“Se puede confiar en las malas personas… No cambian jamás”
William Faulkner
Siguiendo los lineamientos de un imaginario manual, el arma
principal de un óptimo escritor lo brinda su lenguaje. Para esto es
indispensable manejar un frondoso vocabulario, refrescando periódicamente
conocimientos generales, sin descuidar el buen uso gramatical. Tener opinión
propia también es importante, y disfrutar de imaginación para plantear
situaciones por escrito, lo que motivará o no, que tengas seguidores de tus publicaciones.
Trato de unificar todos esos dogmas, más allá de tener o no éxito en el
emprendimiento. Aunque en el actual mundo tecnológico, reconozco que en los
últimos dos años, persiste en mí una falencia dolorosa, contundente: Aun hoy,
en los distintos comentarios de mis ciento setenta y una entradas, mi blog no
ha despertado la curiosidad de los trolls.
La tecnología y la psicología persiguen diversas teorías para
justificar qué son los trolls y porque existen. Más allá de que algunos son
personajes pagos que “ofician” de trabajadores, creo comprender que en su
mayoría, se trata de personajes normales, con trabajo digno, familia
estructurada, pero que en sus intervenciones sociales, se transforman y alteran
el concepto que puedes guardar de ellos. De la nada, sin apariencias de
interés, pueden regalarte un mal trago, una opinión o discusión que bombardee
el buen clima de una reunión familiar o de amigos. Y en la web, se puede sentir
más respaldado, el anonimato le permitirá soltar con más tranquilidad esa
especie de inquina social que le persigue.
Cuando vivimos en un mundo que todo accionar conlleva un nombre
a la manera de titular, el “efecto internet”, afirma que algunos usuarios
entran en un espiral de delirio de grandeza y supuesto poder, cada vez que se
conectan a la red. Una vez fuera de los navegadores, retorna a su vida normal.
Aquellos que estudian nuestro accionar, contemplan que los habitantes de la
web, pueden satisfacer finalmente acciones a las que no se animarían en su
cotidianeidad. El ludópata digital es posible que nunca haya pisado un casino,
el pornógrafo virtual posiblemente nunca habitó la mala vida, y el comprador
impulsivo de los carritos de las páginas web, no fue habitué nunca de las
grandes tiendas. De ser cierto, es indudable que el “opinador” puede sentir
comodidad de expresar su eterno disconforme en los escritos de los demás, y si
los llegamos a conocer personalmente, los distinguiremos como opacados, perezosos
de mostrar conocimientos o opinión en público.
En nuestro pequeño mundo exterior quien no guarda recuerdo del
eterno contra, del persistente demoledor de la armonía grupal. Yo recuerdo a
varios, tengo un conocido que ante la posible muestra de alegría grupal por el arribo
del calor y de la playa, se apresta a asestar un supuesto golpe sorpresivo, del
que ya nadie se sorprende, y te anuncia con una especie de saña, que pasado
mañana vienen lluvias y tormentas. Por otro lado, son ya varios los amigos, que
al arribar a una monótona reunión, no aguardan ni a estar bien acomodados en su
asiento, para hacerte algún comentario político vinculado o no, al sentir de la
mayoría presente. Esta aquel, que amparado en tener una precisa sobre cualquier
tema, hace de su breve opinión la verdad absoluta. O el respondón que siempre,
pero siempre, intentará llevarte la contra, disfrazada de antagonista, desde
épocas remotas, cercanas a tu nacimiento. Al proceder de cualquiera de estos
casos, la velada ya no trasmitirá ni la frescura ni lo insípido de hasta ese
momento.
Así es que creo que los trolls son minoría, el problema es que
su ruido afecta y perturba a la enorme mayoría que los frecuenta. Ellos tienen
una particular definición de lo que se refiere a pasárselo bien. Ante la
debilidad de carácter de un semejante, escogen la palabra indicada para
agrandarle sus dudas. Ante la vanidosa ostentación de sabiduría de un mortal,
ellos escogen concisas definiciones para cuestionar su buen saber, y
enfrascarlo en un alegato subido de tono, que desestabilice al orador, sin
llegar a ningún acuerdo, pero dañando la salud mental de aquel individuo que si
bien es inteligente, se descompensa ante la burda interpretación que le
transmite. Muchas veces nos hemos divertido a costa de la reacción de un
conocido, muchas veces el troll de nuestro amigo contó con nuestra complicidad
para cinchar al pagado de sí mismo. La web
no es distinta, se nutre de la misma jauría.
El personaje on line, una vez instalado frente al ordenador,
desarrolla cinco fuerzas psicológicas, a saber: Grandiosidad (no existen
límites que los frenen, salvo la buena o mala conexión a la red), narcisismo
(en cuestión de segundos, se sienten el centro mismo de gravedad del universo
digital), oscuridad (la red permite reflejar el lado más morboso que
ostentamos), regresión (dejamos de lado la formalidad para convertirnos en
adolescentes conflictivos) y la impulsividad (quizás la que demuestra mayor
debilidad, ya que sufrimos arrebatos por participar o condenar, que de contar
hasta diez demostraría que no es importante ni trascendente nuestra
participación).
