“Si comprender es imposible, conocer es necesario, porque lo
sucedido puede volver a suceder, las conciencias pueden ser seducidas y
obnubiladas de nuevo: las nuestras también”.
Primo Levi
Somos tendencia al
olvido. Tantas veces evadimos la realidad, nos proveemos de máscaras o
personajes que se aferran a ilusiones, tal vez, por temor a enfrentar lo que
somos o lo que no podemos ser. Pero si no conseguimos hacer frente a la
historia, igual hablamos como si aprendiéramos todas las lecciones y
estuviéramos presto a nunca repetirlas. Tenemos la propensión a deshacernos de
muchos recuerdos, algunos eso sí, innecesarios. Tantas veces nos ilumina el
olvido premeditado de lo que decimos que no debe volver a suceder pero que en
realidad, no deseamos recordar. En parte es una encerrona estéril, ya que somos
de lo que fuimos y de lo que soñamos con llegar a ser.
De los hechos
históricos de la primera mitad del siglo pasado, apenas queda historia viva. La
historia no deja de ser una narración y tantas veces la consideramos un género
literario pero que obliga a un gran esfuerzo: no se trata de si se comprende,
sino que a pesar de que nos acercamos a sucesos, situaciones o incluso procesos
históricos pasados con la intención de comprender la complejidad humana, tantas
veces no logramos situarnos en una época distinta, en una concepción distinta
de las actitudes sin modificar la comodidad o seguridad de nuestros tiempos o
valores, por lo que no podemos asumir con raciocinio que aquellos otros seres
humanos hicieron lo que fuera que hicieran. De ahí que no muchos vean el pasado
como nuestra ruta presente y no puedan ayudar a colocarnos ante el mundo en el
momento concreto en el que nos encontramos. Esto puede significar, siendo conciso,
que aquel gran error que juramos no repetir se repita, en otra escala o
dimensión. Pero se repita. Y por eso se necesita historia viva que nos recuerde
los sucesos sufridos.
Las ideas se quedan
sin argumentos cuando se las enfrenta a una evidencia física que demuestra un
trágico final, un cuerpo inerte, una perdida absurda. Estarán los necios o fanáticos
que intenten negar la realidad, pero como la memoria evoluciona hacia el olvido
o tergiversación, debemos recurrir a pequeñas muestras que nos sirvan de ayuda
memoria. Parte de esa ayuda remite el proyecto “piedras doradas” o “Stolpersteine”,
que en alemán significa tropiezo, en este caso una dificultad mental que obliga
a la gente a tropezar con la cabeza y el corazón ante una placa en el suelo que
recuerde algún crimen. La idea del proyecto es de Gunter Demming y consiste en placas
conmemorativas de bronce en el pavimento frente a la última dirección en vida
de toda victima del nacionalsocialismo de Adolf Hitler. Es una idea que alcanza
la vieja máxima del Talmud, donde “una persona se olvida cuando se olvida su
nombre”.
Este proyecto conmemora
a cualquier perseguido y/o asesinado por el régimen nazi (judíos, gitanos,
testigos de Jehová, homosexuales, personas con discapacidad mental y/o física, por
opiniones políticas, religiosas, orientación sexual o el color de su piel). Su
objetivo esencial es recordar los nombres y destinos de las personas, donde vivían
para poder ayudar a sus familiares a mantener el recuerdo y sobrellevar el
trauma. Le puede ayudar a las diversas comunidades a explorar el pasado,
debatir e involucrar a las nuevas generaciones en el respeto y no atentar con
el olvido. Si miramos hacia abajo debemos procurar tener la mente abierta para
no repetir circunstancias similares.
La mayoría de turistas que recorren
Berlín y varias ciudades alemanas no las reconoce (existen alrededor de 17.000
piedras doradas y solo en Múnich se ha prohibido su colocación). Vivimos a velocidad
que no permiten mirar por donde pisamos. Pero el proyecto ha superado las
barreras alemanas, registrando “Stolpersteine” en países como Austria, Bélgica,
Croacia, República Checa, Finlandia, Francia, Grecia, Italia, Hungría,
Lituania, Luxemburgo, Moldavia, Países Bajos (The shadow wall), Noruega,
Polonia, Rumania, Rusia, Eslovaquia, Eslovenia, España (450 placas), Suiza,
Ucrania y saliendo de Europa se registran stolpersteine en países como Argentina o Palestina, lugares donde muchos
debieron refugiarse del régimen persecutorio nazi.
Se las confeccionó de
latón con la intención de que los transeúntes las mantuvieran lustradas y pulidas
por el roce de las suelas de sus zapatos. Pero en general, la mayoría de los transeúntes
no pisan sobre los stolpersteine. A diferencia de Alemania, hay países donde se
conformaron grupos que limpian y pulen periódicamente las placas. La colocación
de las placas tiene un pequeño secreto, están montadas sobre las aceras y
tienen un ligero desnivel que obliga muchas veces a tropezarse con ellas y con
el pasado. Al percibir el desnivel, el transeúnte se detiene e inclina para
leer la placa por lo cual ya es un tributo hacia una persona que seguramente no
ha tenido tumba, sepultura o lápida. La placa se convierte entonces en un lugar
de su memoria.
Puede ser interpretada
como una lección para aquellos que niegan o reniegan del pasado. “Quien olvida
la historia está condenada a repetirla”, puede ser una máxima obligada en estos
tiempos algo oscuros donde transitan nuestras almas. Todo aquel que ha caminado
por los pasillos de Auschwitz sabe que la conmoción es intensa al momento de
visualizar filas y filas de retratos fotográficos de internados hombres y mujeres
que murieron producto de la explotación, desnutrición o cámaras de gas. Ver las
imágenes de miles de personas conmueve bastante más que la fría narración de la
historia. En el caso de los stolpersteine, la persecución nazi se vuelve nítida,
constante y concreta cuando las nuevas generaciones pueden observar absortos
como en su propia ciudad, barrio o edificio habito el horror y el posterior
olvido. Porque hay que recordar, aunque parezca un incordio, es que solo somos
habituados al olvido y cada tanto nos deben recordar adonde vamos y de dónde
venimos…
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