“En un tiempo de engaño universal,
decir la verdad es un acto revolucionario.”
George Orwell – “1984”.
Mi viejo me pidió una pequeña guía
ayuda para conocer la tecnología de los teléfonos móviles. Le movió seguramente
la curiosidad de frecuentar, aunque sea teórica o metafóricamente, un mundo que
desconoce, que no le interesa, que no “le llama”. Le mostré la primera de las
cualidades, el uso táctil de una pantalla. Luego me detuve en un par de
aplicaciones que frecuento, debo confesar que una de ellas, es una aplicación
de resultados futbolísticos. Aludí sobre la activación de actualizaciones permanentes.
Cité las probabilidades de sacar fotos, grabar videos o mensajes de audio,
acumulándolos. Mencioné la posibilidad de acceder a las redes sociales al
instante. Le conté el declive de los SMS como mensajería. Le aporté la
existencia de búsqueda por el sistema de voz, el buen uso que se le puede
conferir a un planificador. Recordé la utilización permanente de la función
alarma, que ha hecho obsoleto al despertador. Luego de una revisión exhaustiva,
mi viejo me sorprendió con un solo interrogante: “¿Y es teléfono?”. Me había
olvidado ese detalle en mi recorrido virtual.
Si bien al explicar los avances
tsunámicos tecnológicos del momento, solemos emplear términos como “creatividad”,
en personas como mi padre, quienes miran de reojo estos dispositivos, consideran
que el supuesto valor agregado que alimenta nuestro confort, sólo se trataría
de una peligrosa trampa que limita nuestro desarrollo intelectual. Nos atrofian
la capacidad de ser creativos. Podemos desarrollar una creatividad sobre una ya
existente, pero hemos perdido la curiosidad de razonar por nosotros mismos. Se
puede comprobar en nuestros círculos íntimos, cuántos son capaces de recurrir a
cálculos matemáticos sin utilizar el teléfono. Desvaríen sobre la última vez
que alguien apelo a la memoria, para resolver un intríngulis histórico.
Consulten a sus seres más cercanos, para saber quién se acercó a una oficina de
telefonía, solamente porque necesitaba un teléfono.
Mi viejo no quiere un teléfono
móvil, en realidad él dice que no lo necesita. Y asumimos que quien rechaza una
nueva herramienta a favor de una más antigua o convencional, en realidad le
está dando la espalda al progreso, al bienestar, o es un nostálgico, quien sólo
toma decisiones sentimentales. Como permanentes detractores, consideramos que
lo nuevo está mejor adaptado a nuestras necesidades y combatimos al que se
resiste, o al que no avanzó en ese tiempo tecnológico. Nadie se pregunta si nos
agranda o empequeñece en nuestro desarrollo intelectual. Confiamos en
abandonarnos solamente por el valor que le hemos dado a una palabra, que
desconocemos: Progreso.
Unos consideran que la funcionalidad
de un dispositivo como el teléfono nos permite estar mejor comunicados que
nunca. Otros consideran que nos hemos aplacado con tanta tecnología, nos hemos
convertido en dóciles y hasta en cobardes. Hemos reemplazado la concentración
por la dispersión, la empatía física por una afinidad, solo virtual. Nos hemos
acostumbrado a tanta variedad, que irremediablemente nos acerca a un vacío
personal, al que negamos, utilizando una nueva aplicación. El mundo está en
contacto, pero se trasunta la posibilidad de alternar en un universo cada vez
más individual.
Y esa individualidad se puede
analizar de muchas maneras. Solemos creer que nos bastamos por sí solos,
siempre que tengamos los dispositivos actualizados. Y si bien al día escribimos
un sinfín de mensajes o comentarios en redes sociales o aplicaciones, la
tendencia permite suponer que estamos algo aislados de la vida en comunidad. ¿Y
qué riesgo conlleva dicha tendencia? Quizás en no poder discernir las falacias
de un discurso oficial, por ejemplo.
