"Si no me encuentras al principio no te
desanimes, si me pierdes en un lugar busca en otro, me detendré en algún lugar
a esperar por ti".
Walt Whitman.
Existen imágenes que son imposibles
desmentir. No tiene sentido, son figuraciones que por más que las desmontes o
justifiques, no habrán de cambiar. Se tratan de prototipos o moldes que las
sociedades eligen atesorar indefinidamente en los inconscientes colectivos. Cada
uno de estos arquetipos tienen defensores o detractores, como si tratara de las
polaridades de una pila o batería. Pero un arquetipo es un producto ideal,
antes reservado para las mitologías. Las imágenes son solo imágenes, después de
observar la reproducción, solo resta conocer la realidad.
Lo mismo sucede con algunas
profesiones, quienes las lleven a cabo tendrán un estigma que deberán
sobrellevar toda su vida: me viene a la
mente el cavador de tumbas, pero si sigo por allí me he de desviar del tema.
Recupero el hilo y pienso en un librero. ¿Quién no guarda la imagen del hombre
de barba y gafas, de mirada tranquila pero penetrante, que escucha el ruido de
la puerta que se abre de su librería sin inmutarse, mientras continúa con la
lectura o la clasificación de textos en su rústico mueble, que funciona como
escritorio? Seguramente, la presencia de un gato sigiloso ha de completar la
imagen de una librería de viejo, como se las llama.
Continuando con el prototipo, hemos
de aventurar que el trabajo de librero es bien bonito, todo el día leyendo y
esas cosas. Pero la realidad dice, que por más que sobreviva esa imagen en
muchos de nosotros, casi no encontramos a ese librero en nuestro barrio o
comunidad. Si hay libros, hay un centro comercial que los vende sin emoción,
con pseudos dependientes que siempre están apurados, que te entra apuro el solo
preguntar por un autor, que sin la ayuda del ordenador, no habrán de conocer. Y
si queremos menos emoción aún, tenemos la actividad comercial de la red, donde
promocionar o difundir un libro, es mera actividad del copia - pega de una
única y descolorida reseña, y en el complemento de la misma foto, "actividades"
tan mal desarrolladas como la mejor de las tecnologías. La única emoción sigue
siendo recibir un libro.
El de librero, parecía pertenecer a un
género - oficio extraño. Revisar, catalogar, clasificar y recomendar textos.
Estar atentos a encontrar o re ubicar una joya o incunable, a recuperar una
edición perdida, a defender a un escritor muerto hace tanto tiempo, difundir al
nuevo talento, recibir novedades, alternar una recomendación razonada con una
venta. ¡El respeto que generaba encarar una librería y preguntar por un autor o
libro! Debíamos tratar de estar a la altura del librero, teníamos que conocer
de antemano lo mínimo sobre lo que íbamos a preguntar. Pedir una recomendación
de lectura equivalía a un cuestionario previo donde se ponía a prueba tus
cualidades como lector. Y una vez superado el sondeo, indefectiblemente te
habrías de llevar a casa algún ejemplar que te habría de "partir la cabeza",
al extremo de renovar tu pasión por la lectura con apenas leída la solapa del
libro recomendado. Este fenómeno garantizaba el permanente retorno, la eterna
búsqueda de un nuevo descubrimiento, ser un amante eterno de la lectura y un
potencial escritor, el día que te animaras a plasmar tanta lectura.
Lo llamativo de este oficio, es que
no se trata de creadores. En definitiva, estamos hablando de intermediarios que
estipulan un valor comercial a los títulos que les van llegando, perteneciente
a personas que vaya a saber porque, están
queriendo vender libros. No, no son creadores pero eran iniciadores de un
estilo casi perdido. El librero es una especie de amigo de la cultura, un
filosofo, un consejero, un obligado descanso para sostener una agradable
conversación que devenga o no en transacción, un renovado informador de la
actualidad pero vigente en lo clásico, una persona que te permite sentirte
culto, a pesar de haber estado solo escuchando.
Debemos asumir que ya no se trata de
un proceso de transformación, lo que está sucediendo en el mundo de hoy. Las
librerías cierran, y casi de inmediato -sin luto posterior- se abre una tienda de
fundas o protectores de móviles en el mismo espacio físico. En el mundo se venden más plays-station que
libros, son los padres los que estimulan más el culto a Cristiano Ronaldo o
Messi que a Emilio Salgari o Julio Verne. Si queremos un libro en un lugar
físico, son más las librerías de formato centro comercial o cadena las que
frecuentamos. Si ya perdimos la posibilidad de tener tiempo libre para buscar
un libro por las calles, optamos por la compra por internet. Así todo, algunos pocos
viejos libreros resisten el paso del tiempo, tanto el de los autores que
recuperan como el del oficio que atesoran.
