"Los únicos interesados en
cambiar el mundo son los pesimistas, porque los optimistas están encantados con
lo que hay"...
José Saramago.
Un día me dejé crecer la barba y ya
pasaron treinta años de ese hito. Harto de sufrir mañanas de rasuradas, irritado
por abrir los poros de mi cara con abundante agua fría, molesto por el ardor
que generaba la loción post afeitado en mi delicada piel, sensible por los
habituales cortes que me generaban persistentes gotas de sangre que tardaban en
cicatrizar, afligido por la estética al salir de casa con un papel absorbente
pegado sobre mis variadas heridas y dubitativo por los escasos pelos que
asomaban tras un par de días de descanso de piel, comprendí que era un buen
momento para transformar mi fisonomía. Y le dije adiós a la maquinita de
afeitar. Expliqué como justificando, que el día que me cansara la barba, me iba
a dar cuenta con solo mirarme al espejo. Y actuaría en consecuencia.
Un tiempo después me cansó ver como
se desarmaba por nada mi raya peinada al costado. Acostumbrado a la educación secundaria
en colegio de curas, pasé cinco años utilizando el cabello mojado, la gomina
como refuerzo para sostener toda la mañana, los mechones prolijamente peinados.
A medida que crecía la melena, sostener equilibrada la raya parecía un despropósito.
El lacio de mi cabellera no aportaba soluciones estables y debí afrontar el
segundo cambio de imagen en mi etapa de adulto. Un buen amigo me aconsejó
acostumbrar mis cabellos con un peinado hacia atrás, despejando la frente. Y
hasta hoy, ese cambio lleva veinti tantos años.
Y pasé por un tiempo de la
resistencia, también denominada rebeldía. Tantos años con los amigos sacerdotes
obligan a uno a revelarse. Durante mi estadía en el secundario, todos los
viernes soportábamos estoicos la revisión estética de cabelleras. El preceptor
general nos aguardaba, tal encerrona, en la salida misma del colegio, y con el
novedoso método de pasarte una regla en el espacio que va de tu nuca a la base
de la camisa, de surgir mechones impensados, te conminaba a pasar por la peluquería
para normalizar tu atractivo, sino no ingresabas a clase en la mañana del
lunes. Conscientemente no me molestaba, pero al terminar el colegio, dejé pasar
unos años y me dejé el cabello casi hasta la cintura.
Durante años se asoció mi imagen con
el pelo largo. Largo pero prolijo era mi defensa. Había una moda en el país,
era extraño encontrar a algún joven con el pelo corto. La tendencia era
atribuida al regreso de la democracia; quizás cansados de asociar la apariencia
con tu valor ciudadano, la mayor parte de los jóvenes optaron por dejar de lado
a los peluqueros. A mí me duró la fiebre un par de temporadas. Pero juro que no
me revelaba, no había sufrido en demasía el acoso de mis instructores. Pero era
un cambio novedoso en mi fisonomía, barba, pelo largo y peinado hacia atrás, varios
me comparaban con el de los Bee Gees. Tranquilizaba a mis padres confesando que
me cortaría el cabello el día que me levantara molesto con mi imagen.
Llegó el día que sentí fastidio por
el largo de mi cabellera y tuve la necesidad de acercarme a mi peluquería de la
infancia, "Joseph & André". Josep continuaba en el negocio, pero
André había fallecido poco después de terminados mis estudios. Me acerqué a
Josep y le encomendé que me lo cortara bien corto. Él cumplió mi pedido, pero
comprendí que su tiempo había pasado. Ahora necesitaba la asistencia de un
estilista, si no, no estaba a la moda. El estilo barbero que me impuso mi padre
se había dejado de utilizar, el corte de cabello era un arte, no una esquilma.
Y me puse a buscar coiffeur y mejor que fuera mujer.
Y una mañana de sábado me puse un
aro. Mis pobres viejos estudiaban mi metamorfosis y no sabían a que atribuirla.
Siempre supuse que no se trataba de rebeldía, me había gustado la idea y la
había barruntado durante meses para finalmente decidirme. Mi viejo lo tomó
a mal pero como yo no era una fuente de
conflictos, cedió su voluntad a la mía. Y yo le demostré que no era un chico
heavy metal. Otra vez la promesa de que me lo quitaría el día que no me
sintiera cómodo.
A medida que escalaba posiciones en
los trabajos, se aplacaron mis ínfulas de cambios o conquistas fisonómicas.
Estabilizado en una barba prolija, en un corte de cabello mitad corto, mitad a
las puertas de estar largo y con una cruz en mi oreja izquierda, pase unos años
donde me dediqué a conservar mi apariencia. El único cimbronazo importante en
esos días fue la incorporación de la escritura en mi vida. De la nada, por un
impulso sensual que me generó una charla de Mario Vargas Llosa, dada en La
Feria del libro, me encontré junto a las bases de un concurso de novela, y en
pocas horas con la idea de una obra de ficción, que finalmente presenté y nunca
supe en que carilla de su lectura fue descartada. Seguramente tras la frase
inicial.
