En realidad, es un libro de adultos
que casi todos leímos de niños. En el mismo prólogo, lo advierte Juan Ramón
Jiménez, pero como que nos aunamos para no hacerle caso. Lo continuaron leyendo
los más jóvenes, motivados por padres o por la escuela y es de esperar (aunque
algo de miedo da pensar que se puede perder la costumbre) que tras estos cien
primeros años de existencia, “Platero y yo” continúe siendo lectura para los
jóvenes que se inician en el descubrimiento literario.
“Yo nunca he escrito ni escribiré
nada para niños, porque creo que el niño puede leer los libros que lee el
hombre, con determinadas excepciones que a todos se le ocurre”, comenzó a
figurar en el prólogo del libro a partir del año 1956. Quizás la aclaración
surgió de la propia necesidad de Jiménez de dejarlo claro, pero dicen los
recopiladores que aquella primera edición –la que ahora festejamos- de
Editorial La Lectura, fue ubicada en una conocida colección de literatura
infantil. Como otra salvedad curiosa, en aquel primer momento la historia no se
reflejó en los ciento treinta y ocho capítulos originales, sino en una profunda
selección de sesenta y seis episodios, escogidos especialmente y tenidos en
cuenta para los más pequeños.
La clave del éxito infantil puede
deberse a dos cosas. La primera, que Jiménez no la escribió premeditadamente
para ellos, de ahí que a los niños les haya gustado porque no se reflejaba en
ese “idioma” de subestimación absurdo que nos empecinamos en creer que el niño
entenderá y necesitará. Y el segundo motivo indudablemente será la presencia
permanente e implicación del colegio en la evolución de la obra. Los profesores
se han aferrado a “Platero y yo” porque la sencillez, claridad y precisión de
estilo implementado por Jiménez ha allanado el camino de enseñar los primeros
conceptos de gran literatura en nuestro desarrollo.
Mi madre fue la primera motivadora
en cuestión literaria. Ella me fue acercando, de acuerdo a sus posibilidades
económicas, los primeros amores retóricos. Julio Verne, Emilio Salgari, Alejandro
Dumas, Jack London, Daniel Defoe, Charles Dickens y otros más que me estoy
olvidando, llegaron a casa por encargo de mi madre. Y habrían otros títulos que
también se encargaba de proporcionarme ella, pero venían sugeridos por el
programa estudiantil del colegio. Uno de ellos, aquel pequeño libro de
Editorial Losada, de portada amarilla y con el dibujo centrado del burro, me
viene con nostalgia a la memoria. Nostalgia, que me acompaña casi siempre que
me pongo a escribir en este blog.
Dicen que yo destacaba por leer con
voracidad cuando era pequeño. Dicen que no es normal que continúe con esa
avidez cada vez que abra un nuevo libro o haga un pedido a la biblioteca. Dicen
que era motivo de orgullo para mi madre, que a los cinco ó seis años leyera
como un adulto. Algunos suelen decir que cuando de mayor uno se abraza con tanta
pasión a una continuada lectura, es porque quisiera seguir siendo un niño
apasionado. Y de “Platero y yo” recuerdo la fascinación de matizar lectura con
la mirada de las constantes viñetas que acompañaban al texto. Y recuerdo el
entusiasmo con que mi madre y mis maestras me alentaban a leerlo. El mismo
arrebato con que me recomendaron “El Principito”, por ejemplo.
De pequeño no estamos preparados
para encarar todo tipo de literatura. Pero es bueno tomar conocimiento de los
clásicos y seguramente habremos de leer más de uno sin alcanzar una verdadera
dimensión del conocimiento o entendimiento. Pero es importante, la actualidad
lo demuestra. Dejar la base de los clásicos en los pequeños, asienta la madura
cultura de los adultos. Si los dejáramos de leer (y escribo disimuladamente
dejáramos como para intentar ser optimista), estos se olvidarían muy pronto,
como suele pasar con la admiración, educación, respeto, y otros valores que
parece que hoy no queremos doctrinar a los niños.
