En las calles que bordean el casco
antiguo de Plentzia, el movimiento siquiera podía considerarse escaso, a las 10
de la mañana. Han pasado doce años, pero aun recuerdo mi desconcierto al no
cruzarme con otra voluntad en mi primer paso por territorio paterno. El
siguiente recuerdo es el de caminar en círculos, a los pocos minutos me
encontraba nuevamente desconcertado en el portal de mi tía, la morada que debía
memorizar, porque al menos durante los siguientes tres meses, iba a ser mi dirección.
Y dado que la gente no abundaba, no era cuestión encima de perderme.
De repente dí con una escalera
lateral, y mientras descendía, más me acercaba al manso mar que se veía
desde el enorme ventanal de mi tía. El final de la escalinata me acercó al
puerto, y allí sí encontré más movimiento. Con el tiempo me costó
memorizar el nombre simbólico otorgado a esas escaleras: las escaleras del
mocordo, o algo así.
Y tuve que averiguar que era mocordo,
palabra que desconocía totalmente, y no era lo único que ignoraba. Mocordo
según el Lexicón etimológico, de Emiliano Arriaga, de 1896, presenta la
siguiente definición: “Vocablo procedente del euskera que los bilbaínos utilizaban
para referirse a una defecación humana siempre que sea de persona robusta y
sanota, y aparezca según su calibre ya a modo de chorizo, de morcilla, o de
lingote ligeramente curvo, bien enjuto y solidificado”.
En el caso de dichas escaleras, los “lingotes”
eran del ganado que cortaba su paso desde el monte hacia la parte de superior
del pueblo a través de esa cuesta. Era la primera explicación curiosa que debía
afrontar, y allí quedaba expuesta mi condición de señorito de ciudad. Y como
fiel habitante del cemento o asfalto, mi total desconocimiento sobre la actividad
rural. Y esa actividad, limitada pero existente en Plentzia, fue el aspecto más
curioso de mis primeros días.
Porque mi experiencia con la fauna
se limitaba a cuatro peces propios y a algunos perros de familiares, vecinos o
amigos. En una época donde consideraba que me perseguía la buena fortuna, era
un niño que me presentaba en cumpleaños o reuniones donde se sorteaban regalos,
y yo casi siempre portaba el número privilegiado, aquel que siempre salía. Mi
sonrisa de hombre afortunado se estrelló contra la cara de desconcierto de mi
vieja, aquella tarde de sábado que regresé a casa con el fruto de mi ventura.
En una lata de pepinillos tamaño mediano, un pequeño pez navegaba con menos
destino que Nemo, y a diferencia del film, su búsqueda no era tan difícil, ya
que ese pez que creo que nunca tuvo nombre de mi parte, si optaba por ir a dar
una vuelta, ésta duraba apenas un giro de esqueleto del pequeño vertebrado.
Si yo era un tipo con fortuna, mi
madre resultaba tener el destino estrellado. Porque por culpa de mi don, tuvo
que salir el mismo lunes a por aire, no para ella (mi madre), sino para el simpático
pececillo plateado. Y eso generó un sinfín de cambios, de vivir en un mono-ambiente
pasó a habitar una especie de chalet denominado pecera, que le faltaba bien
poco, ya que desde el vamos, gozaba de piedras, plantas artificiales, arcón,
filtro y motor, para ventilar y
generarle oxigeno al acuario. Además un par de frascos de alimentos, con su
medida en la misma tapa, que obligaba a mi madre a darle de comer, ya que a mí,
como un característico niño poco curioso, la sed de fisgoneo solo duró la ejecución
de la primera ingesta.
Y si dije que le faltaba bien poco,
es porque el bicho sin nombre, estaba solo. Pero como cuando eres pequeño
sobran las invitaciones a cumpleaños, mi madre tuvo que advertir azorada, que
sus colegas mantenían una rara costumbre, que en vez de hornear souvenirs, “quizás”
se vengaban de los magros regalos que recibían sus hijos, optando por sortear
más peces. Y Javier regresó a casa esta vez con un ejemplar naranja, sin lata
de pepinillos, con una bolsa de plástico como envoltorio, que soportó el viaje en autobús
hasta casa.
La experiencia duró un par de años.
En el medio, un tercer ejemplar (tuve cuatro mascotas acuáticas) resultó ser
nocivo para la convivencia de las especies. Eso lo deducimos con el tiempo,
porque la prueba piloto de la convivencia iba mermando a medida que sus
moradores aparecían flotando en distintas madrugadas. El tercer elemento fue
seguramente producto del asesoramiento del hombre del acuario de Avenida
Cabildo, cercano a Federico Lacroze. El bicho no era agraciado, su tarjeta de presentación
era un bigote y un garbo que se asemeja al personaje de Alatriste,
caracterizado por Viggo Mortensen. Y su actitud podría semejarse al personaje
de Pérez Reverte, ya que el tipo (bicho) iba de negro y el mostacho deambulando
en su navegación, nos intimidaba a mí, a mi madre y a sus propios compañeros de
chalet, a los que pasaba a degüello.
