibilidad de un infarto. En el medio del mar la cabeza solo
debe pensar en repetir los movimientos y sentir el placer de estar conviviendo
con la naturaleza, obteniendo una infima parte de protagonismo. Y el agua me
relaja, y aquel cuento que hasta ganó alguna vez un segundo premio, me recuerda
a un profesor cubano que en algún momento me quitó otro miedo intenso, el de no
poder escribir. Él me ayudó en el destierro, sin apurar mi brazada, a no
ahogarme en ese vaso que es la vida. Por eso hoy, me zambullo en varios
recuerdos: mi viejo, el mar, los escritores que tan bien sintetizaron el respeto
que el agua genera y mi querido profesor de literatura, que seguramente
resistirá las inclemencias de su país de acogida. Espero que siga a flote…
PD: ¡saludos Amelio!
PD 2: Encontré la vez anterior que
escribí sobre nadar. Fue en 2015 y ya mencionaba ese frío interno que me alejaba
del mar adentro. Es hora de superar lo gélido de mis huesos o de mi alma…
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