“Señor – dijo por fin-, es la
primera vez que asisto a una batalla; pero ¿es esto una verdadera batalla?”
“La cartuja de Parma”, de Stendhal.
El comienzo de la novela “La cartuja
de Parma”, la segunda gran obra de Stendhal, se desarrolla en Waterloo. Fabrizio
del Dongo, protagonista, asiste a la batalla más corta y de resultado más
estrepitoso que sufriera Napoleón. Un joven Fabrizio, idealista napoleónico,
corre sin sentido por el frente de batalla, observando entre el humo, barro,
gritos y lamentos, mientras aguarda reencontrarse con su regimiento de húsares.
Al cruzarse con unos y otros, manifiesta una única obsesión, la de consultar
donde estaban los combates. El caos que tenía frente a sus ojos no coincidía en
nada con el concepto épico de batalla, como “noble y común arrebato de almas
generosas” que había recogido de Napoleón. Si bien la novela continúa con
intrigas y ansias de poder, desde el vamos queda reflejada la poca capacidad
histórica de comprender los hechos, que el hombre protagoniza.
Los escritores suelen ser personas
insatisfechas, tanto de su propia vida como la de la sociedad. La ficción es
una especie de atenuante, que al menos le permite enmascarar de manera creativa
la realidad. No se puede plantear una ficción permanente, a nadie le
interesaría. Camuflada tras la imaginación, el novelista avanza con sus
historias alternando verdades históricas y una especie de mentira, que es la
impronta de la ficción elegida para contar una historia. Pero la mentira no es
arbitraria, la rodea de un marco de realidad que proviene de la investigación,
del contexto histórico, para entregar un producto que si bien no puede ser
perfecto, es una alegoría perturbadora que encierra una verdad moral y
universal.
Y las sociedades buscan sus quimeras
para seguir avanzando. Desalentados por los constantes cracs o shocks que
degeneraron las distintas crisis políticas o económicas, no suelen reparar en
los trances morales que vamos gestando. La percepción de que la cuesta hacia
abajo parece detenerse, blinda una sensación de protección, de que finalmente
se da vuelta la eterna historia de lo que se puede ser y que nunca será. Pero
los ciclos sin futuro tienen vida corta, y el misterio no consiste en comprender
como la corrupción anida en nuestros políticos, sino tratar de tener una certeza
de porque la gente continua con una defensa indefendible de estos personajes.
Es el gran interrogante, ¿cómo se sostiene ese fanatismo, cómo se puede seguir
viendo progreso y justicia, entre decadencia y mentira? ¿Será la necesidad casi
obtusa de creer que al fin hubo alguien que no nos mintió?
Es una realidad histórica que luego
de finalizada una época oscura de las sociedades, sobreviene un ámbito de luz y
optimismo. También es comprobable, como se va mutando la sociedad, para poder
encajar en el nuevo presente. Se suele inventar o ajustar un pasado para poder
garantizarse la duración del nuevo futuro. Lo profesan políticos,
intelectuales, empresarios, periodistas y en las sucesivas escalas, todos los
estamentos de la población. Se renuevan los currículos donde todos destacan en
negrita su aporte a la democracia desde siempre, al tiempo que destacan su
permanente afán de opositor a los que nos privaron de libertades. Es verdad que
no todos mienten, pero es verdad que todos los que han sobrevivido a los
regímenes, luego deben y tienen que seguir viviendo, y a veces hay que saber
acomodarse.
Entonces crees observar que aquel
personaje conocido o influyente en épocas de absolutismo, apenas ha cambiado la
firma del maquillaje y continuó la senda del negocio, mezclándose con otros
tantos que han hecho lo mismo, y donde nadie en ese momento, se siente
necesitado de averiguar sobre el pasado de los otros. Todos saben los nombres
de los pocos que intentaron decir NO a las arbitrariedades, también conocer a
los que han dicho a todo que SI, y suponen que la mayoría no ha podido decir
nada, solo tratar de sobrevivir o encontrar su veta. Y en la dinámica de la
nueva dicha, todos están aunados al elogio al nuevo sistema, el que por fin
será distinto, el que por fin nos representará a todos.