En síntesis, que me voy por las
ramas como algunos animales, que Alatriste no cesó hasta ser único propietario
o inquilino, y su andar solitario duró un par de años. Muerto el bribón, se
acabaron los alimentos para peces, la limpieza de las piedritas y el cambio de
aguas. La bomba de la cisterna cesó de despedir mascotas en los funerales. Mi madre, harta de
los cumpleaños, festejó con disimulo mi cambio de colegio primario a
secundario, y la poca práctica de festejar cumples de mi compañeros del San
Román y que yo hubiera mutado mi suerte de recibir “sorpresas” en reuniones sociales,
por encontrarme míseros botines en la calle, representada por monedas o
billetes de menor cuantía.
Y lo siguiente que recuerdo de ese
domingo en Plentzia, fue sentarme en los paseos y observar el andar relajado de
una especie que denominan mugles. Dicen los que saben, que el mugle es un pez
asustadizo, pero los del pueblo estaban siempre de paseo distendido. Si les
arrojas pan, su primera reacción será la de la desbandada. Con el paso de los
segundos, ha de regresar para alimentarse. Un par de particularidades me
aportaron con relación a este habitante habitual de los paseos plencianos. Una
es que no acostumbran a comer a partir del anochecer, es decir que sus capturas
se suelen producir entre la salida del sol y la puesta del mismo. Es ideal para
que los niños lo pesquen, ya que es fuerte y peleón y da vidilla a la “contienda”.
Mantienen un estilo peculiar de atacar las carnadas, ya que son sorbidas o
chupadas en pequeños toques antes de tragarlas, lo que hacen que queden bien
trabados en el anzuelo. Y la última característica es que nadie quiere comerlos.
Vox populi afirma que han visto hasta gatos declinar la invitación. Aunque
viejos marinos (que sobran en cualquier tasca del pueblo) puedan perjurar que
su carne es sabrosa, el problema es que están siempre cerca de la mierda que
descarta el humano.
Ahora oteo el horizonte mientras
desayuno en casa, a la espera de las distintas aves que se posen en el campo de
rugby, frente a mi ventana. Hace un año, en la víspera del día del Carmén, escribí
sobre el placer de observar a un par de cigüeñas todas las mañanas. También el paso
de las gaviotas se ha tornado una costumbre, es como cuando veía a los
gorriones o las palomas en la plaza de mi barrio de Belgrano. Mi vecina Gloria
suele darle de comer desde la misma ventana, y un vuelo circular de más de
veinte gaviotas me demuestra el cambio radical de vida que la ciudad o un
pueblo marítimo albergan.
Una noche posó sobre la ventana un búho.
Se quedo mirando hacia el interior, y tanto Fer como yo nos quedamos
acojonados. El fenómeno duro sus diez o quince minutos y no se ha vuelto a
repetir, aunque hemos escuchado su ulular posado en otras ventanas de la
barriada. Cuando se lo comenté a un amigo, este me trasladó a los pocos días la
consulta de un amigo de toda la vida (que me suele leer), y me interrogó sobre
las características del ave que nos acompañó en esa madrugada. El amigo estaba tan documentado, que creia que lo que habiamos observado debía ser una especie de lechuza. Ahí noté la
diferencia entre el hombre de la ciudad y el habituado a los animales, apenas
pude contestar, como si estuviera siendo de ayuda, que tenía los ojos grandes y saltones.
Por último, tuve que aprender la
diferencia entre rata, ratón o sagutxu. Al cruzarme una vez en las cercanías del
portal, sólo pude identificar al roedor como una rata, por lo que recibí el
desprecio cultural de algún vecino, ya que se trataba de un inofensivo sagutxu
o ratón de campo. Han pasado los años,
sé distinguir entre ambos, pero es un animal que no tolero a la vista, no me
interesa diferenciar si es un hámster, una rata de cloaca o un sencillo
ratoncito.
Ahora mientras subo las escaleras de
casa o me siento en las piedras que forman el murallón del paseo de la ría, me divierto
viendo el asustadizo movimiento de las pequeñas lagartijas. Y me doy cuenta lo
que ha cambiado mi óptica de ciudad con esta década de vida “en el campo”. Y
que contarles cuando llega la temporada de caracoles, observar cómo se desplazan
lentamente por los escalones evitando la captura de algún sibarita que
considere esa babosa como un manjar.
Algún día me animaré a contar como
desempolvé parte de mis miedos eternos y toleré convivir durante tres meses con
la gata de mi tía, de nombre Peluchina (hablo de la gata). Sigo siendo perrero,
son los bichos más fieles que conozco, sin llegar por los pelos a la nobleza
que profesa una madre, pero aceptando su rol de animal de compañía más sincero.
Y mi suerte ha cambiado, ya no encuentro monedas ni billetes, como tampoco un
buen trabajo; por las dudas trato de no ir a cumpleaños, porque los tiempos han
cambiado y temo regresar a casa con una boa o una nutria, y tener que salir a
robar los huevos de la oca o pata que descansa en el puerto de Plentzia, para
alimentar a mi ocasional mascota…
PD: Gracias a las lindas fotos que saca Fernanda todo el tiempo...
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