"La memoria del corazón elimina
los malos recuerdos y magnifica los buenos, y gracias a ese artificio, logramos
sobrellevar el pasado."
Gabriel García Márquez
He contado más de una vez, que el
día aquel lejano de marzo de 2002, cuando dejé Buenos Aires, logré introducir
algo de mi esencia en apenas dos maletas de las viejas, aquellas de cuero
marrón que portaban cinturón tipo lengüeta, y para colmo de males, desconocían
la existencia de rueditas para trasladarlas. No se podía disimular en los
pasillos de los aeropuertos lo pesado que resultaba tal carga. "Mi vida en
sesenta kilos", podría titularse. Y gran parte del kilaje lo acreditaban
diez novelas de José Saramago.
Unos meses más tarde arribó Fernanda
con otras dos valijas, por lo que nuestro patrimonio comenzó su andadura por
Bizkaia, con una nada despreciable suma de ciento veinte kilos, gramos más,
gramos menos. Ella, mucho más moderna que yo, y más ducha en cuestiones aéreas,
me presentó las maletas con ruedas, por lo que su vía crucis de alejarse de nuestro
país fue solo duro en lo emocional, no como mi caso, en que cada cinco pasos
cronometrados, debía parar a respirar, ante el ahogo de cambiar de lugar de
residencia y por los treinta kilos en cada mano, que me desestabilizaban más
que el inminente desarraigo. Aún puedo recordar las marcas en las palmas de mi
mano, de tan intensas en el rojo y el dolor, que escondían la línea de mi
futuro, sin llegar a ver si sería claro o turbio.
Hoy son quince las novelas de José
Saramago que acompañan mi derrotero. Con el escritor portugués inicie una
bonita excepción inaugurada a través de las tiempos de crisis, que consiste en
respetar la altura de miras de un escritor, al comprar siempre sus libros en
edición normal. Para el resto de los mortales de la pluma me consagro a los
libros de bolsillo o a pedirlos en la biblioteca, aunque debo reconocer que
Javier Marías, Antonio Muñoz Molina y Alessandro Baricco, se han sumado a la costumbre
de aquel entrañable libro grandote. De ahí que en la caja de mudanza número cinco,
lleve el título de "Libros Saramagos y otros libros grandes".
Mi vida a partir del inicio de este
mes de abril, ha ingresado en un mar de contrasentidos, liderado por una
definición de la Real Academia de las letras, que me invita a ser un
infiltrado, un alterador de normas y costumbres. Revisando la definición de
trastero, encuentro que significa "pieza o desván destinado a guardar los
trastos que no se usan"; vamos, que me está dando a entender que su
etimología descubre el origen en trasto, que vendría a ser aquello que guardamos
pero no usamos. Imaginen mi situación anímica al corroborar la definición
convencional. Y la palabra trasto, me suena tanto a traste, que suelen
definirla como el diapasón del mástil de muchos instrumentos de cuerda, o aquel
vaso pequeño de vidrio, con el cual los catadores prueban las bondades del
vino; o estar sin orden, o malbaratarlo, o la más asociada en este juego mental
que hoy les propongo, la acepción de malograrse, para no recurrir a la tajante
palabra fracaso.
La cuestión es que aquellas cuatro
maletas conjuntas, hoy se convirtieron en siete maletas, más algunos muebles y
cincuenta y cinco cajas. "La multiplicación de las obligaciones mundanas",
podría pensar más de uno. Otros me podrían aducir con sorna, teniendo en cuenta
mi continua prédica contra el consumismo como hobby, la increíble
multiplicación de mis bienes materiales. Otros me consultarán la curiosa
clasificación que hago de mis bienes, y la respuesta es clara, acabamos de
dejar en un trastero alquilado, gran parte de nuestra historia viva vizcaína u
holandesa.
Hasta ahora la existencia del
trastero en casa, era el lugar perfecto para esconder, por un tiempo largo,
todas aquellas cosas que no nos animábamos a tirar. Casi nadie suele tener el
trastero vacío, aún cuando la palabra deriva de trasto. Y todos anhelamos en
estos momentos de pisos cada vez más pequeños, sin posibilidad de armarios
grandes y profundos, poder contar con el trastero o ático, para postergar el
momento de tirar lo que de momento, no estamos usando. Tratando de ganar metros
con estantes made in Ikea, acomodamos allí, libros, tradiciones, costumbres,
modas o cacharros. Y lo que no nos entra en casa, antes que la increíble
experiencia de tirarlo o reciclarlo, lo amontonamos en cajas o bolsas de
consorcio.
Es un arte la manía de acumular que
portamos. También portamos el talento de desprendernos de las cosas, pero lo
practicamos en contadas ocasiones. Es más ligera la mochila en el momento de
desprenderse de algo, lo he experimentado en aquel cambio de siglo, pero debo
confesar que ante la ardua tarea de embalar mi "vida" en cajas, se me
hizo cuesta arriba decidirme a tirar lo que sabía de antemano que no podría
utilizar, ya sea por antiguo, por fuera de moda, o por simple crecimiento
madurativo o biológico. Así que paramos en cincuenta y cinco cajas, y en
nuestro descargo, podemos aducir que la mayoría de ellas, responden a la
clasificación de pequeñas.
Cuando acudo a las ferias de
segundamano, admiro la profética visión del coleccionista, aquel que se quedó
con esos vinilos, monedas o estampillas, soldados de plomo, revistas o
cacharros antiguos, soportando estoico el grito quejoso de su madre, esposa o
compañero de piso; y hoy vende a precios de fábula, todo aquel material que
optamos por llamar retro o vintage, y que nos chifla, a pesar de asumir que
ahora, somos modernos. Alguien ha dicho que un coleccionista es un conservador,
vaya paradoja porque un conservador puede precisar luego en el tiempo, un
incalculable valor material sobre algo que en el pasado, valía bastante poco.
