“Nada se parece más a un hombre
honesto que un pícaro que conoce su oficio”
George Sand.
El contexto es similar. Finalizando
el siglo XX y arrancado este siglo XXI, los cambios drásticos sociales
alimentan aún más su eterna presencia. Los picos de abundancia y los declives
de la crisis, han servido de marco. La idea, equivocada o no, de que para
escalar socialmente se necesita dinero o poder, les atrae como a moscas. La
globalización ha explotado por momentos, se inestabilizaron y eclosionaron los
mercados y el individualismo pasó a ser la receta dominante, por sobre las
sociedades. Todos estos motivos, y alguno más que no me viene a la mente,
devolvió a escena, a un personaje esencial del siglo XVI, aggiornandolo
malamente: el pícaro.
El emprendimiento honrado es muy
sufrido, y la apuesta en el tiempo de su éxito, no suele ser aguardado.
Mediáticamente contemplamos al osado que triunfa gracias al olfato, la
picardía, los contactos o la astucia. No solemos reparar en el que saca
adelante con abnegación, similar a la de nuestros antepasados, constancia o
esfuerzos parecidos a otros tiempos, una propuesta adelante. Estamos tolerando
el engaño, la picardía, la estafa o el embuste, porque en un punto, hasta
creemos que este es, lamentablemente, el camino escogido por todos. Y de tanto
tolerarlo, hasta llega el punto de que en distintas escalas, la practicamos. De
esta manera, regreso ya cansinamente, al gran problema vigente: el escaso
esfuerzo moral o falta de ética.
El pícaro nació como consecuencia de
agudizar los sentidos, simplemente para sobrevivir. La avivada diaria para
intentar arrimar un poco de pan a la boca. Por lo general provenía de un nivel
social bajo, sin un oficio conocido y con la experiencia de transitar la calle,
que le permitía encontrar entre sus víctimas preferidas, al ingenuo o
distraído. Hasta hemos calificado en tantísimas oportunidades, como un hecho
gracioso o de picardía, y hasta a veces hemos aplaudido el engaño a otro (nunca
se digiere el engaño a uno mismo), por la creatividad del embuste perfectamente
aplicado. La picardía solía ser graciosa, de hecho es un término muy utilizado
para destacar la personalidad de un niño desenvuelto.
No solo la utilizamos con los niños,
también son incluidas las mascotas traviesas o astutas. En los niños se permite
liviandades como considerar pícaro al púber de buen humor, simpático,
desenvuelto y con una ligera tendencia a abusar de las maldades, jugarretas o con
una astucia tantas veces parecida a la malicia. Pero en el caso de los niños,
es un adjetivo que lo ensalza. Lo solemos decir con una sonrisa admirativa en
la boca. Y muchas veces, adjetivamos a un niño como pícaro, cuando apenas es
inocente.
En el arte encontramos testimonio de
esos niños pícaros de la mano de los lienzos de Bartolomé Murillo, pintor
barroco español, quizás el más reconocido fuera de España. Se caracterizó por
introducir en sus obras pormenores tomados de la vida cotidiana, convirtiendo
esas escenas, en cuadros de género, logrando humanizar a sus personajes, ya que
les confirió un aura de gracia y dulzura propias de su época, el siglo XVII.
Murillo fue contundente en sus trazados, entre 1665 y 1675 el pintor sevillano
realizó sus pinturas a través de los llamados pícaros, quizás retratados de la
literatura picaresca tan representada por El lazarillo de Tormés, Guzmán de
Alfarache, ó El buscón, de Francisco de Quevedo.
