“El verdadero precio de todo, lo que
todo realmente le cuesta al hombre que quiere adquirirlo, es el esfuerzo y la
complicación de adquirirlo”.
Adam Smith – Economista y Filósofo.
Comenzó como uno de los tantos
planteamientos filosóficos que aspiraban a alcanzar la equidad en su
aplicación. De esta manera, la teoría se adentró con fuerza en el campo de la
moral y la justicia. El debate surgió desde Aristóteles y se pronunciaron casi
todos los filósofos griegos, preocupados por razonar las posibilidades de una
sociedad justa. Como un desprendimiento de la moral y la ética surge la
economía. A pesar de tanto pensamiento y escritos, la duda persiste: ¿Qué es un
precio y cómo se obtiene un precio justo?
Si esta fuera una entrada de índole
económica, el debate se centraría en saber el precio máximo que cada individuo
en su rol de cliente está dispuesto a abonar. La aplicación de precios fijos
que gestaron en su momento los grandes almacenes no sació el ansia de justicia,
sino que instalaron la teoría económica hasta convertirla en una ciencia propia
de tamaña trascendencia en estos tiempos de consumismo. El precio justo dio
paso a fórmulas para obtener el precio perfecto, creyendo por perfecto el
idóneo para obtener mayor redito en el bolsillo del consumidor. Esta no es una
entrada sobre economía, sino filosófica ya que el sano equilibrio entre
equidad, justicia y moral no suele lucir equilibrada, entre otras cosas, porque
el hombre tiene un concepto amplio y variado de equilibrio.
Nos gusta saber que hemos obtenido un
mejor precio que el mercado -o el de nuestro vecino-, sea cual sea la cuantía
que nos beneficie. Si bien no lo denominamos regateo, es esta técnica sumada a
la sangre fría, personalidad, poder, sagacidad y capacidad de negociación la
que nos permite, alguna o varias veces, obtener un redito de una negociación
que nos genera un estado de especial satisfacción. Como los conceptos de valor
y precio no son lo mismo, la confusión por señalarlos como sinónimos angustia a
un sector interesante de la población, ya que para los que no compiten en el
mercado, el valor siempre será superior a cualquier precio que se pueda fijar.
La irrupción del concepto de economía
vino para separar el criterio de administrar justicia y el posible conflicto de
intereses en una transacción o intercambio. El concepto del valor es subjetivo
y a la vez objetivo. Peyorativamente, hace un mes una presuntuosa abogada de
bufete céntrico, en el medio de una supuesta conciliación que ella convocó,
utilizó una supuesta frase intimidatoria que no hizo más que frenar cualquier
posibilidad de conciliación: “vayamos al grano, que mi hora es muy cara”.
Tantas veces una supuesta frase genial de marketing destinada a coaccionar o
someter al otro, no logra ese efecto esperado. En este caso, la otra parte, ha
debido pagar una “hora cara” a una persona que no solo logró ningún avance,
sino que fastidió la posibilidad de un acuerdo y dejó en duda su pericia
profesional -además de obligarme a filosofar por su suntuosa autoestima-. En la
demanda de intereses disimiles, ¿quién puede determinar que un humano predomine
sobre otro por la calidad económica de sus horas? ¿El valor lo dan las cosas o
los individuos?
No se puede precisar aún en estos
tiempos capitalistas cual será la fórmula lógica que permita generar un precio
acorde a las cosas y servicios que se intercambian. El intercambio entre personas se sigue
produciendo cuando hay disparidad y no cuando existe una igualdad de
valoraciones. En la acción de permutar, parece implícito que los individuos
intercambian porque cada uno necesita o anhela lo que el otro ofrece. Desde la
antigua Grecia se ha perseguido el precio justo. Pero ese concepto de justicia
colisiona permanentemente con la mano del hombre, abundan los ejemplos, pero es
habitual sentirse estafado cuando somos turistas y desconocemos el
funcionamiento o normas del país que visitamos: en mi país de origen, en una de
las tantas crisis económicas del pasado siglo, en una tienda de ropa de cuero,
una chamarra con el cartel con precio cien podría interpretarse como cien pesos
para el local y cien dólares para el turista. En ambos casos, el comerciante
podía alegar que se trataba de un precio justo para las dos economías. Fuera
del concepto de mercado, para otros como yo, se trataba de un acto de mera
picardía. Si bien todo tiene su precio, no siempre el intercambio será justo.
Nuestro buscador web favorito ofrece
demasiada data sobre nosotros mismos. Los algoritmos parecen ser cada día más
sofisticados y segmentados. En la sagrada búsqueda del precio perfecto, los
rastros que vamos dejando en nuestro accionar en la web, genera un sinfín de
cambios aún en el mismo día, que, al momento de realizar una compra
satisfactoria, más de una vez el precio o valor ha sido determinado por nuestro
propio accionar, ansiedad o nuestras costumbres y poder adquisitivo. El precio
de una lata de refresco en una máquina expendedora callejera puede variar su
precio -en el caso que no venga previamente prefijado- según la temperatura
ambiente. Tanto el vending como las compras por internet han permitido la
resurrección de las hostilidades. El juego de la especulación se vislumbra en
la web antes de ejecutar una compra: las variaciones en el momento del día
pueden ser determinantes a la hora de obtener un precio más beneficioso. El
precio perfecto nunca es fijo.
Queremos comprar barato y vender caro.
No parece un dogma, más bien un vicio. El término medio parece un valor
contradictorio ya que no hay un precio para un determinado tipo de producto,
sino que para un mismo tipo de producto existen tantos precios como
transacciones. Existen personalidades con alma de vendedores depredadores, pero
también conviven con identidades que solo aspiran a lograr un equilibrio en sus
finanzas. Muchos reaccionan con lentitud a la política de precios asociando su cálculo
a un arte más que a una ciencia. Para tantos otros, el famoso mercado, cada día
los algoritmos y sus frecuencias nos permiten observar que, de arte, casi nada.
En líneas generales, el universo no se rige por precios fijos. E internet que
llegó a nuestras vidas para modificar con transparencia el absolutismo dominio de los poderosos, se encuentra embebido en la perversa habilidad que arrastra del mundo real, de hacernos creer que a pesar de que solemos pagar de más nos “regala”
la convicción de suponer que, con bonos, inmediatez en la decisión, descuentos
o formularios, vamos a lograr pagar menos. La ganga, en este caso, sigue siendo
la dimensión de nuestra inocencia…
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