"Nosotros no pensamos nada, sólo hacemos las
preguntas", le respondió el periodista. "En eso estoy de acuerdo, en
el enunciado de la pregunta denota que no hay pensamiento".
Marcelo Bielsa, en una conferencia
de prensa reciente.
No era un niño, pero si un joven. Pero
acudí al estadio de Vélez Sarsfield con el miedo de la niñez, con la angustia
del púber a la hora que te apagan la luz de la habitación y quedas solo ante la
oscuridad , con la difícil misión de dormirte. La respiración más agitada que
cuando practicaba deporte o rendía un difícil examen escolar; la conversación
monotemática: era impensado perder. La historia de un club de fútbol(no la mía),
pesaba como una losa en mí, tenía la obligación de revertir décadas dolorosas
de no lograr ese objetivo. La meta era una Copa Libertadores de América, y yo
no la disputaba. Aunque creo que sí, porque me disfracé de mil rituales para
que otros lograran el objetivo. Y sufrí durante dos horas como creo que no
debería sufrir en vida. Y sólo era fútbol. Pero es inexplicable.
Se iba a jugar un desempate entre
River Plate y Argentinos Juniors. El premio era un lugar en la final. Era el
año 1986, ese número 6 era un digito maldito: en 1966 habíamos perdido la final
contra el Peñarol de Uruguay, y a pesar de no haber nacido aún, todos me
castigaban con un mote hiriente, con una lascivia típica del que te humilla,
con una llaga que no me cicatrizaba. Para colmo, la vida nos dio revancha en
1976, mis escasos nueve años me permitieron entender muy a mi pesar, como
existe gente que pone la misma pasión que yo, pero a la inversa; es decir, deseando
que te vaya mal, que puedan renovar el grito de humillación, que te hagan
sentir vergüenza de haber adoptado a un equipo de futbol. Y la historia nefasta
del 6 se repitió: otra vez caímos derrotados en un tercer partido. La historia
nos daba la espalda, y "otra" sociedad no cabía en el gozo de poder
seguir humillando al otro, al que el tópico llama con familiaridad, el primo.
En esta noche de 1986, el empate nos
favorecía, la diferencia de gol era un aliado. Pero con marcador igualado, el
reglamento establecía que se debía jugar un tiempo adicional, es decir treinta
minutos más de lo habitual. Pero consumados los ciento veinte minutos, y de
conservar el empate, no deberíamos aún sufrir la experiencia de ver si en los
penales, la lotería cantaba finalmente tu número y te sacaba de la pobreza
extrema. Pero ciento veinte minutos pueden ser una eternidad, y esa noche de
miércoles en el barrio de Liniers, pude experimentarlo. Casi desde el minuto
inicial pude comprobar cómo las agujas de un reloj se empecinan en no querer
avanzar.
Esto no es una crónica de fútbol. Es
una manera de contar de primera mano, como una pasión inexplicable puede
condicionar tanto tu sistema nervioso o tus días. Cómo la alegría o la tristeza
se pueden convertir en un enfermizo asunto de estado. Como la virilidad propia
entra en juego a pesar de tratarse de una contienda de otros, que usan una
casaca como estandarte de tus sentimientos, pero pasado el tiempo, esos mismos
jugadores son capaces de representar otra casaca, son avezados embajadores de
emociones ajenas, y para mostrar su implicancia, besan escudos o estereotipan
frases que te permitan suponer que ellos no lo hacen por dinero, sino que están
enamorados de tu causa.
Aquel partido terminó empatado a cero.
No es mi intención desarrollar el misterio de los avatares del encuentro. Un
cero a cero que festejamos con desahogo, con el alma herida ante tanta
humillación, ante un continuo desprecio con el que trataban a un equipo grande,
que arrastraba el "horrible" pecado de no poder obtener ese trofeo.
Pero para llegar a ese final de desahogo, toco padecer esos interminables
ciento veinte minutos. Y durante gran parte de la contienda, la inminencia de
la derrota rondó nuestro arco. Y no recuerdo como, pero a la salida de un tiro
de esquina peligroso, un habitante de esta tribuna popular colmada de
voluntades, una voz anónima gritó una palabra sin sentido. La repitió a los
escasos veinte segundos cuando Argentinos Juniors, con insistencia y con un
juego que marcó una pequeña época, intentaba abrir el marcador. A la cuarta vez
que pronunció esa palabra, que era un sinsentido, ese hombre justificó lo
injustificable. Si repetía esa palabra, el peligro de gol en nuestra área se
diluía. ¿Pueden imaginar que sucedió durante una hora y media? Todos los
cercanos a ese hombre, repitieron como gesta una palabra que no tiene
significado, pero que significaba nuestro aporte a la ilusión, a romper un
maleficio. "Coires", "Coires", me harté de pronunciar esa
noche. No la volví a utilizar nunca más, esa misteriosa palabra se patentó
solamente para esa velada. Trescientas o más personas, que apenas podían
respirar por la presión del match o por lo peligrosamente colmada que estaba la
esquina derecha de la tribuna, gritaron "Coires" como si fuera un
himno, pero no de grandeza, sino como el emblema de sentirse humillados de
mediar otra derrota. Y dio tanto resultado que un mes después se ganó la final.