Hasta ese momento, la pintura
reflejaba contenidos religiosos, epopéyicos o vinculados a la vida monacal o
monárquica. Fuera de este nivel, se utilizaba también las figuras de
pordioseros, retrasados mentales, chiflados o vagabundos. Esos personajes
ambientados en las plazas mayores de los pueblos, considerados los tontos del lugar,
que con sus gracias o desgracias, divertían a los ciudadanos. La obra pictórica
de Murillo logró plasmar a gente humilde, llevadera de su pobreza con dignidad,
aun necesitada de la permanente ayuda de los otros. En resumen, escenas que
reflejan la extrema pobreza, en las que laten un sentido dramático realista y
sin estridencias, sin plantear esas necesidades éticas de permanente enfrentamiento
entre pobreza y riqueza.
Pero salvo esa etapa de Murillo o
algunos lienzos de Velázquez, los frescos no han dado muestras relevantes del
tratamiento del pícaro. La causa fundamental puede ser, que hasta ese momento,
la pintura intentaba producir belleza. Otro motivo de ausencia puede ser que la
pintura se solía ejecutar por encargo, y los que encargaban tenían dinero, no
parece ser el caso de este segmento sufrido de la población. Y otra razón,
quizás de peso, es que el arte pictórico es un “golpe” visual, su observación
suele ser rápida, mientras que la literatura se puede permitir un desarrollo.
Eso, sumado a que la literatura picaresca podía ser escrita bajo seudónimos y
estaba contemplado escribirlas como autobiografías. La pintura, hasta ese
momento, representaba con mayor o menor subjetividad, solamente lo externo,
ensalzando cualidades divinas o santidad.
Es entonces, en la literatura, donde
el pícaro y sus andanzas marcan una época. La picaresca es considerada un
género literario, y arriesgando algo más, puede ser considerado el género más
genuino y representativo de la literatura en España. Y más que una invención
literaria, es un aporte directo de una realidad. Como contrapartida a la
idealizadora narrativa de caballerías y epopeyas, surge entre el Renacimiento y
el Barroco, dando inicio al Siglo de Oro. El lazarillo de Tormes es el emblema
distintivo de este género.
Y esa realidad se expresa a través
de la comicidad y la ironía. Utiliza un idioma directo, y narra su vida en
primera persona, son personajes activos. Tiene una estructura de falsa
autobiografía, donde el protagonista guarda una doble perspectiva: como autor y
como actor principal. Y narra sobre un contexto histórico y social determinado.
Critica a ciertos estamentos dominantes, principalmente nobles y clérigos. Una
de las principales características del personaje pícaro era una procedencia
ruin que le permite encarnar el personaje de antihéroe, y lo escrito en anti novela.
La mayoría de sus comportamientos están motivados por un afán de ascenso en la
escala social.
El contexto de la época refleja una
economía agotada por mantener el poder internacional de los Austrias, generando
un sinfín de penurias a las clases más desfavorecidas. Se desmoronan las viejas
estructuras sociales, y el dinero juega un papel esencial, desalentando la
producción y estimulando una economía basada en créditos bancarios y negocios
de cambio. El pícaro es consecuencia de la delincuencia, mendicidad y
vagabundeo en España. Es el resultado de un descontento ante un mundo que se
degrada, y la desvalorización de la sociedad, primando el interés individual
Las novelas están escritas desde la
perspectiva final del desengaño. Una vaga idea moralizante se deja trasmitir, a
través de una mirada pesimista de la situación y la posibilidad de enmendar esa
conducta aberrante. A través de la estructura lingüística, se busca retomar el
concepto ejemplarizante de una sociedad, y con la ayuda del humor, se suele
dejar claro que el pícaro fracasa y vuelve a fracasar, sin dejar nunca su
condición de pícaro. Parece no haber solución posible para esa época, la
estructura es abierta, las aventuras
podrían continuar indefinidamente.
