La inmadurez es la incapacidad de usar la inteligencia
propia sin la guía de otro.
Immanuel Kant
Alguna vez mi padre me pidió que
escribiera una novela donde acentuara los matices donde los mortales somos
simples actores de una obra, que encierra
casi todos los géneros. Nunca la encaré, quizás mi viejo puso el listón
demasiado alto –cómo casi siempre que me impulsó consignas- o simplemente en
aquella época yo era un mal actor de reparto.
No he tomado clases de interpretación,
pero con el correr de los años me duele la vista y el corazón, ver lo mal
actuada que está en general la vida. La mayoría de los actores salen a escena y
se nota que no han estudiado el guión, y el drama, junto a la picaresca y la comedia
rigen el gusto del espectador medio. Expectantes, los adictos y adeptos a la
cultura, muestran una línea de pensamiento que casi siempre suena aburrida y
los demás topifican como negativa, pesimista o mala onda, y esta última expresión
confirma que el vocabulario también ha ido decreciendo. Pero un aspecto que
nunca me gustó en la gente que expresa de manera seria, un acto tan sencillo
como es adquirir y compartir conocimiento, es que quieran establecer
diferencias no solo de entendimientos, sino en la manera de trasmitirlos. Como
que quieran dejar bien en claro, que ellos no forman parte de esa pintoresca y
variopinta jauría, o como alguno definió claramente, como chusma.
Trato de ser una persona parecida en
casi todos los órdenes. Pero la total identificación con mis partes no es
idéntica. Mi imagen exterior siempre se ve observada, debe mantener unas formas
o unos contenidos que contenten al ser sociable que somos todos juntos. A la
medida que logro identificarme o asociarme con otro “actor”, se definitivamente
que la otra parte ha de conocer al verdadero Javier. Pero es inevitable pasar
antes por esa tonta y aburrida manera de mantener formas o mostrar madurez o adaptación
deliciosa a las normas vigentes.
Cuando me enamoré de mi esposa,
recuerdo una anécdota que para mí es graciosa, y depende como lo lea ella,
puedo no causarle tanta gracia. En una de las primeras conversaciones, me solicitó
con contundencia y yo interpreté sin medias tintas: “Cuéntame tu vida”. Tomando
valor y tratando de ser sincero, pero sin dejar de impresionarla o cautivarla –no
fuera a que tanta sinceridad me hiciera perder una persona que me gustaba
demasiado- comencé una arenga que creo que casi promediando la hora, sufrió una
súbita interrupción. “¿Por qué me estás contando esto?” me observó. Sólo atiné
a decir: “Porqué me pediste que te contara”. Lo que ella no supo en ese momento
es que suelo tener ese defecto con muchas personas, si me lo preguntan, yo
cuento. Y si cuento, me abro. Y si me abro, comparto. Eso sí, siempre queda un
remanente que permanece oculto, porque hasta yo tengo establecido que hay cosas
que no se le pueden contar a todos, hace falta un grado profundo de intimidad o
conocimiento hacia la otra parte.
Para el exterior debemos ser
precisos, debemos definirnos, estamos obligados a sustentar una posición, ser
serios, y para todo eso, lucimos una máscara que suele esconder parte de una
identidad opaca o vulgar, que a uno a uno de los mortales nos iguala. Algunas
personas, lamentablemente, terminan adaptándose a esa máscara, y pierden la
perspectiva, se olvidan de cómo son en la intimidad. Sabiamente un escritor polaco
que vivió veinticuatro años en Argentina y que uno de sus libros llegó a mis
manos, fruto de la casualidad, definió esta característica como la tesis de la
inmadurez y la forma.
Witold Gombrowicz (1904-1969)
sostuvo en sus escritos que nos acompañan dos tipos de inmadurez: La de grado
1, inherente a la condición humana, que destaca como sana y saludable; y la de
grado 2, artificial y fabricada por el miedo a crearse a uno mismo, a ser
alguien y convertirse en persona, mientras el caudal interior aflora y se da de
bruces contra la realidad. La novela en cuestión –la que tropezó conmigo- se
llama Ferdydurke. Prologada por el mismísimo Ernesto Sábato, es considerada
como una obra fundamental, y yo que estoy a punto de terminarla, puedo sentirme
confuso en entenderla y que me haya gustado, aunque eso sí, me obligó a pensar
en este tema que está toda la vida con nosotros: Somos seres imperfectos en un
mundo, que como dice Joaquín Sabina, está recién pintado.