A cambio de aquellos viejos hábitos
para mí perdidos, contamos hoy con la “enorme ventaja” de poder discutir en el
acto y con el mundo entero, si un vestido es blanco y dorado, o negro y azul.
La web, pendiente de la formulación de la pregunta, puede arrojar –dependiendo
el buscador- más de 750.000 resultados. En ellos tendrás la posibilidad de leer
siempre la misma información, pero también contarás con la explicación
científica vinculada con un efecto óptico. En las redes sociales, nuestros
contactos se han sumado al “fenómeno” y ha sido tratado en programas, tipo telediarios.
La pregunta que nadie se animó a formular en voz alta, puede ser de este tenor:
“¿A quién le importa?”.
Si la discusión se acalla, podemos
avivar nuestros intelectos, con el enorme meollo de saber si el gato sube o
baja los escalones. El asunto se convierte en viral en el acto. La duda está
instalada en nuestras aplicaciones. Las opiniones de nuestros íntimos nos
confunden, no logran ponerse de acuerdo. Mientras tanto, la polémica realmente
se instala en ciertas gentes, preguntando si alguno puede pensar en serio, que
resistirse a estos “adelantos” no es rechazarlos; simplemente es darle su verdadera
dimensión, encontrar su grado de importancia. Pero sin señalar a nadie, a
cuantas de las personas que en verdad estimamos, les ha sumado tema de
conversación y debate variado, antes estas viralidades absurdas.
La gente por la calle, por un
milagroso designio de la orientación, nos evita casi mirando por el rabillo del
ojo. Toda su atención la lleva la pantalla del teléfono mientras los dedos se
mueven a velocidad de tipeo peligroso. Otro sentido esencial, como el oído,
está protegido por voluminosos cascos, cercanos al que utilizaba un operador o
editor de sonido. De colores negro o blanco, ostentosos, encierran la música
que ellos solos escuchan. Un cable que llega a la cintura, siempre estará
conectado a nuestro teléfono móvil. Recordando el viejo tocadiscos winco en la
casa de mis tías, alternábamos discos completos, respetando los diversos
gustos. El ingrato momento de mover la púa para saltar de un tema a otro, rara
vez era justificado, y eran pocos los permitidos a tan riesgoso movimiento, no
era cuestión de que por ansiedad, ralláramos el vinilo. La música ahora se
consigue por temas, ya no se conoce la coherencia o no, de una obra de
conjunto. Seguimos alimentando al individuo solitario.
En los últimos meses conocí el uso
esencial del wifi. Obviando la discusión de si se dice guifi o whyfai, las
bondades de un servicio optimo de internet en casa y el móvil, me evitó el tener
que conocer redes y claves de mis conocidos o comercios. A partir de mi
excursión por Breda, comenzó un permanente desfile en busca de la conexión
perdida. En mi ruta inicial, se encolumnaban los supermercados. Los primeros
días, con mi racionada dosis habitual de vergüenza, trataba de que no adivinaran
mi presencia entre las góndolas o en la misma puerta, con el único objetivo de
conectarme a internet o verificar mensajes de wassap. Al menos, me retiraba con
un paquete de galletas para acompañar el té. Con el correr de los días uno se
acostumbra, por ende, fue habitual encontrarme en la sección de congelados,
entablando comunicaciones de skype.
Ahora al regresar al hogar paterno,
no descansé hasta actualizar la tecnología de mi padre, reemplazando un modem
por un router, que me permitiera poder recibir, a la madrugada de Buenos Aires,
los mensajes que me dispensan mis amigos plentzianos a “su” ocho de la mañana. Ahora
resoplo ante un nuevo mensaje inoportuno, olvidándome de todos mis esfuerzos
por retomar ese estado casi de esclavitud o dependencia al ruido, que generan
mis dispositivos. Al arribar al país, no podía contemplar que me sucediera lo
que en mis visitas anteriores, en los últimos trece años, que era no tener
wifi, el no usar un móvil, el no disponer de aplicaciones o dispositivos.