Pero en todo sistema social, existen
los disensos. Al principio tenues, pero con el correr de los años suelen tomar
un poco más de fuerza. Pero algo ha sucedido en el nuevo orden social. El
adicto, ya sea el maquillado o el natural, no acepta la crítica, no la
conversa, no la discute. Haciendo uso de la legitimidad del voto, se convierte
en un elemento más de un régimen, que confunde voto popular con libertad plena
de pensamiento y acción. Con furia, presume un pasado factuoso del que critica,
se le busca el error en el pasado, y como todos portan algún error, se
aprovechan de él para rodearle la yugular como una manera de amedrentar o de
asfixiar, acusándole de querer regresar al pasado opresor, culpándole de ser
emisario de ese pasado brumoso, operador nostálgico de ese perturbador pasado, dejándolo
de lado y sólo, pero expuesto, para que
todos puedan practicar sus cinco minutos de lapidación. Los murmullos de
desaprobación son pocos, la boyante recuperación económica da fortaleza al
nuevo régimen, y con los bolsillos llenos todos siguen a la manada.
Lamentablemente hay que aguardar que la fisura moral finalmente sea vista.
Los países no suelen reconocer sus
errores, no suelen ser honestos ni exhaustivos en sus críticas. Intentan
disimular la vergüenza propia de ser los gestores de la mediocridad del poder,
pretenden esconder la eterna cobardía. Y se aferran a la mentira del
gobernante. Algunos se abrazan a la literatura o mensajes oficiales; la mayoría
solo opta en repetir los nuevos tópicos que en ese momento se llama marketing
de campaña. Este recorrido de las sociedades no son excepciones, es la norma y
resta investigar el proceder de otras sociedades en momentos puntuales de la
historia, y se verá que es la misma realidad con distintos maquillajes. Ahora
bien, cuando le sueltan la mano, ahí se acaba la ceguera, para comenzar una
nueva. El valor de la sociedad es siempre destacado con un canto de que el
pueblo vencido nunca será vencido, pero hay otra norma que tiene más vigencia y
contundencia, que es que los pueblos tienen los gobiernos que se merecen.
Michel de Montaigne fue un filósofo,
escritor, moralista, humanista y político francés del Renacimiento. Definió en
sus tratados que la mentira es producto de un viejo vicio. Nos unimos a través
de la palabra desde niños, y por ser pequeños no podemos determinar el horror y
peso de una mentira. El problema radica en mantener una terquedad en continuar
mintiendo, y esas maneras falsas adoptadas desde pequeños, una vez que somos
adultos y responsables, se nos hace difícil, por no decir imposible, separarnos
de esas normas.
“No falta razón cuando se dice que
aquel que no se siente bastante seguro de su memoria no ha de meterse a
mentiroso. Si bien que los gramáticos distinguen entre decir mentira y mentir;
y dicen que decir mentira es decir cosa falsa mas considerando uno mismo que es
verdadera; y que la definición de la palabra mentir en latín, de donde nació
nuestro francés, implica ir contra la conciencia y por consiguiente solo atañe
a aquellos que hablan contra lo que saben, a los cuales me refiero.”
Y la corrupción no es el flagelo del
gobierno de hoy. Ya está asumida y aceptada. Lo hace distinto, le da un toque
de distinción el permanente uso de la mentira. Miente en las estadísticas
públicas; miente en las obras inexistentes que nunca estrenó pero inauguró
hasta tres veces; miente en hacerle creer a la población que no son necesarias
las instituciones ya que ahora la comunicación es directa con el pueblo; miente
porque no comunica nada, aunque hable horas; miente porque para construir
siempre se necesitarán consensos y no hay muestras de uno solo en la gestión;
mienten sobre su pasado, editan y editan biografías apócrifas de gestas que
nadie recuerda o vio; mienten en llamarse padre o madre del estado y ser apenas,
solo malos administradores de un poder que no es suyo, es de una soberanía;
mienten en intenciones, mienten en el origen de sus fortunas, mienten,
principalmente mienten.