Y con diecinueve años, sentí que la historia y yo estábamos finalmente a mano.
En 1990 ya gozaba la experiencia de
ser un adulto inminente aunque tardío. En Italia, se jugaba un mundial, y mi
país defendía la corona conquistada en 1986. Una generación de jugadores
liderados por Maradona, intentaban mantener alto el prestigio del futbol
argentino. Pero a pesar de perdurar un bloque futbolístico que transmitía
respeto, se notaba fragilidad en cada línea, se podía predecir el fin de un
ciclo. Pero la selección avanzaba, superando contrariedades. Derrota inicia
contra un combinado africano, Camerún. Triunfo sufrido en el segundo match ante
la desaparecida Unión Soviética, donde el drama humano sacudió nuestras almas:
el portero sufrió una espeluznante fractura, y la conmoción se mantuvo durante
todo el juego.
A la hora de perfilar los cruces de
eliminación directa, nos tocó el rival más deseado y evitado al mismo tiempo,
Brasil. La selección argentina nos había regalado una identidad clara, la de un
combinando compacto, donde la personalidad del conjunto equilibraba el talento
mágico de algunos jugadores, Maradona, Burruchaga y Cannigia. Pero Brasil
también tiene tradición de saber afrontar los partidos difíciles, las
instancias definitorias. Fue una agonía, la hecatombe rondó nuestra portería
durante los cuarenta y cinco minutos iníciales. Sentado en el sillón de mi
casa, buscaba la indiferente mirada de mi padre para que me diera las señales
positivas que yo no podía vislumbrar, y eso que para nosotros jugaba Diego
Armando Maradona. Así que al terminar ese primer tiempo estremecedor, tomé una
decisión que fue positiva para el marcador final, pero que marcó un hito de
cobardía en mi accionar. Me fui de casa, sin radio y sin mirar a los costados,
a refugiarme en la soledad de una parque inmenso en las inmediaciones del club
River, donde solía jugar mis partidos de futbol, esperando que Brasil no nos
endosara una derrota humillante.
El silencio es estremecedor, y la
imaginación aún más. En aquella soledad imaginé mil interpretaciones del
silencio, cientos de situaciones adversas, infinidad de maneras de caer
derrotado. Sólo conservaba una razonamiento evidente, si no hay gritos en el
firmamento, no hay gol propio. Y si persiste el silencio, y recordando lo visto
en la primera parte, la derrota debe ser obvia en tanto sosiego. Mi cabeza no
cesaba de razonar desgracias, tuve varias veces la intención de arrimarme a
alguna casa y terminar ese martirio. Pero una sensación de vergüenza, y al
mismo tiempo de considerar que lo que estaba haciendo no era cobardía, sino
portar una cábala exitosa, me mantuve sentado en la hierba. No tenía reloj, el
teléfono móvil no formaba parte de nuestros rituales de esclavitud moderna,
estaba incomunicado totalmente, o mejor dicho sumamente comunicado con ese
silencio que era el peor de los presagios.
Pero la magia sobrevino en un
momento dado. Un grito aislado, otro desde el otro costado, y finalmente la
explosión. No lograba comprender ese efecto mágico, sin haber nadie en la calle
estaba presenciando un grito uniforme, miles de voces que no respetaban armonías
o partituras, desafinaban en un grito inequívoco de gol. Yo mismo me levanté y
lo grité, díganme si no era absurdo. Pero ante el silencio recuperado, mi mente
comenzó a enviarme las peores señales posibles. Ese gol podría ser apenas el
desahogo ante un inminente derrota. Lo lógico es que fuéramos perdiendo, y el desahogo
era producto de la ilusión de empatar para forzar una prorroga. Mi mente se
apiadó de mi desconcierto y hasta me ofrendó el sueño de haber empatado el
partido. Al borde de la histeria, me levanté y salí corriendo hacia la Avenida
Monroe, a la espera de encontrarme con alguien que me diera la verdadera
respuesta, ya estaba harto de mi frondosa imaginación.
La historia repetirá eternamente que
Argentina le ganó a Brasil 1-0, con un gol electrizante de Cannigia, tras una jugada
soñada de Maradona. Yo regresé exhausto a mi casa y no me perdí nada del post
partido y de los festejos. Había presenciado un fenómeno físico increíble, pero
no lo quería compartir porque en el fondo me sentía innoble, cobarde por haber huido
ante la supuesta adversidad. Nunca más me escapé del televisor, como atenuante
puedo asegurar que al ser hombre de acudir a los estadios, me resultaba
emocionalmente incompatible aguardar el avatar de un partido mirando una caja, escuchando
a un demagogo de turno, que te llena de estereotipos trillados nacionalistas.
