“Camina
lento, no te apresures, que a donde tienes que llegar es a ti mismo”.
José
Ortega y Gasset.
Nunca
imaginé que tuviera unos ojos verdes tan hermosos. La conmoción por volver a
verle, y en esas circunstancias, me distrajo unos segundos. El resto del tiempo
de esa primera visita a la clínica se lo llevo la sensación de esa mirada tan
hermosa que no lograba descifrar si me quería o podía comunicar algo. Tarde más
de un cuarto de hora en tocarle la mano, lo hice en un momento en que su
respiración era un grito desesperado por seguir sintiendo. Estaba en plena
crisis respiratoria, una de las tantas que ha sorteado en este tiempo. Un tipo
que lee escribe y cree en el lenguaje, no tenía palabras. Es que no sabía que
decir que para él, si me estaba escuchando, tuviera sentido. No estoy preparado
para el dolor de los míos, o para mi dolor ante los míos.
Un día
todo se detiene. Hasta parece una llamada de atención cruel a todo el tiempo
que se corre sin sentido, creyendo que se va hacia tantos lados. Hay tanta
prisa por correr. El escritor Severo Catalina (1832-1871) sostenía que
“Progresar no es correr, es subir” y en mi mucha o poca experiencia, siento que
el pasado es la pierna en la que te apoyas para avanzar. Pero avanzar es todo
un problema filosófico. No se si vale la pena intentar razonarlo, hay una
persona a la que quiero que apenas puede mirar, y no se si mira. Pero para mí
progresar también es subir, y no hablo de inmortalidad o de nada eterno. Somos
efímeros, pero con sentimientos inmensos e intensos. Y algunos tratamos de ser
fieles, aunque nos cueste. Y ahí es donde debemos subir, donde podemos siempre
mejorar.
Si hay
cosas que uno no logra olvidar, seguramente esa mirada hermosa de color verde
esté en mi listado esencial. Pero regreso a cuando todo se detiene, porque él
indudablemente dejó de un momento a otro, de hacer las cosas que hacía. Así, en
cuestión de segundos, en decisiones intensas que los familiares deben tomar, en
un quirófano donde todos entramos con la fe de que al despertar, salimos. Que
volvemos a correr, que a lo sumo debemos aguardar unos días o semanas para
volver a hacer las cosas que hacíamos. Tal vez ese sea el relato de lo que
somos, personas que necesitamos hacer, al menos, las cosas que siempre hacemos.
Y también subir, progresar. Pero no olvidar que detrás de una persona hay un
organismo, al que no prestamos atención pero que manda.
Estar
en coma no es más que estar entre la vida y la muerte, sin saber bien de que
lado se está. ¿Cuáles son las opciones? Volver, marcharse o quedarse así. Reflejos
y ciertos movimientos pueden ser la respuesta médica ante miradas o dedos que
se mueven solo un segundo, cuando se trata de un daño cerebral ocasionado por
un derrame o traumatismo. Pero no es un hecho aislado, lo han definido como una
epidemia silenciosa. Pero no es silenciosa para nosotros, los que estamos del
otro lado de la cama, necesitamos ver respuestas, mejoras o indicios en esos
reflejos y nos la pasamos elucubrando teorías o sensaciones. Esa mirada verde
no se merece estar ausente, la persona tampoco.
Me
acuerdo de una final de futbol, allá por el año 1979. Yo tenía doce años, el
cuarenta. Se hizo por un tiempo socio del club, y en esa temporada fuimos a
varios partidos juntos. Esa final la ganamos pero empatando. Y sufriendo,
demasiado. Nos salvó aquel portero que para nosotros es mítico y que para el
resto del mundo no es tan mítico como su mítico portero. Pero Fillol era una
muralla tanto física como mental. Y yo sufría al lado de mi tío y mi padre para
salir campeón. Hace poco se cumplieron cuarenta años de esa fecha, yo tuve dos
recuerdos tristes: uno que mi equipo fue campeón pero no tuvo brillo, y la otra
es que mi tío estaba sentado con nosotros en la platea centenario. En este
viaje, además, fui a retirar mi carnet y medalla por ser socio vitalicio.
Tengo
más recuerdos, su Fiat seiscientos. Mi primer veraneo con mis tías y con él y
su familia. Estacionaba el Fiat en una loma e imagino que el freno de mano
sostenía ese declive. Era más niño que en 1979, jugábamos los primos a ser
grandes y alguno tuvo la idea de simular en el coche que éramos conductores.
Seguramente toqué el freno de manos y el coche se fue hacia atrás y recién
ahora me río al acordarme del miedo dentro del coche y la cara de mi tío,
afuera, al salir al rescate de todos, incluido del “fitito”. Imagino que esa
será la única cagada que puede recordar de mí, mi tío. O también como siempre
hacia renegar a su hija mayor, mi prima. Pero no decía nada, el tipo que era un
coloso no se enojaba nunca conmigo.
Cuando
me enteré lo sucedido hace cinco meses me sentí culpable, además de dolorido.
En los últimos viajes no lo había visitado, quizás por parar en casa de mis
padres y estar tan cerca lo he ido postergando porque se suponía que lo haría
en cualquier momento. Pero no lo hice. Y es ahí, donde el tiempo se detiene,
donde uno se siente arrepentido de no buscar más minutos para ver a sus seres
queridos. Y eso que siempre lo digo, cuando la distancia me quita la
habitualidad de cumpleaños, fiestas o motivos familiares, le aconsejo a los que
están cerca que no dejen de verse. Pero somos olvido hasta que colapsamos,
hasta que todo se detiene en forma tan brusca. Y es ahí, ante el coma, que el
otro despierta.
Puede
ser que vivamos una época de cambios, difícil de asumir o incluso de
experimentar. Hemos de aceptar la vida pero así todo pataleamos. Nadie quiere
estar a la intemperie, nadie quiere estar solo ni enfrentarse a la realidad.
Nos la pasamos enojados, criticamos a unos y otros, cambiamos agradecimientos
por indignación, se genera un victimismo del tipo sentimental que niega todas
nuestras responsabilidades ante la negligencia de un sistema, de unos líderes,
de un progreso que a veces nos atrasa. Todo se explica por una supuesta
ausencia de logros en esa carrera corta que es la vida. Así todo nos
despertamos cada mañana y tantas veces, repetimos el error del olvido, tal vez
porque se tiene. Somos cabezas duras, solo extrañamos cuando no lo tenemos.
Mañana
regreso a mi realidad. No se si lo volveré a ver, asumo que la de ayer pudo ser
la despedida. No le pedí perdón por no haberle visitado las dos o tres últimas
veces. Le di un beso largo, le dije que regresaba a España y apoyé mi cara en
esa frente que de a ratos, sus cejas parecían parpadear. Le dije que le quería,
algo que no lo dije nunca y el siguió mirando, los ojos bien abiertos. Y me fui
a brindar el año nuevo con los míos. Pero a la medianoche me acordé de esos
ojos verdes y decidí irme a dormir. No sentía motivos para festejar, el coma me
está privando de otro tío. Pero lo paradójico es que el coma me ha mostrado
unos de los ojos más lindos, intensos, perdidos y sentidos que he visto en toda
mi vida…
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