Tuvo tanta trascendencia esta obra,
que a veces nos olvidamos que la carrera de Juan Ramón Jiménez fue por demás
prolifera. Y que excelentes escritores, como el caso de Jorge Luis Borges, le
han profesado admiración y culto. En su libro “Hacedor” se incluye un texto
titulado “Borges y yo” que nunca hubiera podido escribir sin la existencia de
“Platero y yo”. En ese mini cuento, Borges plantea sus dos personalidades. Y
acepta que hay un Borges que existe, para que exista el otro que trama su
literatura, esa que es y será universal. En ese conflicto de personalidades,
Borges finaliza diciendo que si bien uno necesita del otro, “No sé cuál de los
dos escribe esta página”. Y lo mismo le sucede al Poeta, el que narra la
historia con Platero. El Poeta se enfrenta consigo mismo, un enfrentamiento con
la vida que siempre termina en la muerte, y a pesar de lo que pensemos, Platero
no es más que el Poeta en la importancia de la obra.
Cien años confirman la popularidad
del libro. Es el tercero más traducido de la historia, por detrás de la Biblia
y El Quijote. Platero era un nombre común para Jiménez, en su Moguer natal -en
Andalucía-, todos los burros eran de color plateado o pelaje gris, y se les
conocía con ese nombre. Todos eran plateros y el poeta tuvo el suyo propio de
pequeño. Y la fascinación que me generó el animal que tardé más de quinces años
en conocer (el bicho de ciudad raramente se topa con uno de ellos), y
seguramente lo encontré tirando de un carro de chatarrero, y de inmediato me
invadió el calor de estar frente a un desconocido que quieres desde pequeño.
Eso es la magia de estos personajes. Lo dice el propio texto: “Entre los niños,
Platero es de juguete. ¡Con qué
paciencia sufre sus locuras! ¡Cómo va despacito, deteniéndose, haciéndose
el tonto, para que ellos no se caigan! ¡Cómo nos asusta, iniciando, de pronto,
un trote falso”.
Hace cincuenta años, en España existían
más de un millón de burros. Hoy apenas sobrepasan los sesenta mil. La crisis
castigó seriamente a la especie, el burro es amigo cercano de la pobreza, de la
estrechez. Muchos de ellos fueron abandonados al comenzar a escasear los
recursos básicos. Pero la especie jugó un papel esencial en la vida de millones
de personas. El movimiento pastoral, labores de carga, agrícolas, pieza esencial
en el movimiento de molinos, como mera compañía y hasta terapéutico, o recreativo,
son alguna de las actividades con las que el burro o asno se ha familiarizado. Cualquier
condición climática, cualquier ecosistema -llano, montaña, ciudad o selva-,
cualquier grado de pobreza o limitación, es el hábitat de una de las especies
mejor adaptadas al hombre. Y se presume que guardan la misma confianza y
fidelidad que el perro, el otro gran amigo del humano. Y su importancia fue
decreciendo, los cambios sociales y la revolución automotora, lo condenaron a
un cercano olvido, lo mismo que lo puede suceder a los clásicos literarios.
“Los espárragos de abril, para mí;
los de mayo, para el amo; los de junio, para el burro”. Los refranes son portadores
de la verdad, proceden de la propia experiencia, y el refranero lo convierte en
sociable, en compartido. El asno es el animal con mayor presencia en el
refranero, sobre todo griego. “No se hizo la miel para la boca del asno”,
confirma que la carga es su destino natural, en las fiestas el animal era el
encargado del transporte de la leña o el agua, esencial para el festejo.
“Caminante cansado subirá en asno si no alcanza caballo”, es como una
aceptación de algo inferior hasta alcanzar lo mejor. “Asno con oro, alcánzalo
todo”, dice algo así como que con dinero, hasta el más tonto consigue lo que
quiere. “El burro delante, para que no se espante”, grafica la vanidad de
aquellos que se resisten a guardar las normas de urbanidad, queriendo ir
siempre por delante. Por un pequeño pantallazo, se puede deducir que el
refranero le debe otra imagen al burro, lo ha tipificado como algo negativo,
explotado o basto.
