"Todo
el mundo es un genio. Pero si juzgas a un pez por su habilidad para trepar
árboles, vivirá toda su vida pensando que es un inútil".
Frase atribuida a Albert Einstein,
pero es una alegoría que data de finales del siglo XIX.
La genialidad es una cuestión de
tiempo. Tantas veces no podemos tener claro el camino de nuestro desarrollo. Se
vive en un mundo lineal basado en tres elementos: la inteligencia visible, es decir aquella que destaca si tenemos
buenas notas en general y sobre todo memoria, la belleza y la tercera, la habilidad
deportiva. Desde los primeros días se trata de encuadrar a los niños en
esos parámetros. Es general que, ante una ocurrencia de un bebé o niño pequeño,
los padres tengan la obtusa necesidad de destacar lo listo que es. Si en el trascurso de su crecimiento esos
antivalores reseñados no se cumplen, puede generar algún tipo de menosprecio
hacia el menor. Es difícil detenerse a ayudarle a desarrollar su inteligencia
dominante. Tantas veces a los padres les cuesta comprender que a pesar de lo
que se cree, no hay dos seres iguales en la continuación lógica.
Nuestras sociedades se muestran histéricamente
empecinadas en presionar a sus individuos. Con la excusa de ser libres se pide
que todo lo que se encare se haga para alcanzar una trascendencia. Lo que se
hace tiene que ser un éxito, tiene que ser meritorio. El que no triunfa es
porque no lo intenta, o no quiere. Y sabemos que no es cierto, a pesar de que
sentimos todo el tiempo el fracaso propio. Hay una manifiesta obsesión por el éxito.
La realización se manifiesta solo con el éxito. Como nos han inculcado la sensación
opresora de que se puede hacer realidad cualquier manifestación de la imaginación,
la propia sociedad nos arrastra hacia la decepción personal.
También se prohíbe en el vocabulario utilizar
la palabra limite. No hay limite para desarrollar un proyecto vital, somos seres
que todo lo podemos, eso sí, todo es cuestión de proponérselo. Lo mediático es
referencia, la consigna a lograr es vivir sin normas, porque eso es espontaneo,
otra cosa es pura hipocresía. Vivimos en una permanente sensación de injustica
donde tantas veces la propia familia es la que genera el trauma, a través de la
invalidación familiar.
Triunfar, creer que triunfamos o que
crean que triunfamos determina tantas veces nuestras vidas. Nos da la vida y
nos la quita. Se generaliza el concepto que se triunfa en cualquier orden de la
vida, o se fracasa. Una persona no tiene porque hacer oro todo lo que toca o
ser un perdedor serial. No debe existir la persona que no acumule a lo largo de
su vida tanto aciertos como errores, sin determinar la proporción. Pero la
misma sociedad -vaya a saber quien es esa misma sociedad que instala el
concepto- nos hace creer que si no triunfamos fue porque no nos esforzamos lo
suficiente. De ahí que vivamos frustrados, estresados, acomplejados ante la
rutina del no éxito.
Tantas veces en un lecho final, la
gente se arrepiente. El afligirse es un hecho universal, pero cuando se sabe
que el tiempo ya es escaso, la gente se arrepiente de no haber vivido, de no
haber sido, de no haber expresado. Tantas veces se precisa la escasez de la
felicidad vivida. Tal vez tarde nos demos cuenta de que la realización personal
no pueda pasar de ese desmedido deseo de reconocimiento de la sociedad. El miedo
a fracasar nos paraliza, pero no comprendemos que el fracaso también moviliza
si sabemos explorar nuestras fronteras personales para afrontar nuevos desafíos.
Pero instalamos el concepto de rápido, efímero y superficial sumando al combo
de urgencias que el éxito radica en esa triada y no en la convicción de que
esforzarse es sufrir y que el fin de estudiar no es alcanzar la felicidad si no
adquirir conocimientos. La adquisición de esas competencias no debe perseguir
el éxito, tantas veces sabemos solo para saber, y se es exitoso en ese proceso.