La matemática es una ciencia fría,
artera, bastante despiadada. Hay estadísticas que afirman, que el 99% de lo que
enviamos a un trastero, luego de cinco años allí guardado, nunca habrá de ser
nuevamente utilizado. Además de la aritmética o analítica, una aliada de la
ciencia como es la religión, nos regala la definición de piadosos, que para
estos casos, resultan ser todos aquellos incapaces de enviar los trastos al
trastero, un símil de purgatorio de todo objeto en verdad, inservible.
Las carencias y el paso del tiempo,
han permitido proyectos de éxito como el alquiler de trasteros. Polígonos que
descansan el mal de las crisis laborales, llegaron a reciclarse para hacer
frente a la demanda de sitios donde guardar esas cosas que devienen de la
palabra trasto. Es algo parecido, por ejemplo, a este blog. Aquí se almacenan,
no se por cuanto tiempo, cantidad de palabras o exageraciones que se creen
ideas, a la espera de algún colapso, que obligue a exigir como oxígeno, esos
megas similares a los metros cúbicos. El precio del alquiler es llevadero,
matizado el bajo coste, con la frase "sírvase usted mismo", es decir
que tú lo guardas, y con una llave del candado y una tarjeta magnética que te
permite acceder en cualquier momento del día, puedes acercarte en mi caso, a
observar mi pasado reciente en un puzzle de dos por dos, donde para acceder a
la caja número uno, debo retirar previamente otras veinte.
Entre 2010 y 2012, el número de
centros destinados al alquiler de trasteros, pasó de 65 a 120, siempre hablando
de la totalidad de la península. ¿Quiénes son sus clientes? Principalmente
particulares, aunque seguido de cerca por autónomos o pymes, y en un cómodo
tercer lugar, todo emprendimiento de venta por internet, que necesita un mínimo
espacio físico donde almacenar el stock, palabra que todos quieren asociar en
la brevedad, en posibles ventas.
En poco menos de una semana,
embalamos nuestras cosas en especie de arcas. Cajas para armar, cinta de
embalaje, un cutter, papel blanco para
envolver, plástico protector y un rotulador para etiquetar cada caja, compuso
el kit que utilizamos. También un cuaderno que a partir de ahora nos acompaña a
todos lados, ya que si necesitamos aquellas botas negras, debemos recurrir al
archivo que nos arroje el dato preciso de que se halla en la caja siete. Y así
con casi todo lo nuestro.
Se da la paradoja de que hemos
guardado objetos, que ya de por sí, atesoraban otros elementos dentro almacenados.
Así resultará que el día de mañana, reencontraremos dentro de un libro
cualquiera, aquel señalador que Fer me ha regalado, donde resumía con pluma
grácil, mi fisonomía o cualidades; o ella redescubrirá aquellas cartas mías, dentro
de un anotador, que le escribía diariamente, para matizar el dolor que me
representaba ser un molesto telemarketer, vendedor de basuras, que vaya
paradoja, cada tanto encontraba un necesitado. O aquellas fotos donde nuestros
rostros carecían de arrugas o canas, dentro de esos álbumes que hoy, sí son
obsoletos, porque sacamos tantas fotos digitales que no nos da tiempo, ni ganas,
de imprimirlas (porque ya no se revelan). Si lo tomamos con gracia, podemos
considerar que nos estamos preparando para en un futuro, esperemos que no muy
lejano, sorprendernos a nosotros mismos. Y en ese reencuentro - repaso,
comprobar los efectos de esta distancia momentánea y preventiva de nuestros
petates, incluidos aquellos cuadros regalo de nuestros amigos Martínez -
Letzen, donde se destacaban las cosas que más nos agradaban, y en donde,
indudablemente nunca figurará, dejar nuestras cosas en un trastero tras una
mudanza.
Cuándo contemplé esta entrada,
confieso que lo hice en un plano nostálgico, casi triste. No acostumbrado a
estar físicamente en un lado, y mis cosas personales en otro algo alejado,
pensé en transmitir mi melancolía o desconcierto ante esta situación. Pero como
la escritura tiene hacia mí, un componente relajante, me encuentro con una
pulcra reseña sobre la bondades del servicio de alquiler de trasteros, que me
ha permitido resolver bastante pronto, los efectos de una inesperada mudanza. E
intuir, que tras un necesitado paso por Buenos Aires, en breve nos
encontraremos nuevamente en la disyuntiva, de adornar nuestra nueva morada con
aquellas cosas viejas, que quizás el paso de estos meses, vaya a mudarlas en
vintage. Y de paso, el alquiler del trastero me devuelva a mí, hombre tan
estructurado y necesitado de raíces, la posibilidad al menos de tener el único
gasto fijo del momento. Es que no me lo pude tomar como un salto a la libertad,
a mí me gusta estar atado a convencionalismos materiales.
Confieso que encerrar a Don José
Saramago me sigue pareciendo un acto rastrero. Mi esencia se encuentra en
aquellas quince novelas, a las que me aferré, para no dejar de ser aquel Javier
o Gallo, del barrio de Belgrano. Hoy el Javitxu de Plentzia, las sigue
necesitando y seguramente en una próxima lectura, habré de encontrar consuelo
para ese Javi o Peppi, el que ha frustrado su paso por la tierra holandesa de
mi bisabuela Carlota. Y me hubiera gustado esconder en cada uno de mis libros,
toda aquella variedad de color de los tulipanes, que me acompañaron a diario en
esa ya lejana y espero que algún día, tierna experiencia ingrata.
"La suerte no se puede
almacenar."
Romy Scheneider
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