Uno en ese momento, anhela estar en la tribuna junto a miles, pero optando por
conocer de propia mano lo que sucede en el campo. Y mostrar la cobardía
gritando "Coires" o mentando a la madre del árbitro de turno o a
nuestros rivales.
Tenía un sinfín de cábalas al acudir
a los estadios. Frente al televisor, ninguna. Y veinte años después, observando
la pantalla del ordenador, y ante momentos de adversidad, sólo atino a bajar el
volumen de los parlantes, y a abandonar el link donde echan el partido, y
navegar por un sinfín de páginas, con la única consigna de que pase el tiempo,
y al volver al encuentro, observar que el tablero con el resultado en la margen
superior izquierda, me alivie al fin, de que el azar me está favoreciendo. No
siempre suele dar resultado esta táctica.
Mi último fin de semana en Holanda
me encontró aguardando con ansiedad el clásico entre Barcelona y Real Madrid.
Conversé con mis amigos y mi padre en la semana previa. Aventuramos tramas,
estrategias y resultados. Las 21 horas del domingo era la cita ineludible, no
existía posibilidad alguna de congeniar con alguna otra actividad lúdica. El
mundo se paraliza, y yo formo parte importante de ese mundo. Busqué con
anticipación la posible mejor señal que te proponen los links piratas, y me
senté con el ánimo dispuesto a disfrutar de un gran Barça. Pero una vez más, el
rival se empecinó en discutir mi guión perfecto. Los nervios me volvieron a anidar
en mi sillón. La impotencia se disfrazó de incredulidad, y apenas pude contener
la respiración en los cuarenta y cinco minutos iníciales. El 1-1 con que
finalizó ese período invitaba al optimismo, pero evidenciaba un desfasaje
evidente con todas mis presunciones mentales, con que encaré la visión de ese
encuentro. Y a partir de ese momento, regresé al escapismo, salvo que esta vez,
fui cambiando a links de lecturas, a la espera que el paso del tiempo, me
devuelva el triunfo del equipo de Messi, sin que yo pudiera observar lo penoso
o dificultoso del proceso. Ni cruzo los dedos, ni cambio de dial, como podía
hacer de pequeño. Literalmente me escapo.
Cuando transitaba ya los treinta
minutos del complemento, me armé de valor y fui al link silenciado y escondido.
Y la táctica funcionó, Luis Suárez había puesto en ventaja nuevamente al
Barcelona, y por lo que me animé a escuchar, había sido una estocada artera en
el alma y emociones del Real Madrid. Ahí mismo, cambió mi percepción de esa supuesta
cábala, por ser un ansioso cobarde, llevaba sufriendo en silencio por más de
veinte minutos, ya que el Barça había encaminado el resultado con ese gol, y yo
seguía sufriendo la peor de las sensaciones posibles. No se puede sufrir tanto
por un partido, me enojé conmigo mismo. Pero está claro que uno sobrelleva
mejor las previas y los posts, que los encuentros mismos.
Hace unos días leí una nota sobre
Marcelo Bielsa en el periódico La Nación. Bielsa recibe el mote de
"loco", que muchos enemigos
utilizan para desacreditarlo. No es mi caso, siento tanta admiración por su
faceta de entrenador, docente o formador, que tantas veces me duele presumir
que el personaje sea hermano de un ex funcionario kirchnerista. Pero ese es el
problema de siempre, mezclamos las cosas, no sabemos valorar las facetas
parciales, creemos que una identificación tiene que ser total, en todas las
facetas.
La nota en cuestión hablaba sobre
los avatares del entrenador rosarino en tierras marsellesas. De hecho, la nota
titula "El Marsellés". Y me quedo con un párrafo, casi al final de la
crónica. Bielsa cuestiona que la competitividad del jugador argentino sea
producto al "miedo a perder", ya que cree que en nuestro país, lo que
más importa es humillar al otro, antes que festejar el haber ganado. Una vez
más el entrenador fue artero en el diagnóstico, llevo años viendo desde fuera
como se festeja dañando el honor del otro, antes que disfrutar la propia conquista.
Y me dieron ganas de escribir de futbol, porque me parecía más digerible que
sentarme a contar mis sensaciones al abandonar definitivamente Breda, la ciudad
que me ofrecía una ilusión de proyecto; y la lectura de esa nota sobre Bielsa,
me devolvió en el acto el grito desesperado de "Coires", al tiempo
que una "nueva" muerte por enfrentamientos entre hinchas de Colón y Unión, me llevo
a pensar lo enferma que puede estar una sociedad, que ve cotidiano y anodina estas
cronológicas, y siente sumamente varonil la burla, el insulto o la pérdida de
valores. Y por un momento odié el fútbol, pero como perdía otra vez la
perspectiva, atiné a odiar al estereotipo de sociedad que portamos. Y
considerar el "coires" como un mal menor, como la nostalgia de un
joven que no desea ser humillado por una simple contienda deportiva...
No hay comentarios:
Publicar un comentario