Alguna vez se me ha llamado desperdicio por no aprovechar mi supuesto talento.
Y durante mucho tiempo, me lo he creído. Y he sufrido a cuenta de las urgencias
de otros.
Si aprender requiere de esfuerzo, hay
que aclarar que no será titánico ese impulso. No se trata de sacrificios que no
se pueden asumir sino de la convicción de que uno se debe obligar a aprender y
que aprender no tiene porque ser divertido sino solamente necesario. Porque se
le está inculcando a los niños, luego a los adolescentes y finalmente llegan a
adultos frustrados, el hecho de que hay que divertirse en todo lo que se encare.
Es lógico que en la primera etapa en la niñez lo lúdico acompañe la implementación
de conocimientos. Pero un adolescente no debe aprender jugando, tiene que
desarrollar la inteligencia para profundizar los conocimientos adquiridos. Si
se continúa jugando, en breve se convierten en adultos que idealizan infantilmente
los momentos claves de la vida. De ahí que transitemos una sociedad aniñada que
clama todo el tiempo por derechos desconociendo el concepto simultaneo de las obligaciones.
Los conceptos de educación actual
sugieren que la educación se debe adaptar a las competencias y necesidades del joven.
La pregunta clave es si luego la sociedad permite esto. Creo percibir que el
concepto de jungla es verídico. Somos nosotros los que debemos adaptarnos a los
propios clamores de las sociedades. Pero si las sociedades somos nosotros, ¿qué
es lo que nos sucede? Tal vez sea una pregunta que no nos sinceramos a profundizar,
mientras tanto le bajamos la exigencia a la educación de nuestros hijos con la idea
de que sea inclusiva. Creo entender que el concepto de que un joven puede desarrollar
su potencial al máximo no tiene porque significar que el listón se baje. Existen
las inteligencias múltiples, eso es indudable. También comprendo que podemos tener
más habilidades para ciertas actividades que para otras. Pero la inteligencia
que debemos procurarle es una sola que deben aprovechar todos y luego especializar
su propia condición de inteligencia. No tengamos miedo a reprobar con “suspenso”,
no hagamos duro el concepto y afloremos la hipocresía de calificar un examen
con un “no logro”.
El reto debe ser armonizar nuestra individualidad
con el entorno. Se persigue el concepto de igualdad pero para las
oportunidades, ya que no todos somos iguales y no se discrimina por eso. Se
discrimina por otros parámetros, pero si unificamos la educación con ese
concepto, me da la sensación de que no se premia el esfuerzo. Los valores
esenciales se construyen en el ámbito familiar, luego se trabajan en el sistema
educativo. Ambas instituciones están fallando, llegamos al extremo de
considerar que dar deberes a los niños forma parte de un método de aprendizaje erróneo.
Es la misma gente que suele ser inclemente con aquel que se equivoca en las
cosas que le compete. Ahí no se emplea ese racero de condescendencia que habita
en la familia con respecto a la educación de los menores. Si le preguntamos a un
niño si están de acuerdo en que se le den deberes, ¿qué creen que han de responder?
La sociedad frustra, pero hoy los verdugos
están siendo los padres. El afán desmedido o la condescendencia no equilibran
la necesidad de ingerir en la educación personal de los niños. Ni el abandono
ni la sobreprotección. Nos movemos sobre todo en las expectativas y menos en
las certezas que van surgiendo en el proceso de crecimiento. Preferimos el
canto de las sirenas, el problema es cuando en la desesperación te consultan
sobre el porqué de esa situación. La respuesta suele ser un mazazo, nadie
quiere escuchar la verdad solo quieren saber que han hecho bien, que solo
procuraron por la eterna felicidad que, en adelante, el adulto encontrará en
cuentagotas. Parece ser cuestión de que se viva añorando un estado de bienestar
que cada día nos hace más infeliz por no poder alcanzar…
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