La vida nos estereotipa todo el
rato, y nosotros lo asumimos. En la novela los personajes se mueven en función de
mitos sociales y está bien claro que estos no siempre corresponden con una
realidad interior, pero a pesar de ser impostado, generan sobre nosotros una
influencia definitiva. Y ya que este espacio es mío, vuelvo a recordar momentos,
esta vez de cuando me acerqué a la SADE (Sociedad Argentina de Escritores)
alentado a participar de un taller de escritura, que definiera de una vez, si
yo era un tipo de letras, o simplemente de algunos caracteres. La primera
semana no pude acudir por motivos laborales y para la segunda cita tenía en
claro que arrancaba en desventaja. Suponía que los demás participantes ya
estarían aunados con la consigna grupal y que al tener tranquilidad –por la experiencia
de haber estado en la primera clase- me habrían de juzgar sin piedad ni
consideración, avalados por la profesora, que para más inri, acreditaba ser
ganadora del premio Planeta, de Argentina.
Llegué al borde de la sugestión a la
cita, estuve tentado varias veces de darme la vuelta y encontrar el autobús más
cercano que me devolviera a mi barrio, al anonimato y a mi carencia de luces
intelectuales. Pero como soy hijo de vasco, no me amedrentó. Llegué al borde
del colapso, pero llegué. Para colmo lo hice veinte minutos pasados la hora de
comienzo (yo que soy el socio fundador de los adoradores de la puntualidad) y
al subir las escaleras, las caras de pensadores serios y profundos con que
siempre se sacan las fotos los ensayistas, escritores y filósofos, me obligó a pensar
que estaba cometiendo una locura, yo era demasiado basto para esa empresa.
Al acercarme al aula, me encuentro que un
participante estaba leyendo un escrito propio. Así que permanecí en silencio,
de pie frente a la misma puerta. La situación se mantuvo así por otros veinte
minutos, y yo en el mientras, ya anticipaba el reto de la profesora, por llegar
tan tarde, por estar importunando una evidente excelente lectura, y yo ser un
legítimo don nadie que profanaba la tumba de la escritura, que para más solera
había precedido el único Jorge Luis Borges. Sin abrir la boca, ya estaba presto
a pedir perdón y aceptar que la premiada Planeta me lapidara. Pero sucedió algo
bien curioso.
Advertida por las miradas de algunos
compañeros, la profesora levantó la vista. Con un hilo de voz me presenté, ella
se quitó las gafas, se levantó del asiento y se dirigió hacia la puerta para
recibirme. A mitad de camino, no se bien que sucedió pero se resbaló y toda su
humanidad fue a parar de manera grotesca con el culo como estandarte, al suelo.
Yo la levanté, no se había lastimado por suerte, y entre medio de su risa
acalorada, la incorporé. Me preguntó mi apellido, me dio la bienvenida y antes
de tomar asiento, se disculpó por lo inmaduro de su presentación. Yo, en ese
momento, pude volver a ser yo, ese tipo sencillo al que le encanta leer y cree
que tiene cosas para escribir, y me saqué ese antifaz que la cultura a veces te
obliga a utilizar. Era Planeta esa mujer, pero también era planeta tierra, y
bastante común, basándome por esa patinada.
La segunda característica que recuerdo
de aquel año de curso, me la ofrecieron mis compañeros. Y que recuerdo, gracias
a la interpretación que el personaje principal de Ferdydurke insinúa, que los
hombres se crean entre ellos, imponiéndose a si mismo las formas, o lo que
nosotros definimos como “manera de ser”. Cuando había que comentar un texto
propio o de alguno de los consagrados o conocidos, el que expresaba primero,
como que expresaba varias veces. Esa patina de cultura que debe estar adherida
a nuestras opiniones obligaba ante la duda o el desconocimiento, a sustentar lo
que el primero, siempre que lo haya expresado con énfasis o convicción. Y la
ronda se sucedía de manera tediosa, y yo que estaba en los últimos de la fila,
debatía en mi interior porque tenía otro concepto de esa obra. Y a pesar de
seguir sudando por tener que aportar otro punto de vista, no me cortaba. La
sorpresa era cuando no se me contradecía o si se trataba de un punto de vista
distinto, algunos aportaban algo a un debate. Eso sí, el resto continuaba en su
rol de actor, a la espera de que le enviaran el nuevo guión.