“Platero y yo” cuenta la amistad
entre el Poeta y su burro. Exalta la naturaleza presentando al hombre en
armonía con un entorno. Utiliza un lenguaje breve pero contundente en mensajes,
metáforas. Comprendemos el significado de palabras como música, color, paisajes,
recuerdos o añoranza, melancolía, dudas, hasta acercarnos al concepto mismo de
muerte. El autor de “Platero y yo” fue una especie
de abanderado, musa para las Generaciones del 14 y del 27. La Guerra Civil lo
invitó a un destierro en 1937 que duró hasta el fin de sus días. Cuba, Miami,
Maryland y Puerto Rico, fueron sus destinos hasta el año 1953, cuando falleció
a los 77 años.
El 25 de octubre de 1956, dos días
antes del fallecimiento de su esposa, Zenobia, Jiménez recibe el Nobel de
Literatura. Fue tanto un premio a su carrera, como un castigo divino hacia
Franco, como se murmuró en España, ya que Jiménez abrazó la causa Republicana.
Y los argentinos guardan un entrañable recuerdo, simbolizado en un
multitudinario recibimiento en los muelles del puerto porteño, a su arribo para
unas conferencias a las que fue invitado por la Revista Los Andes de Buenos
Aires, en el año 1948. De Argentina guarda otra filiación, su estilo literario
recibió la influencia de Rubén Darío, a quien conoció en Madrid, cuando este
oficiaba de corresponsal del Diario La Nación.
“A mediodía, Platero estaba
muerto. La barriguilla de algodón se le había hinchado como el mundo, y sus
patas, rígidas y descoloridas, se elevaban al cielo. Parecía su pelo rizoso ese
pelo de estopa apolillada de las muñecas viejas, que se cae, al pasarle la
mano, en una polvorienta tristeza... Por la cuadra en silencio, encendiéndose
cada vez que pasaba por el rayo de sol de la ventanilla, revolaba una bella
mariposa de tres colores...” El fin de la historia se enfrenta con la muerte, y
la describe con temor, dolor pero con un contenido poético, filosófico. La
muerte puede superarse, prolongando la vida y la belleza más allá del deceso,
es posible. Usa la figura de la mariposa para la continuidad. En el poemario
“La Muerte” lo deja claro: “No es nuestra vida lo que muere, / porque no muere
lo que ha sido. / Lo que muere es la muerte.
Si leemos “Platero y yo” de adultos, será distinto a
aquella lectura de niño. “Platero no es un libro sobre un burro. Platero es un
interlocutor que no habla, que no me discute, que no me contradice, al que yo
le puedo contar todo lo que siento, divagar, sin necesidad de entablar un
diálogo con él. Platero es en realidad, un libro sobre mi soledad en Moguer,
sobre Moguer”, así analiza Jiménez el secreto sobre la figura del burro.
Platero no habla, es la imaginación del niño la que cree, fruto de su
inexperiencia, que un burro puedo hablar. Y para Jiménez es importante o
fundamental que Platero no hable, y con su explicación termino el homenaje al
libro, a mi madre, a las bibliotecas, a la escuela latinoamericana que hizo
obligatoria su lectura, a aquel burro plateado que nos alentó a dar vuelta una
página para continuar la fascinación de la lectura iniciática…
“Te sigo prefiriendo, Platero, para
todo los días, a cualquier otro amigo hombre. La mujer es diferente,
incomparable, ya tú lo comprendes, de eso no hay que hablar. Te prefiero como a
un niño. Porque tú, como tú, un niño, un perro también, como Almirante mi
caballo marismeño, me das la compañía y no me quitas la soledad. Y al revés, me
consientes la soledad y no me dejas sin compañía. A tí te lo puedo contar todo
en mi entusiasmo o mi pena, Platero, y todo te parece bien”.
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