"Nuestras vidas están hechas del mismo material con que
se hacen los sueños".
William Shakespeare
Para algunos eran marginales, pero
para otros tantos eran bohemios libertarios que escogieron vivir al margen y
libremente, del dominio burgués. Su presencia despertaba curiosidad o miedo,
nunca indiferencia. "No hay ninguna libertad en pasarse todo el día
trabajando para conseguir apenas un lugar donde dormir", estos seres
olvidados fueron alguna vez parte interesante del decorado de cualquier calle o
plaza de todo barrio en el Buenos Aires de nuestra infancia, de nuestras elucubraciones
o de nuestro aprendizaje. Porque de ellos se aprendía a través de charlas o de
observarlos. Los linyeras, vagabundos o crotos fueron parte de una postal de un
mundo que cambiaba pero no a pasos tan acelerados como los de estos días.
Muchos de estos personajes adoptaban
ese estilo de vida de forma permanente. Para otros, fueron circunstancias
momentáneas que los alejaron de una vida antes estructurada y a la que, por
contingencias misteriosas, se vieron obligados a recurrir a la calle como forma
de vida. No debemos confundir la situación con los tiempos globalizados que
corren, donde la gente ha perdido todo y vive a la intemperie, pasando a ser
considerados marginales o caídos del sistema. La precariedad y la desnudez de
hoy se contraponen a esa visión de caminante austero que los linyeras se
hicieron acreedores en el siglo pasado. Quizás fuera una visión extremadamente
romántica la que se impuso. Tal vez, unos y otros fueron y serán la memoria
fiel de una sociedad que solo aspira a ser triunfadora y no admite o no desea
ver a esos "pobres estructurales".
Recuerdo a varios de ellos que se
acercaban a la plaza de mi barrio. Su aspecto lúgubre invitaba a observarlos
desde lejos. El azaroso botar de un balón nos acercó tantas veces hasta sus
bancos donde conversaban o simplemente veían pasar la tarde. En mi caso
recuerdo sus nombres o apodos: Santiago, Luján, el tarta, el chiqui o el
cordobés. Todos tenían un aura particular, algunos de docilidad y otros de una
agresividad o repulsa apenas contenida. Eran parte habitual de nuestra escenografías.
Si bien desaparecían durante semanas, era llegar una tarde a la plaza y divisar
en el banco que daba a la calle Manuel Ugarte alguna figura solitaria o colectiva.
Allí estaban, no molestaban a nadie. Y tantas veces éramos nosotros los que les
alterábamos su tranquila rutina.
Al cordobés le buscábamos las cosquillas
hasta que se ponía en guardia invitándonos a la pelea marginal. Gritaba e
insultaba, tenía como un latiguillo verbal que nos hipnotizaba de tal modo, que
tantas tardes solo le molestábamos para que nos gritara ese eterno juramento.
Los jóvenes de la plaza solo utilizábamos una palabra lacerante, que terminaba
con esa resistencia que quizás se proponía, de no reaccionar ante nuestros
embates. Pero la simple mención de nuestro latiguillo lo erizaba, finalizaba
con cualquier tipo de resistencia. "Cordobés, cobarde" era el grito
que le ponía en inmediata pose boxística de velada de principios del XIX. Nunca
nadie hizo "guantes" con él, nos bastaba simplemente la pose pugilística
para salvar la tarde, es que la adolescencia tiene un costado tan imbécil que
como dogma, las generaciones mantienen y sostienen.
Luján te saludaba con una frase
también eterna. Al decirle: "Luján, buen día", invariablemente
respondía: "Eminencia" y luego del saludo introductorio encontraba el
hueco oportuno para su segunda y más distinguida frase: "Qué papa la vida".
Llamaba la atención esa máxima porque no daba la sensación de que la vida fuera
una papa -algo que se disfruta o es fácil vivir- pero a Luján nada parecía
torcerle un rumbo tal vez definitivamente torcido. Siempre sostenía una
conversación interesante, su cultura pugnaba por salir en cada encuentro. Y
otro sello distintivo de este personaje, y de todos, era la extrema debilidad
por ese potaje siempre escondido a través del papel de periódico. Era norma de
decoro o inocente protección moral de llevar la botella de vino peleón
camuflada entre notas periodísticas.
Santiago, en cambio, te daba mala
espina. Mirada inquieta y ladina, intentaba siempre por las buenas mostrar una
cara de circunstancia, y si no funcionaba tu misericordia por obsequiarle
algunas monedas, despertaba su instinto agresivo, que casi siempre finalizaba
con alguna corrida, eso sí de escasos metros. Los vagabundos de antaño no
parecían gozar de buena forma física. Es que vivir de la calle daña las
articulaciones, envejece prematuramente las células del cuerpo y de la mente, y
esos zapatones circenses -similares a los de los payasos Fofó y Miliki- no
permitían surcar las milésimas de segundos que una buena zapatilla playera de
hoy acortan las distancias. Santiago despertaba mucho recelo y lo llamativo es
que casi siempre lo acompañaba el "Tarta", quizás el personaje más
entrañable de esta tour de personajes callejeros.
La historia de los apodos juveniles
confirman la crueldad del género humano. Del Tarta quizás nadie recuerde su
nombre, pero todo adolescente de la década de los setenta y ochenta del barrio
de Belgrano recordará a ese linyera de mirada suave y de voz tartamudeante, que
entre tanta confusión siempre repetía la incorrecta frase semántica de:
"¿Tienes un safo, chiquito?". Zafo era la incorrección de un
incorrecto lunfardo. Faso era la mención del cigarrillo, pero el pobre
"tarta" nunca logró sortear la tarea de mencionarlo correctamente.
