Como un acto reflejo, cada vez que
me toca entrar en la consulta del médico de cabecera, observo y confirmo la
solapa del libro que estoy leyendo. Es que luego del saludo inicial a Juanjo,
lo primero que el médico hará, es examinar mi lectura del momento. Se detendrá un
par de minutos en la reseña posterior, y hemos de tener una breve charla
literaria. Varias veces nos hemos recomendado autores y títulos.
Alguna vez le consulté si se trataba
de una enfermedad, tanta lectura. Se rió, y me dijo: “Flaco, eres el primero
que viene preocupado a consultarme si estás atravesando una epidemia por tanto
leer”, su sonrisa es de buen tipo, y en realidad casi siempre sonríe. “Puede
tratarse de una enfermedad, porque cuanto más se lee, más críticos nos
volvemos”, cierra su diagnóstico para dar paso, eso sí, brevemente, a lo que me
aqueje de salud.
Esa enfermedad tiene un nombre,
revisando al uruguayo Juan Carlos Onetti, logré darle una denominación al diagnóstico. Me sentía como
esos médicos, que revisando sus catálogos, buscan información sobre un
componente de una droga o sobre un medicamento. Repasando su obra me topo de
frente con la palabra: Literatosis.
En una entrevista concedida hace un
sinfín de años, el novelista y cuentista uruguayo, definió la “literatosis”
como una especie de enfermedad en la que caen y recaen siempre los aspirantes a
escritores o artistas jóvenes. La enfermedad consiste en convertir la
literatura en nuestra propia religión, en nuestro absolutismo y martirio, con
la inclinación a lecturas de escritores obviamente literarios, y convirtiendo
sus escritos en religión, dogma, o lógico destino.
“En cuánto se tiene un padecimiento,
se tiene una opinión propia”. El aforismo no es de Onetti, aunque podría serlo.
Es de Georg Christoph Lichtenberg, científico y escritor alemán, quien en su
libro póstumo “Aforismos”, nos legó un sinfín de sentencias disfrazadas de
adagio, que se caracterizaron por el escepticismo y la ironía. Esta frase
podría ser un resumen de lo que me llevó a preguntarle a mi médico de cabecera
si estaba portando una difícil enfermedad al acometer tanta lectura, ya que padecía con tanta temática encarada y nuevas voces conocidas. Y un año
escribiendo semanalmente me permite confirmar, que cuando vivimos una
experiencia personal, aunque sea mínima, enriquecemos nuestra propia voz al darle impronta. Y dejamos de ser libres…
Juan Carlos Onetti es difícil de
leer. Pero la frase debería redactarla mejor, para evitar confusiones. Es
difícil, porqué para poder leerlo, hay que ser (sin ponerse colorado)
inteligente. Y tener horas, muchas horas de lecturas a nuestras espaldas. No
desarrolló una literatura piadosa, ni alentó los buenos sentimientos o mensajes
positivos de la vida. Se dedicó a recoger la vida misma, donde abunda lo malo,
lo negativo del ser humano. “Sus personajes nunca pudieron cumplir sus sueños
ni sus anhelos, en ninguno de los campos de la experiencia vital. Su empresa de
vivir está condenada al fracaso”, aseguró Mario Vargas Llosa.
El Nobel peruano es un profundo
admirador de la obra de Onetti. Considera que esa manera feroz y única de
contar, es una especie de metáfora que simboliza la lucha por la vida del
escritor uruguayo. El propio Onetti lo dijo alguna vez: “Todos los personajes y
todas las personas nacieron para la derrota. Uno puede detener la trayectoria
del personaje en un instante de triunfo pero, si continuamos, el final es
siempre Waterloo”.
Y como nadie es profeta, su carrera
estuvo rodeada de Waterloo, que demoraron su consagración. Siempre llegó tarde
a todo. Su novela “Tiempo de abrazar” quedó finalista en el Premio Farrar y
Reinhart, de Nueva York. Le ganó el peruano Ciro Alegría con su novela “El
mundo es ancho y ajeno”; Marco Denevi le derrotó en el concurso Life en
español: su excelente cuento “Jacob y el otro”, sucumbió ante “Ceremonia
secreta”; El premio Fabril ignoró “El astillero”, para premiar a “El profesor
de inglés”, de Jorge Masciángioli; En 1967, el propio Mario Vargas Llosa al
recibir el premio Rómulo Gallegos por su novela “La casa verde”, señaló en su
discurso que le parecía injusto distinguir a su novela por sobre su competidora
“Juntacadáveres”.