Ahora tengo también una netbook. Fue
una buena compra, pero ha perdido su carácter eventual, de último recurso. Me
acompaña hasta la propia cama, y le está birlando el protagonismo al libro de
papel. Para más datos, los lugares donde pernocto deben estar condicionados con
apliques varios. El reposar ya no parece reposo, más aún cuando confirmo que mi
teléfono móvil tiene apenas el veinte por ciento de batería. La carga se ha
convertido en indispensable, el cargador ha mudado en esencial, tanto o más
como en llevar conmigo las gafas.
Los dispositivos son invasivos, y se
multiplican casi sin darnos cuenta de su verdadera importancia. Le otorgamos a
nuestros aparatos electrónicos una estima sobredimensionada. Transitamos el
cruel momento de no ir a ningún lado sin nuestro teléfono o tableta, y sus
accesorios. Han viralizado de tal manera nuestra intimidad, que son más
invasivos que la religión, convirtiéndose en el componente más efectivo del
capitalismo. El 61% de la población dispone, de al menos, un móvil. Del 39%
restante, la extrema pobreza impide el arribo a sus vidas de estos
dispositivos. Otros, los menos, han decidido darle la espalda al progreso,
manteniendo costumbres arcaicas, como la de conversar durante las comidas.
En los eventos sociales o reuniones
familiares es donde se puede manifestar mejor el fracaso de este individualismo,
el vacio intelectual que portamos. La tendencia a la baja de buscar temas de conversación,
frustran rápidamente la reunión. Más ofuscación genera ver a nuestros cercanos
acercarse raudos al teléfono, al instante de anunciar mensajes. La sonrisa
invade sus rostros, mientras piensas que al regresar a la eventualidad de la velada,
no habrán de sonreír ni se interesarán por ningún tema. Seguramente, no volverán
a levantar la cabeza, a no ser que alguien persista en preguntas personales
inoportunas, que se habrán de contestar con monosílabos, ya que no se puede
echar mano de emoticones. Además de la cubertería y servilletas, el móvil bien
pegado al plato, marca la tendencia de que lo importante está fuera del entorno
familiar. La reunión es un accidente, la conexión está afuera, en cualquier
lado, en cualquier rincón del planeta.
Confieso que tengo mi táctica para
lidiar con este abandono, cada tanto debo recordar y reforzar mi juramento.
Ingreso dos veces a la semana a Facebook, por ejemplo. Los días que publico,
para compartir el link, seguramente con la ilusión de que a varios de los míos,
habrá de interesarle. De paso contesto los mensajes y espío (porque la palabra
clave es espiar) lo que sucede en el muro de mis conocidos. En cuanto a los
wassap, me obligo a respirar y aguardar al menos medio minuto en atenderlo,
siempre que esté en otra actividad grupal o individual, como la lectura.
Errático en la valoración de lo que estaba leyendo, juego con la curiosidad que
me instala el ruido del mensaje, tratando de dominar ese impulso suicida de
dejar todo para comprender que, la mayor parte de los mensajes no revisten
urgencia. Pero claudico seriamente, por momentos. En este escrito, sin ir más
lejos, he interrumpido varias veces la escritura, señal de que estoy disperso.
Mi padre no me ha vuelto a preguntar
sobre teléfonos móviles. Su planificador continúa siendo mi vieja. Acaba de
anunciarle que es el cumpleaños de una sobrina, al confirmar el círculo
sombreado en el calendario, y por la tarde la llamarán, priorizando el teléfono
fijo, señal para ellos de que no molestan su intimidad, porque si estás en casa,
no importunas. Mi viejo desempolvará su historial de mensajes internos de
texto, para saludar con alguna vieja gracia a sus seres queridos. Yo esperaré
mi turno al último, como en los viejos tiempos. Mientras tanto, sonará una
nueva aplicación y me sonrojaré. Menos mis viejos, a los que las malas lenguas
consideran sordos, porque no aplacan su ansiedad con sobresaltos al momento.
Sin dudas, que el chequeo médico no lo necesitan ellos…
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