“Es un hecho que los hombres están
obligados a ocultar su inmadurez, pues la exteriorización sólo se presta lo que
ya está maduro en nosotros. La novela plantea esa pregunta: ¿No veis que
vuestra madurez exterior es una ficción y que todo lo que podéis expresar no
corresponde a vuestra realidad íntima? Mientras finges ser maduro, vives en
realidad, en un mundo bien distinto. Si no lográis juntar de algún modo más
estrecho esos dos mundos, la cultura será siempre para vosotros un instrumento
de engaño”, el reportaje a Gombrowicz es de los sesenta. La vigencia es
ofensiva.
Desde la propia infancia, el hombre
se ve expuesto a “presiones” de los estándares culturales, ideológicos,
religiosos, nacionalistas, etc. Uno cree finalmente descubrir su identidad,
pero da toda la sensación de transitar un mundo ficticio, donde el sentido
brilla por su ausencia, y donde pregonamos la naturalidad como virtud esencial,
pero que en verdad nada parece habitual.
Lo único auténtico en esta obra de ficción es la inmadurez eterna de las
sociedades y el complejo de inferioridad que no nos legitima. Somos inmaduros,
somos miedosos, es muy difícil sostener en esas condiciones una convicción.
Ante una decisión, podemos luego dudar eternamente y dependiendo el canto de la
moneda, luego podemos fardar de nuestro juicio o supuesta valentía.
Echamos mano de las vestimentas para
justificar una supuesta madurez. Anhelamos ser maduros, tenemos una imperiosa
necesidad de ser libres, pero esos supuestos dones que todos tenemos para
aspirar a gestionar esa supuesta libertad, no suelen perdurar, nos atamos a las
convenciones sociales, a esos estereotipos que lanzándote a una aventura para
desarrollarte, muchas veces se denomina irresponsabilidad, la eterna y nunca
desgastada definición de inmadurez. A pesar de estar contrastados esos tópicos,
y estar caducos, no pierden efectividad. Esa máscara no se descataloga fácilmente,
modifica hasta reprimir nuestra vida interior, nuestra intimidad.
La juventud se asocia de inmediato
con inmadurez. Es habitual ofrendarle al adolescente un ceño fruncido, o la predisposición
de atribuirle una imagen negativa. La lucha generacional es eterna, llegará el
momento que los rebeldes de ayer se acomoden en echarle la culpa a los de antes
o a los de después. Las generaciones no se suelen comunicar, más allá de los
convencionalismos de la escuela o universidad. Siempre estamos enfrentados con
el pasado, dejamos mensajes que el futuro será mejor por obra de nuestra gestión,
para una vez arribado esa fracción de tiempo tan lejana, confirmar que el
fracaso es el mismo, con el matiz tecnológico que separe los siglos de
existencia.
“Haz lo que yo digo, pero no lo que
yo hago” o “Predicar con el ejemplo” son refranes antagónicos que suelen ser
solo frases establecidas. La humanidad gira a través de actos individuales o egoístas
que una vez establecidos, reciben el dogma de algo hecho en aras de una
humanidad. Debemos agradecer a ese “mecenas, héroe o actor”, que se consagra
por nosotros, con el único afán de un cambio, que nunca se cristaliza. Debatimos
neciamente ideologías que no nos pertenecen, que no nos afectan en el día a
día. Pero seguimos debatiendo, seguimos esperando las noticias para soltar una
ética humanizadora, que siempre creemos que solo nosotros tenemos.
Termina mi andadura de entrenador con
los Prebenjamines de Plentzia. Ya no me enojo si mis jugadores no muestran
señales de madurez, de malicia. Algunos rivales ya saben agarrar de la
camiseta, ya practican pararse delante del balón para obligar a la interrupción.
Los míos todavía transitan en la nube de la niñez, y observando lo chiquilín de
su comportamiento, gozo pensando que la inmadurez social todavía no hizo reacción,
como una vacuna. Le debo la novela a mi viejo, me debo dejar de sentir sofocos
en esas reuniones donde la mayoría presume, me encanta saber que a pesar de mi
inmadurez eterna, acepto algunos de mis miedos y pensamientos vacios como parte
de mi esencia. Y adoro escribir sobre libros intentando ser cercano, y no uno
de esos rancios que no te enseñan nada, solo a sentir desconcierto por palabras
que riman pero no aclaran…
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