George Orwell trabajó como librero
en una de sus malas etapas económicas. Mario Vargas Llosa trabajó en la
biblioteca Nacional de Lima. Rubén Darío desarrollo su primer empleo en la
Biblioteca Nacional de Nicaragua. Jorge Luis Borges no solo fue director de la
Biblioteca Nacional de Argentina, sino
que describió a las bibliotecas como paraísos mundanos, inmortalizándolas a
través de "La biblioteca de Babel", donde un universo compuesto de
bibliotecas de todos los libros posibles, reposan ordenados o sin orden, pero
siempre preexistiendo a la existencia del hombre. El manuscrito del cuento
reposa en la librería de viejo Lame Ducks Books, en Cambridge. Ernst Jünger,
antes de su muerte en 1998, aventuró que la gran tarea del hombre en este siglo
sería combatir la desertización espiritual del mundo.
La primera vez que leí "La caverna",
de José Saramago, sufrí por la caída laboral de mi viejo, inevitable en aquella
crisis que desembocó en el corralito argentino. El libro coincidía con el
desgarrador final de una generación, donde el oficio se asemejaba a una
tradición artesanal avasallada por la producción masiva que necesita el
capitalismo. Dos décadas después, con la vigencia mermada de este escritor desaparecido,
"La caverna" me recuerda la perdida de la capacidad de conexión con
el otro, que para mayor crueldad, conlleva a la desconexión con nosotros
mismos. No nos estamos reconociendo como
humanos, las máquinas nos reemplazan en la producción y el consumo nos
"permite" abandonarnos como usinas culturales. Veinte años después no
sufro por mi padre, quizás sufro por mi pasión por trasmitir pasión a los que
no ya no disimulan su falta de pasión, paso previo a considerarme un artesano
extinto, fuera de circulación. Nos avasalla esa mayoría que no disimula que quiere
saber menos, postergando a esa minoría que solo puede aspirar a saber más, eso
sí, disimulando que solo de esta manera, tolera formar parte del sistema.
La caverna se refiere a los viejos
oficios que están desapareciendo sin que se derramen más lágrimas que las de
las víctimas directas. Personas educadas para vivir en otra época, pero que
deben asistir a este tiempo donde el progreso significa el sacrificio de un
viejo estilo. El centro comercial es el emblema de la ausencia de comunicación,
aún cuando al transitarlos nos supere el ensordecedor ruido ambiente y la
insípida megafonía. El tiempo libre se considera aprovechable en un centro
comercial, mientras se me acelera el corazón buscando la salida, da la
sensación que la mayoría que frecuenta estos centros, ralentizan su alma
mientras degustan otra hamburguesa de chatarrería, mientras no pasa ni suma nada
a ese tiempo de ocio. En el centro comercial no suele pasar nada, ni siquiera
estás obligado a comprar, en el centro comercial en realidad, baja el nivel de
nuestros deseos.
A todo aquel que nos apasiona la
lectura o la escritura, si pudiéramos escoger seríamos libreros. Seguimos
soñando por más que sea una imagen idílica más vinculada al pasado, y el oficio del librero no responda al solo hecho de leer y hablar de libros. Los libros
no sobreviven por las grandes cadenas o centros comerciales. El libro resiste, porque
aún no se ha descubierto otro objeto que permita asentar, guardar o difundir el
pensamiento humano y su experimentación con la realidad. El libro predomina por sobre las imágenes audiovisuales (TV o internet), ya que las emociones que estas portan no necesitan pasar por el intelecto para generarse, para tener entidad, como si sucede con la novela, ensayo o poesía, donde el mecanismo intelectual se interpone ante el vacío juego de emoción y razón, tendencia manipuladora de hoy día. Las ideas podrán sobrevivir, aunque el propio hombre no cese de transvalorar sus propios
valores.
“Si me dices que no
sabes, te enseñaré hasta que sepas. Si me dices que sabes, te preguntaré hasta
que no sepas.”
Inscripción en los muros
de la Alhambra, en Granada.
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