De tanto mentir, han perdido el
sentido de la realidad. Se convirtieron en charlatanes. Un charlatán es aquella
persona que habla por hablar; de todo te suelta una arenga larguísima tratando
de convencer, pero en el fondo no tienen convicción, porque llega un momento
que no saben ni lo que dicen. No busca la verdad objetiva, busca su verdad que
es su objetivo. Para el filósofo americano Harry Frankfurt, autor del ensayo
“On Bullshit”, la charlatanería es más peligrosa que la mentira, pues mientras
el que miente reconoce una verdad, el charlatán está al margen de toda verdad,
que viene a ser lo mismo que estar al margen de la realidad.
Pero la sociedad es increíble, es
más indulgente con el charlatán que con el mentiroso, porque asumen que el
primero no le miente directamente. Pero lo que más sorprende a Frankfurt es que
los que se quejan de la charlatanería, no creen en la verdad. Para el hombre
corriente puede y debe haber conocimiento, pero no puede ni debe haber verdad.
No se dan cuenta que la mentira es disolvente, y al perder la confianza, la
vida se hace imposible. Quizás parte de la sociedad transita ese estado, el de
observar aterrado que les han mentido; la otra mitad, tal un síndrome, ahora
salen decididos a perseguir a los que antes humillaban. El proceso ahora se da
al revés, no se está mejor, se sigue dividido.
Y regresa el interrogante del porque
de tanta población que aún hoy los siga. Ante la falta de convicción ideológica,
ante la profunda diferencia entre riqueza privada y pobreza pública, ante la sensación
de sentirse postergado y eternamente abandonado, ante la permanente disyuntiva
de utilizar el voto popular sin propiciar argumentos, permitiendo ganar a uno para
que no siga el otro o para mantener una situación económica ya resquebrajada, la
población se abraza a lugares comunes que parecen inclusivos y nacionales,
tales derechos humanos, memoria histórica, soberanía, inclusión social,
proyecto nacional, derecho de las minorías o modelo. Esto genera voto, permite
mayorías absolutas, descomprime la falta de ilusión y perspectivas y se
acomodan ante el caos. Y si sobreviene una inicial buena gestión de las
necesidades, toda la sociedad se acomoda a esta gestión. E incluye a aquella
fracción que no simpatiza ni cree en esos tópicos, pero otra enorme característica
de las poblaciones es que no se suele manifestar con la convicción de los
bolsillos llenos. Después están los que se acomodan, los que han reconstruido
su currículo y ya ni piensan en ceder su protagonismo. Y está el iluso, el que
no gana nada, aunque cree que gana finalmente, sintonía con una buena causa.
Y ahora, de repente, algunos
comienzan a pensar en el futuro. Los que se tienen que ir, solo lo relacionan
con mantener el pasado, aun cuando se defienden de la fragilidad achacándola permanentemente
a “otros” pasados. La comunicación está tocando fondo, nunca hubo argumentos
pero ahora el charlatán ya no cae ni simpático ni convincente. El relato parece
muerto, aunque el interlocutor decida hablar por cuatro horas. Se instala la sensación
de que se necesita un cambio radical, pero nadie anticipa las bases para ese
cambio. Es inminente un cisma del estado elefantiásico, pero nadie lo quiere
adelantar, porque Maquiavelo ya lo predijo promediando los 1400: “En general, los
hombres juzgan más por los ojos que por la inteligencia, pues todos pueden ver,
pero pocos comprenden lo que ven.”
Será momento de acercarse
honestamente a dialogar, a aparcar odios, a redefinir el concepto de hipocresía,
a tratar de entender porque el otro piensa como piensa, aceptar porque unos y
otros reaccionan cómo reaccionan para no repetirlo, obligarse a un concepto
interno de educarse, de proyectar una sombra integra y no servil, y dejar la
mentira y la charlatanería que estereotipa a una nación, para que, en
definitiva los países se puedan reconocer como son, aun con la vergüenza,
cobardía o mediocridad de sus inminentes pasados, para seguir adelante y quizás
algún día, acertar o conocer definitivamente el concepto de ideal.
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