“He aprendido a no intentar convencer a nadie. El trabajo de convencer es una falta de respeto, es un intento de colonización del otro”.
José Saramago
Muchos de nosotros hemos valorado la dimensión de la palabra libertad promediando nuestra adolescencia. Estábamos mas hechos a la palabra dictadura. Al que supo valorar el cambio de estado no le pasó desapercibido que el nuevo orden tenia que mirar de soslayo a aquella porción de población que era afín o funcional al régimen depuesto y seguían en puestos de poder o simplemente, como miembros de la misma comunidad. Sin formalizarlo, los países debieron recurrir a una especie de pacto de impunidad, el deseo de recuperar la libertad apremiaba y los que se retiraban conservaban aún la fuerza que los hizo déspotas y tiranos. Y así surgen las transiciones sin que una parte no haya rendido incondicionalmente a la otra.
Pero en la eterna equiparación de
victimas y verdugos, es difícil interpretar la verdad absoluta. Se debe partir
de la base de que sin redención se hace difícil construir un nuevo sistema político,
es interminable el conflicto. Y cansino, digámoslo con todas las letras. En la
puja con confort de vivir en libertad de acción y de expresión, es habitual que
nos confundamos al sostener que nos quieren silenciar. He visto a muchas “víctimas”
de la proscripción manifestarse con total impunidad a la luz del día al tiempo
que su discurso versaba sobre sus faltas de libertades. Es difícil gestionar la
memoria, es complicado vivir en democracia. La educación debería ser el
sustento del ideal demócrata pero hay una esencia en el ser humano por ser
intolerante y victima al mismo tiempo. No te brinda mas posibilidades que la
imposible dualidad rendición absoluta y reconocimiento de que fueron oprimidos.
Son pocos los que pueden ofrecer una disculpa o un mea culpa. Y lo que sucede
cuando se pierde parte de la cultura y educación es que unos y otros se arrojen
a la cara la despectiva alusión de facha o fascista.
El pasado mítico, la propaganda
permanente, el antiintelectualismo, teorías conspirativas en todo momento, la jerarquía
del dominante, la victimización, el encono hacia la capital remarcando que la
verdadera esencia nacional proviene del interior, el destacar al otro grupo como
burgués, vago o improductivo y lo peor, es que no te dejan ganar perjudicándote
constantemente, son características quejosas cada vez más habituales en las sociedades.
Y es triste porque para Jason Stanley, filosofo estadounidense, estas bases forman
parte de los diez pilares del fascismo. Y si lo miramos con profundidad, son características
que en cantidad considerable predominan entre nosotros.
Entonces al momento de conmemorarse cien
años del nacimiento del fascismo podemos comprobar que su germen virulento muta
aun más que cualquier Covid que nos aterre. El facha debería ser aquella
persona que adhiere a una filosofía idealista donde nada cambie. Son los dueños
de un plano superior, lo que siempre ha sido deberá perdurar y si nuestros sueños
no son posibles -como si fuera posible cumplir todos los sueños- esa “autoridad”
se presenta como referente y voz
esencial de los supuestos oprimidos. El pueblo debe plegarse a ese desinteresada
realidad aunque no la comprenda. De hecho el negocio del referente es que la contradicción
no distraiga, no se cuestione. Para que los acólitos no se retoben, la práctica
debe ser cercana pero con la mano dura al alcance, el que cuestione mínimamente
está cercano a ser considerado fruto del germen del otro -manipulado pero con mayúsculas-,
al que llamarán fascista.
Para facilitarle las cosas, la mayoría
de las sociedades consideran defectuosas sus democracias e insatisfechos con
los defectos consustanciales que producen una especie de democracia recitativa,
que sostiene a rajatabla el sistema de elecciones libres pero presenta
candidatos cada vez más flojos, alejados del acervo cultural y con escasa
dignidad de su categoría ciudadana y con la intolerancia presentada como sinónimo
de frescura o carencia de hipocresía. Umberto Eco lo desarrolló con
inteligencia extrema al definir el síntoma del fascista eterno. Es el regreso
en un principio inofensivo, producto de un profundo varapalo o desengaño y
abrazándose a la igualdad y a los derechos humanos, lo que persiguen es dividir
en escalas el ideal de igualdad y de derechos humanos, atendiendo solamente a
los de su tribu. Atacan al pluralismo, no hacen falta más ideas dominantes, y
con supuesta amabilidad recortan la libertad de expresión. El monopolio de la
palabra pueblo será su estandarte y se construirá reforzándose permanentemente
sobre la discriminación del otro, tantas veces invisible pero que se le dará
forma en el preciso momento en que alguien externo a esos ideales tome forma opositora.
Más rasgos del nuevo fascismo es la camaradería
propia, el recurso de la movilización o la contramovilización, la traducción
del odio en violencia y en odiar pero sentirse victima del odio del otro, una
especie de machismo violento que desarrollen tanto sus hombres y mujeres y un
culto desaforado a la personalidad de su líder. El líder se dirige solo a su
masa, no a todos los ciudadanos, a estos solo le brinda la posibilidad de la aceptación
de ese estado libre, que de tan libre parece totalitario. El fascismo hoy no genera
el terror del siglo pasado porque suponemos difícil de repetir las
circunstancias que llevaron al auge de ese sistema brutal. Mas que el fascismo
preocupa la fragilidad democrática y la candidez ciudadana que no sabe distinguir
la piel de cordero que envuelve al mediocre demagogo que nos endulza el oído con
falsas promesas -en eso se iguala con cualquier candidato-.
El fascismo no es un fantasma que nos
recuerda la atrocidad del siglo pasado. Es fruto vigente de tantas decisiones políticas
desacertadas y la falta de un patrimonio cultural. El anti líder aprovecha el
desordenado crecimiento que fomenta la desigualdad evidente y se situará del
lado del que menos tiene sin disimular que él tiene tanto o más que al que
combate. Es difícil derrotar al fascista, nacionalista o populista, ya que respiran
a través de la complicidad de los que lo toleran con indiferencia o devoción.
Todos somos fachas, nos lo gritamos unos a otros y ya le dimos vacía entidad.
No se vislumbra un antídoto para esta enfermedad intelectual y moral. Al descuidar
el enriquecimiento del lenguaje hemos permitido que la palabra se reconduzca
hacia una profana ligereza. En ese sentido parecemos todos asintomáticos, no existe
un PSR capaz de determinar quien es o no facha. ¿O acaso conocemos a alguien que
se autoproclame?..
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