Además del estandarte de “La vida de
Lazarillo de Tormes y de sus fortunas y adversidades”, se destacaron las
siguientes obras: “La vida del buscón”, de Francisco de Quevedo, “Guzmán de
Alfarache”, de Mateo Alemán, “Segunda parte del Guzmán de Afarache”, de Juan
Martí y “La vida y hechos de Estebanillo González”, atribuido a Gabriel de la
Vega. Pasados más de doscientos años, el género recobró prestancia a través de
Pio Baroja, quien en 1904 presenta la trilogía “La lucha por la vida”, donde el
escritor guipuzcoano, además de criticar su época social, compara al pícaro con
el vividor, dominante de una nueva etapa de descontento y degradación.
La rápida reseña del género nos trae
nuevamente a la actualidad, hoy el pícaro sigue siendo considerado un vividor,
y se le agrega el mote de caradura. A diferencia de aquel estado de necesidad
atribuible a la picaresca del Siglo de Oro, hoy se persigue un afán de estar o
de ser. El personaje que logra “estar” en el lugar adecuado y parodiar un “ser”
con aristas vulgares pero mediáticas, tiene gran parte del tramo ganado.
Aparentar ser es la metáfora donde el interior no se muestra, y el exterior es
ficticio, grandilocuente, aún en lo detestable. Ya no se engaña para
sobrevivir, se engaña para ejercer el poder. Ya no están en la literatura, han
preferido residir en el mundo real, y ejercen o tratan de ejercer, desde la
misma cúpula de la escala social.
Ya no es una figura marginal, como
en sus orígenes. Tenemos al pícaro de la nobleza, al pícaro del jet set, al del
FMI o banca, al presidente de comunidad, provincia o país, al abogado o
financista de renombre. Han evolucionado, se han “preparado” para, sin ser delincuentes,
estar al filo de la ley. El triunfo puede ser efímero, pero nadie reniega de la
caída si es la condición de triunfar en una escala social. A pesar del sofoco
que genera su imagen, se caracterizan por vulgarizar al personaje común, abochornándolo
constantemente y definiéndolo como si fuera peyorativo el concepto de
moralista, redefiniéndonos como imbéciles.
Nos queda por reflejar la etimología
de la palabra. Algunos lo atribuyen al griego “pica”, que significaba
miserable, y provenía de la costumbre romana de vender los esclavos atándolos
previamente a una pica. Otros mencionan la palabra “picus”, cuyo significado se
estima en abrirse paso a los golpes, pero con esfuerzo. En literatura, su
primera referencia puede atribuirse al Arcipreste de Hita. Y a América no llegó
como polizón, sino comandando los barcos y las intenciones. Con el afán de
continuar con delirios de grandeza y sueños de gloria, desean reproducir y
comandar una nobleza, de la que no estaban llamados. Y el concepto ha sido
persistente. De aquella consigna: “Se acata pero no se aplica”, utilizada para
contrariar la lejanía de las directivas de la corona sobre las indias, hemos
perfeccionado el estilo, quizás hasta convertirlo en rasgo nacional.
“Una de las glorias de nuestra
literatura ha sido, en efecto, dar hombres –y mujeres- de carne y hueso al
teatro del mundo. Por ello saltan tan fácilmente de las letras de la vida y nos
los encontramos en las calles: Celestinas, lazarillos, quijotes, don juanes y
pícaros”, dicho por Jaime Ferrán en “Algunas constantes de la picaresca”, de
1979. Los pícaros se han convertido en un clásico, todos sufrimos a uno bien
cercano, y hasta nos fastidia que ante cualquier arreglo, nos quieran cobrar
justo a nosotros, el IVA o los impuestos de rigor. Por eso, en la última
película Relatos Salvajes, la violencia deja en segundo plano a la ética, y se
puede resumir en una secuencia en una panadería. El personaje de Ricardo Darín
le consulta a la dependienta si tiene factura, y ella suelta de cuerpo y con
una voz impregnada de ironía, contesta con un juego de palabra: Facturas,
masas, panes y otras delicias. Y así vamos, considerando inmoral al otro, es
que ninguno de nosotros se considera clave ni trascendente en la próxima literatura
universal.
No hay comentarios:
Publicar un comentario