“Echar raíces quizá sea la necesidad más importante e ignorada del alma humana”.
Simone Weill
Cuando sentimos que nos hemos alejado de nuestra esencia a un límite de confusión permanente nos acordamos a la desesperada de que existen aún antes que nosotros y que siguen siendo el mejor parámetro expresivo. Han servido a la humanidad como un alma racional y no reciben nuestra correspondencia esencial en la evolución, motivados por el afán de conquistar más y más cemento. Simbolizan la creación, la vida, la belleza, el poder, la fijación a la tierra, las raíces, la ilación o secuencia, la vida y muerte, su mantenimiento y utilidad. Fue elemento sagrado, profanado, divino, conciliador, reparador, útil, desbastado o esquilmado; y en todo este tiempo su presencia nos recuerda el origen, la fuerza de la naturaleza. El árbol no es solo una alegoría permanente, es el barómetro de la vida, la propia y ajena.
La primera imagen o símbolo que
solemos recurrir a la hora de expresar todo lo viviente o el sistema de conocimiento
o sabiduría, es la del árbol y sus raíces. La metáfora del árbol nos recuerda
permanentemente la simbiosis de la especie y el saber. La biología y la filosofía
nos aportan la ciencia de la vida. La figura del árbol también figura en las religiones,
pero eso no concilia con la verdad de la subsistencia, en los menesteres religiosos
es verdad que todo, alegóricamente, encierra un “fruto manipulable, servil y
podrido”, por eso la excluyo, sea el dogma que sea. Además de la ciencia y biología,
podemos incluir la genealogía, ya que nos invita a indagar el pasado, que nos
aclare nuestra identidad, tal como un árbol genealógico evolutivo.
Ese símbolo del árbol nos recordará,
como faro de advertencia, que la naturaleza es un todo, del que el ser humano
forma parte y es el más dañino de las plagas existentes Tenemos y debemos aprender
tantas cosas de nuestros antepasados filogenéticos, para regresar
desesperadamente a una perspectiva naturocéntrica al comprobar los excesos de
la globalización, la revolución tecnológica hipnotizante, el cambio climático y
sus consecuencias destructivas, la vorágine financiera de quiebras y perjuro o
el riesgo nuclear, la manipulación de los ecosistemas, todos elementos que
están condicionando las expectativas de futuro. Estamos sufriendo perplejos el
advenimiento de un cambio de época, donde no sabemos si hemos de formar parte.
En todo caso, es de esperar que al menos los árboles continúen o resistan
porque fueron las primeras formas de vida que prepararon la atmosfera con su
labor de fotosíntesis, cuando aún no había otras criaturas. La naturaleza, a
diferencia nuestra, no es superflua.
Debemos conservar “las raíces” y no como
construcción poética o flujo del marketing para posicionamiento únicamente comercial.
Es verdad que necesitamos de tierra firme de donde posicionarnos para buscar
certezas. Estamos ante una crisis de creatividad, es imperioso reconducir la
existencia hacia una innovación permanente. Para eso, debemos superar nuestro
ensimismamiento y la agobiante sensación de perdida de referencias históricas.
Un nuevo modelo de pensar es la construcción necesaria para oxigenar nuestras raíces
mentales. Si nos apoyamos en la filosofía perenne de la naturaleza, tal vez
podamos traicionar nuestra esencia destructiva y cambiar la trayectoria del
planeta hacia una supervivencia y el surgimiento de una verdadera
espiritualidad como medicina de nuestro espíritu convulso. Vivimos perdiendo la
oxigenación que amplía la estupefacción, y ya no fluye la máxima de Aristóteles
de que “los hombres comienzan y comenzaron a razonar movidos por el estupor”.
Al pie de un árbol nos hemos reunido y
cotejado nuestros progresos o estilos conductivos. Nos convocábamos a la sombra
de un añejo ejemplar para apelar a un blasón que nos remitía a lo estable, permanente,
seguro y arraigado de una planificación. Apoyados en nuestra insignificancia, valorábamos
más las preguntas que las respuestas porque permitían reconducir certezas. Sembrábamos
dudas para cosechar evidencias. Una respuesta adecuada era valorada como un
hallazgo para fertilizar nuestras raíces imaginarias. Hoy vagamos serviles mientras los oportunistas
agitan el pasado y sus ánimos. Debemos revertir esa perspectiva que nos confunde
sin saber “quién cultiva a quién”.
El árbol no debe ser la primera imagen
a la que recurrir a la hora de expresar el conocimiento. No es una imagen, es
la realidad donde sus raíces hundidas en el suelo representan el único pensamiento
mítico de la sabiduría eterna y no la metáfora del ocultamiento, lo que hacemos
con lo que denominamos fundamentos. Los seres humanos vivimos un eterno y sufrido
presente que podemos definir como “segunda naturaleza” corrompida, varada y
putrefacta, que nos aleja más y más de la tierra, temiendo que la sabia de la naturaleza se harte de esta especie,
que en multitud, descompone más que purifica…
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