La era digital amplió esas tendencias psicológicas, destacando
esa impulsividad de querer mostrar al instante los estados de ánimo, y el
sadismo de querer estropear todo fundamento ajeno. La receta suele ser la misma
de siempre, el silencio. Los rasgos que definen a un troll no soportan una
ausencia clave: la falta de una audiencia. Si ante un agregado despectivo o
hiriente, la cadena de comentarios continúa acorde a la línea editorial de la
publicación, el aburrimiento o indiferencia permitirá la retracción del
personaje nocivo. Porque está demostrado que una respuesta que delate la
ignorancia o idiotez del comentario, o una interpretación positiva para
desmontar la agresión invitando al retiro, potencia el éxito del troll, lo
estamos alimentando.
El lógico accionar invitaría a considerar si el comentario
contiene validez o no. Y si afecta nuestro ego. Son ejercicios propios, ya que
no tiene sentido intentar comprender la animosidad de nuestro detractor. Si
analizamos nuestra conducta, es factible poder controlar la de los demás. Si
una condena errónea no obtiene la respuesta deseada, dicha conducta se
intensificará como desesperado recurso, pero se extinguirá luego de persistir
en su desprecio. Una manera acorde de estudiar estas reacciones es reconocer
que son normales en distintos órdenes de la vida, pongamos por ejemplo lo que
sucede hoy por hoy con los niños, por ejemplo. Los vemos llorar casi sin
motivos, pero en su llanto arrastran la armonía de sus padres y cercanos. El
llanto no decrece, por el contrario arrecia, lo que motiva la inmediata atención
de sus padres. El desenlace suele ser previsible, el niño –quien aún no es
definido como ser racional- cede en sus llantos una vez logrado su cometido,
que en definitiva él mismo desconoce. Los padres, no pueden ni desean modificar
ese ya acostumbrada conducta cediendo al capricho. Si el niño persistiera en su
caprichoso accionar y contara con indiferencia, su conducta luego de alcanzar
el pico máximo, debería remitir en el fin del llanto. Pero los padres cometen
el error de hacer caso como si fuera ese el mal menor. Entonces, ¿nos sorprende
el éxito de los trolls en nuestra tecnología?
La actitud del niño de hoy día, se asemeja a la conducta de un
troll. Ambos saben que no corren el riesgo de ser castigados. Una máxima
existente en internet representa el “Don’t feed the troll” que vendría a
representar que no los alimentes. La paciencia y tranquilidad ante las
provocaciones sería decisivo para eliminar a estos personajes. Todo esto,
comentado desde lo poco trascendente. Es verdad, que la viralidad de estos
personajes suelen preocupar, cuando se convierten en acosadores o estafadores. Pero
debemos coincidir que existe una diferencia enorme entre nuestro amigo contreras
con aquel otro conocido que es un estafador, maltratador o cobarde. Y todos
conocemos a algunos de los dos bandos.
Hasta el día de hoy, mis entradas revisten pocos comentarios.
Llama la atención que muchas veces, uno desarrolla un tema y se encuentra con
un comentario que va dirigido hacia otra dirección, como si no te hubieran
interpretado o uno no haya podido explicarse correctamente. Alguna vez viví esa
sensación compartiendo en talleres o grupos literarios, los avances de algún
escrito o cuento. Una vez transmitido, el mensaje puede volver codificado de
mil maneras, aún en el error de interpretación. En el caso de los trolls, creo
que llegado el caso, intentaría obviarlo con la misma sonrisa con la que
subestimo el pronóstico de lluvia inminente de mi amigo contreras. Pero, como
confesión de partes, la mayor parte del tiempo esa sonrisa esconde un profundo
enojo por la persistencia de llevar la contraria, solo por inmaduro deporte.
Elegí un titulo acorde a mi habitual estrategia. A cada entrada,
me inclino por el título de una canción o alguna frase destacada de alguna de
ellas. Mis amigos son unos atorrantes es parte de “Las malas compañías”, de
Joan Manuel Serrat. Mi intención original no es la de contar con mi troll
particular, que realce mi categoría de supuesto blogger. No busco el arribo del
incontinente verbal, del agresivo, del desestabilizador. Prefiero continuar en
el oscurantismo del que pocos descubren. Pero como buen spam o troll, pongo a
prueba a mis amigos, para confirmar si el titulo al menos los mueve a entrar, a
desilusionar sus egos y lograr por fin algún tipo de comentario a esta, mi
actividad de casi dos años, que se empecinan en no criticar o ridiculizar. Será
que responden a rajatabla lo dicho por Serrat, se pasan las consignas por el
forro y se mofan de cuestiones importantes…
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