Cuarenta años después recuerdo con nostalgia una palabra que en realidad no
significaba nada, pero que perdura en mi inconsciente con un significado tan
definido.
Y me queda la historia del Chiqui,
quizás la más compleja. No daba la sensación de ser el Chiqui un personaje
anárquico que escogiera ese medio de vida para expresar su libertad. Todo en el
Chiqui trasmitía la mala vida y sus designios. La vida equivocada, las
decisiones intempestivas que siempre resultan perjudiciales en un destino. Sus
muñequeras estilo jugador de futbol de los años setenta le daban un aire
arrabalero, sus collares de baja bijou en el cuello abierto de su eterna
camiseta negra, su andar chaplinesco de su metro cincuenta, que intentaba ser
intimidante y apenas resultaba hilarante invitaban a desafiarlo. El Chiqui
tenía una forma física que invitaba al adolescente a no bajar la guardia,
además de tan cansado de la burla que estaría, solía intimidar con alguna
navaja o cuchilla tramontina. Un día te corría y el otro te invitaba a que
reflexionaras sobre la irreflexiva tendencia que la juventud gobierna en tus
enzimas. El Chiqui quizás fue presa siempre de sus impulsos marginales. Del
Chiqui recuerdo quizás lo más triste de aquellas épocas: cada tanto lo
acompañaba una niña, quizás su hija, tal vez su hermana, en todo caso una pobre
alma perdida.
A casi todos lados les acompañaban
su escasa pertenencia. El rancho o atado de ropa también denominado
"mono" era el capital con que todo "croto" le peleaba a la
subsistencia. Abrigos, frazadas, cartones, cazos para comer, mechero para
calentar un improvisado fuego, una cuchara para comer caliente o frío, la pava
para tomar unos mates amargos o la botella de vino eran su principal compañía.
Tantas veces acudían a la plaza con lo mínimo, se sospechaba que dejaban a
resguardo las pocas pertenencias, ya que al atardecer se marchaban de la plaza,
no dormían allí, quizás lo hacían al amparo de las vías o de algún galpón de
estación ferroviaria.
Luján aprovechaba cualquier
conversación para pedirte alguna moneda. Era tan culto aquel hombre que
terminabas dándole un par de ellas. Si hasta nos acercábamos al supermercado
del chino del barrio para comprarle un cartón de vino tinto. Despertaba simpatía.
Al Tarta también se le ayudaba con dinero, o tantas veces con un sándwich o un
plato de comida. A Santiago apenas el buenos días, su estilo porfiado no creo
que la haya otorgado alguna vez beneficio alguno. El cordobés pedía a través de
la fragilidad de la mirada, pero parecía que al joven no le gusta que le
trasmitan fragilidad, pocas veces lograba con nosotros su objetivo. Y al Chiqui
nada le dábamos, pero tampoco nada nos pedía. Ni aún los días que lo acompañaba
su enigmática pequeña compañía.
Linghera era un término italiano que
designaba algo parecido a una mochila, equipaje típico del hombre de la calle. Allí
guardaba sus prendas de vestir y provisiones de boca. El lunfardo criollo lo
adoptó en linyera, palabra que representó en aquel tiempo a la persona de
aspecto pobre y desaliñado en las plazas públicas o en las cercanías de
estaciones de tren o en la mismísima vía muerta -vía férrea sin salida que
sirve para apartar de la circulación locomotoras, vagones, zorras o dresina de
rieles -. Linghera era quizás la representación de muchos hombres que llegaron
al país desde Europa desafiando el cambio de continente, la falta de recursos y
un sueño de buena voluntad por torcer un destino y crearse una posición
económica firme a través del trabajo ocasional de las cosechas -se les llamaba
trabajador golondrina, por la temporalidad de las cosechas-. Si eras un linyera
a lo largo del tiempo representaba el fracaso de esa intención o la
inadaptación al nuevo territorio.
Un Gobernador de la Provincia de
Buenos Aires, José Camilo Crotto, dispuso en 1920 que esos trabajadores temporarios
pudieran viajar gratuitamente en los trenes de carga cuando se dirigían a
trabajar en las cosechas. trabajaban en la cosecha manual del trigo o maíz
-éramos el granero del mundo- y se hospedaban en los galpones donde se
acumulaban los cereales. Pero las sucesivas crisis que Argentina propone inundó
las calles y los parques de nuevos "crotos", hijos de la ruina y del
desamparo laboral. Y el nombre oficializó no al Gobernador, sino a la
marginalidad de nuestros fracasos sociales reiterados.
"Que papa la vida" o
"eminencia" cada tanto retumban en las charlas de amigos de la plaza.
No puedo precisar si los linyeras persisten en las calles de Buenos Aires o si
han pasado a peor vida. Un croto hoy también es la definición despectiva hacia
aquel que luce mal vestido o no conoce de la elegancia. Aquellos crotos que
parecían tan mayores, quizás tenían nuestra edad de hoy, apenas rozando los
cincuentena. Pero parecían desgastados, consumidos, perecederos forzados. Fue
un estilo de vida tan peculiar, solitario, resignado que mantuvo sus propias
pautas y valores, quizás comprendiendo la vida que no debe ser material, manteniéndose
al margen de una sociedad global que hoy, con sus políticas sociales y
económicas puso fin el culto del linyera quizás libre para dar paso a la cultura
de la falta que oprime más que de la tenencia y del desamparo increscendo de
nuestros homeless...
Recordé a Luján, el cordobés, el
Tarta, Santiago y al Chiqui gracias a una canción interpretada por Daniel
Melingo y antes interpretada por Antonio Tormo, de las que le regalo el link.
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