“No hables a menos que puedas mejorar el
silencio”
Jorge Luis Borges
Algunos la califican como una peste invisible
que no deja de acechar. El éxito y el compromiso pueden ser una carga pesada e
inviable. Está siempre presente la ansiedad y exigencia de “su público” al que
supuestamente se deben. Es que el mundo entero conoce sus obras, millares los
han leído, otros nunca leerán pero opinan, juzgan y exigen. El bochorno por no
existir nos acompleja, pero existiendo nos puede abrumar aún más. Tranquilos,
en general el escribir es un trabajo en soledad, prácticamente gratuito y
seguramente condenado al silencio y olvido. Pero así todo, tenemos presiones.
Nunca sabremos si la literatura está a
salvo de estas generaciones hedonistas. El talento no puede ser considerado un
sufrimiento, y hoy es ridículo que no monetices esa capacidad de escribir, como
proclama en estas sociedades de la eterna felicidad y obligada de rentabilizar un mínimo talento. Por eso el escribir debe
convertirse en un talento que mecanice el producir y consumir a un ritmo
frenético y alegre que escape del canon de creación artística o filosófica. Escribe
y publica, usa las redes sociales, suspira y anhela un me gusta, aguarda un
comentario como si se tratara de la autorización burocrática eterna de un
tratamiento oncológico de un ser querido. Cuanto más quieres imponer tu estilo
parece que más te hundes en las arenas movedizas de la indiferencia. Dejas de
ser una novedad muy rápido, ni tus contactos te apoyan, cada tanto mencionan
que tienes cualidades y se animan a compartirte el libro que estas leyendo. Eso
nos afecta pero también sufre algún que otro notorio, el síndrome del impostor
o la grafofobia se caracteriza por convertir el arte en el arte de impedir.
Se pueden contar en buen numero aunque
el olvido nos lleve al descuido. Algunos en ese encierro se convierten en más
mediáticos, en más polémicos o enigmáticos, tal el caso de Thomas Pynchon por su naturaleza
oculta. Vienen a la mente Juan Rulfo, J.D. Salinger, Carmen Laforet o Jhumpa
Lahiri, quienes pueden haber dicho basta ante el miedo a sucumbir o bien se
hartaron de las exigencias desmedidas. Se trata de un fenómeno real documentado
con un gran numero de autores que se estancan o abandonan como si se tratara de
una represión freudiana. Tiene merito -al menos me quiero dar valor- de encarar
el pensamiento de esta temática en estos tiempos de indiferencia de masa o era
del vacío. El escritor ignoto puede sentir fatiga o hasta repugnancia -tanto de
escribir como de que lo lean o no- lo que permite suponer que la grafofobia
puede ser considerada como una mixtura entre la antipatía y la fascinación. La
angustia, para un escritor o intento de escritor aficionado debe ser en una
carrera eterna, una asignatura que no se logra aprobar.
Henri Fréderic Amiel aventuró decir que
pocos de nosotros escapamos de la fosa común del olvido. Ayer leí en Twitter
que “el que lee es esclavo del pensamiento de otros”. Estuve a punto de refutar
esa idea absurda pero me venció el hastío, ¿de que sirve disputar intelectualmente
la contienda dialéctica? Recordé que Paulo Freire defendió una educación para la
libertad y cuatro décadas después su ideal sigue vigente pero el problema parece
ser el desvanecimiento de las identidades, el sentimiento de la reiteración
-bien graficado con el copia pega de casi todos-, la queja por la queja misma o
el estancamiento de nuestros ideales o movilizaciones. No es de extrañar que
Rulfo, Salinger o Laforet se revelaran contra su yo literario. Es comprensible
que escribiendo cosas intimas, dudas racionales, fracasos existenciales, más de
uno no quiera vender un producto que proviene de su duda, de su complejo, de su
angustia. Y que la masa le pida con morbo una nueva novela en el menor plazo
posible, disfrazados de fanáticos admiradores.
Son pocas las escrituras esenciales,
no somos tan especiales como creemos. Así todo nos afecta la presión por
escribir, por gustar, por llegar, por movilizar. La seguridad que nos surge al
tipear pensamientos puede sucumbir ante la necesidad de cautivar nuevamente al
mediocre existencialismo. A Juan Rulfo dicen que le pudo la resignación de no
poder superar los logros de “Pedro Páramo”, llegando a sentir miedo a que lo
consideran un fraude. Su imagen prevalece porque la muerte se encarga de darle
la dimensión que demoramos en vida a las buenas cosas. Rulfo encarnó en sus
obras la desolación de la realidad que solemos respirar. “Pedro Paramo” y “El
llano en llamas” giran en base a la soledad y la muerte, sobre una base de
quietud, silencio y densidad. Esas características parecen no ser comerciales y
solo vienen a demostrar tantas veces la incapacidad de las palabras para representar
la compleja realidad. Por lo que se deduce que su retiro silencioso de la actividad
no nos permitió dimensionar la reflexión sobre las limitaciones y fracasos de
esa revolución mexicana sobre la que escribió.
“Quiero escribir pero me sale espuma,
Quiero decir muchísimo y me atollo” escribió en su poema “Intensidad y altura”
el mexicano Cesar Vallejo. Esa espuma parece ser la in creatividad que nos acorrala
en la agonía viciosa de escribir o no hacerlo. Todos consideramos que tenemos
una historia para contar, de ahí que anualmente la producción literaria de un
país con tradición no bajará de diez mil novelas al año. Algunos esperan que
las ventas superen en algo al pauperismo, otros serán la novedad, algunos tendrán
un talento inmediatamente reconocidos, varios creerán que son talento y en
realidad es un agente literario que los sobredimensione. Y estamos los que solo
escribimos carillas que no toman dimensión de mensajes en botella que puedan
ser leídos. Sin falta de estima, sin queja arbitraría, sin lamento sistemático,
sin llegar a ser grafofobias, estamos aquellos que intentamos estar de paso desarrollando
el arte de impedir. Y nos estamos superando entrada a entrada, año a año…
No hay comentarios:
Publicar un comentario