Pero tantos fracasos no hicieron
mella en Onetti. O quizás sí, pulió aun más su estilo, para observar como nadie
las insanias de un mundo absurdo. Sus personajes continuaron siendo las
prostitutas, borrachos, locos, proxenetas, fracasados y marginales. Sólo dedicó
alguna consideración piadosa hacia los adolescentes, a los que definió como a
esos seres que aún no han perdido la pureza, una vida plagada de miserias se la
ha de arrebatar seguramente a la primera de cambio.
La reivindicación pudo haberle
llegado en 1980 cuando le concedieron el Premio Cervantes. Curtido por tantos
contratiempos, supo reconocerlo en su discurso de aceptación. En la vida
siempre había pagado “no placé” y cuando ya no esperaba nada, le caía esta
distinción. Por eso cuando un periodista español cayó en el irresistible tópico
que practica la península, de preguntar para que en la respuesta alabes a la
tierra, la respuesta de Onetti fue irrespetuosa para algunos y fantástica para
otros. “¿Qué significa el premio para usted?”. Su respuesta fue lacónica:
“Ciento diecisiete mil dólares”.
Cuatro novelas de Onetti deben ser
consideradas obras maestras. La vida breve, El astillero, Los adioses y
Juntacadáveres. El mismo destino de grandeza debe estar considerado para un
puñado considerable de cuentos, recopilados meses antes de su muerte, con el
nombre de Cuentos Completos. Un montón de discípulos reconocieron su influencia
a la hora de mejorar o definir su escritura: Carlos Fuentes, Gabriel García
Márquez, Juan José Saer o el mencionado Mario Vargas Llosa. Pasó por la vida
con la necesidad de escribir para sí mismo, aunque corriera el riesgo de que
nadie lo leyera. El riesgo finalmente no ocurrió, fue una especie de contradicción
de esa raza de maldad humana, ausente de piedad, a la que siempre le escribió,
pero que no le dio la espalda a la hora de escoger sus obras.
“¿Quién se va a acordar de Onetti dentro de 20
o 30 años?”, se preguntó el escritor antes de su muerte. Hace bien poco, el 30
de mayo, se cumplieron 20 años de su fallecimiento. La pregunta tenía respuesta aún
antes de formularla, ya era un mito en vida, y la leyenda no ha disminuido. Si
bien para leerlo, se necesita tiempo, inteligencia y tristeza, de esas
características solo la tristeza es fácilmente encontrada; pero esa enfermedad
que él mismo denominó literatosis, continúa sin tratamiento patentado y
manipulado por farmacéuticas. Y será mejor, porque a muchos nos permitirá seguir
contemplando la belleza de lo desagradable, sin la obstinada tendencia naif de
nuestras sociedades, por llamar belleza a lo superfluo, banal o pasajero, y a
los que cuestionamos el existencialismo, caratulándonos como pesimistas o
depresivos…
"Tal vez nos
convirtamos en sirvientes de la Cibernética. Pero sentimos que siempre
sobrevivirá en algún lugar de la tierra un hombre distraído que dedique más
horas al ensueño que al sueño o al trabajo y que no tenga otro remedio para no
perecer como ser humano que el de inventar y contar historias. También estamos
seguros de que ese hipotético y futuro antisocial encontrará un público
afectado por el mismo veneno que se reúna para rodearlo y escucharlo mentir. Y
será imprescindible – lo vaticinamos con la seguridad de que nunca oiremos ser
desmentidos – que ese supuesto sobreviviente preferirá hablar con la mayor
claridad que le sea posible de la absurda aventura que significa el paso de la
gente sobre la tierra. Y que evitará, también dentro de lo posible, mortificar
a sus oyentes con literatosis."
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