La literatura me convulsionó. Hay un
antes y un después en mi vida, tras el afán impulsivo de leer más y más novelas.
Además, los fines de semana me encerraba en la oficina, donde escribía y
diseñaba una mini revista deportiva. A la espera de los resultados deportivos
del domingo, dejaba la revista bien encaminada. Los lunes me levantaba un par
de horas antes, con la firme decisión de completar el diseño e imprimir la
revista, antes que se acercaran mis compañeros de trabajo y comenzara la locura
de trabajar en campañas publicitarias. En el viaje en tren se mezclaban las
sensaciones de una nueva edición de mi seminario, con la lectura de alguna
novela, más los apuntes de nuevas ideas para escribir un cuento u otra novela.
Esa fue una época fructífera, pero demasiado solitaria.
Un día estalló la crisis en mi país
y fijé mi atención en un pasaporte que me ayudó a tramitar mi viejo, vasco de
nacimiento. Harto de los abusos laborales, escuché impertérrito la última vejación
que me proponía el empresariado local y decidí irme del país para sacar
adelante una delicada situación familiar. Aún me sorprende la decisión, yo
nunca fui un tipo aventurero. Mi inquietud nunca sobrepasó el largo de mi
cabellera o lo tupido de una barba. Pero en menos de dos meses, estaba en un
aeropuerto europeo, con algo más de quinientos flamantes euros (porque
coincidió con el cambio conjunto de moneda) y sin saber cuál iba a ser mi
destino. Otra vez pensé que se trataría de una experiencia que duraría hasta
que una mañana sintiera necesidad de ponerle fin. Tal como había supuesto con
la barba, con el cabello, con el aro, con la revista deportiva y con los
cuentos o novelas.
Fue novedoso dejar de trabajar en lo
que siempre había trabajado, la publicidad. De un día para otro, tuve que
reciclar mi existencia, pero el currículum experimentó a la baja. No me
preocupó en demasía, ya que valoraba la posibilidad de funcionar en otra
sociedad. Y sin hacer ruido, y con ayuda de un par de personas, comencé a actuar
en el viejo continente. Pensé que nacía una nueva persona, despojada finalmente
de prejuicios y limitaciones que te brinda la seguridad del entorno. Fueron
años duros pero valiosos por la experiencia y por mi madurez de afrontarlos.
Me fui adaptando a ser un tipo
solitario. Me acostumbré a tantos silencios, me resigné muchas veces a recoger
sólo miradas de prudencia, tal vez de indiferencia. Perdí un don que no sabía
que en mi Buenos Aires tenía, que eran los contactos y las influencias. No tuve
tiempo ni para escribir un cuento, no tenía ordenador en esos primeros años,
tampoco la originalidad de una nueva idea. Perdí el aro en un aeropuerto al
pasar por un escáner y lo tomé como la obligada necesidad de cambio. En la
peluquería del pueblo me cortaban el pelo más rasurado que en la época del
colegio, o intentaban hacerme un estilo retro imitando al jugador de fútbol cutre
del momento. Decidí que mi esposa tenía bien claro la estética que necesitaba
en esta nueva etapa y le encarecí que además, fuera mi estilista. Prometí que
volvería a una peluquería el día que no me gustara lo que me ofreciera el
espejo.
Me han pasado muchas cosas en los
últimos catorce años. De las buenas y de la no tanto. Pero siempre conservé la
tranquilidad de que la vida es lo que es y que todo se puede revertir. El mejor
ejemplo fue mi propia existencia, fui transitando etapas casi sin darme cuenta.
El año pasado ingresé en la facultad con la idea de estudiar una carrera. Me
acerqué a buenos amigos con la idea de encarar un proyecto propio. Me repuse de
una experiencia de pocos meses en otro país, cuando la idea era de experimentar
al menos unos años. Volví al mismo lugar que me tranquilizó en 2002, luego de
tan dura movida. Pero un día entré en
crisis, y creo que en estos meses, mi vida ha hecho finalmente un crack. Los
piadosos aseguran que es la crisis de los cincuenta. Creo que no hubo década
que no me haya afectado.
En la última semana, me he levantado
con evidente fastidio. Hoy me detuve en el baño y me miré al espejo. No me
gustó mi semblante. Tengo la barba repleta de canas, tengo cansancio y
demasiada nostalgia en mi mirada. En el camino a la cocina, me asfixió una
sensación de fastidio, más bien de hastío. Sentado en la misma silla donde
desayuné los últimos trece años, me di cuenta que siento bastante malestar, que
me está venciendo la desilusión. Prendí el portátil y encaré una hoja de Word
con la idea de aportar al blog la última entrada del mes. Con la súbita
aparición de solitarias lágrimas en mis mejillas, creo comprender que aquella
eterna frase de que el día que me levantara sintiéndome un fastidio, algo
debería cambiar, parece que ha llegado. La barba me sigue gustando, el pelo
hacia atrás está estabilizado, la literatura me apasiona cada día más, escribir
un nueva novela parece una idea posible; pero el vacío persiste, ya no puedo
disimular que necesito decidir un cambio...
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