"Aquel que camina tiene siempre presente
su cuerpo, consciente más que nunca de sí mismo y del tiempo de su vida".
Milán Kundera – Novela La lentitud.
Culturalmente nos imponen una
velocidad en el vivir con la finalidad de ir de prisa para ganar tiempo, que
luego se consume sin hacer nada. Nos cuesta vivir de forma creativa y humana.
La gente se agota, la masa está histérica, la familia apenas se junta, el
sistema económico y financiero parece cada día más inhumano, se vive conectado
a una pantalla donde se mata gran parte de ese tiempo que ganamos al correr sin
sentido. La excusa es que no se lee, no se habla, no se desayuna, no salimos a
andar, solo porque no tenemos tiempo. Pero si ocasión sobrada para responder wasaps,
mirar videos de YouTube, conectarnos a Facebook o suscribirnos a Netflix. Somos
la generación que definitivamente ha perdido lo esencial.
Los siglos transcurren anodinamente
solo perturbados por conatos de revolución y cambio. En estos momentos se
podría definir culturalmente como la revolución del aburrimiento, donde la
soledad parece ser su estandarte. Soledad y enojo, porque no se puede disimular
el enojo casi caprichoso por el que atraviesa la mayoría de la población mundial.
En la era de la conexión tecnológica masiva, vivimos en un mundo donde en
realidad, nadie se conoce. La mayor parte de la gente camina con el móvil en la
mano, algunos por si suena alguna actualización y no se le escucha por el ruido
o tráfico callejero; otros para hacer llamadas que solo confirman que están
cerca de casa y la mayoría, sin más miramientos que la focalización fanática y
obtusa sobre la pantalla del teléfono móvil en el desesperado intento de creer
que se está “haciendo algo”. En ese mecánico transcurrir, somos indiferentes a
nuestra propia ciudad, a la gente, solo sostenemos una estrecha relación con el
ruido de nuestro teléfono y lo definimos tristemente, como conexión.
Debemos mostrar públicamente un estado
de continua ocupación. Al no lograr escapar al concepto de velocidad nos arropa
la ansiedad, el estrés y la depresión. Desperdiciamos nuestra condición de finitud
al acelerarnos sin sentido, al estropear el poder que tiene la espera, la contemplación
y el crecimiento interior. La aceleración social se impone como un concepto
errático de competencia, productividad y crecimiento social. El tiempo no
escasea, solo que no se dispone de lucidez para confirmar que, de detenernos,
el tiempo sobra para hacer cosas productivas, no impuestas. Las intensidades
puntuales impuestas por la histeria colectiva no dejan ver la experiencia de la
demora, del andar pausado, de la relajación regular, de la duración natural. Todo
está dominado por el concepto de cortoplacismo.
A los niños se les educa en el arte desesperado
de encontrar nuevas sensaciones, experimentar permanentemente con más y más
actividades, por que el niño no debe estar aburrido. Y a pesar de eso, se
aburre, se distrae, es más caprichoso, déspota y prácticamente no sabe lo que
representa concentrarse. Y en vez de empoderarse de soledad, para sostener la
demanda con su imaginación, se apoya excitado en ese adulto que le atiborra de
extra escolares para que le siga excitando, para que se agote sin más esfuerzo
que el de vivir agitado. Ese niño necesita más estímulos, es la conclusión de
un convulso adulto que confunde utilidad, rendimiento y eficacia con un no sumergirse
en su interior para saber verdaderamente que es lo que se quiere conseguir o
disfrutar.
Se le tiene miedo al silencio, tal vez
pánico. Mas miedo que al grito. Se tiende a evitar el silencio, posiblemente
por temor a quedarse a solas con uno mismo. Si lográramos escucharnos,
comprenderíamos que somos silencios. Tal vez
el silencio nos pueda servir para conectar finalmente con nosotros mismos, con
nuestro interior, con nuestra identidad, con el verdadero concepto de la concepción
del tiempo. Existen experiencias para los que el lenguaje no sirve, porque en
realidad el silencio es una forma de conocimiento y una manera de visibilizar
la resistencia frente a tantas agresiones externas. Y otra manera de conectar
con nuestro interior se da al caminar en silencio, sin apuro y contemplando.
El niño no camina, va en coche a todos
lados. Y el adulto más de lo mismo. Tantas veces consultando en la calle por la
distancia hacia una dirección determinada, la respuesta que agobia del que
siempre está agobiado será: “uff, vamos a ver. ¿Estás con coche?”, tal vez para
cortar una distancia menor a un kilómetro pero que te la muestran como un
abismo insalvable. “Tengo tiempo y ganas de caminar” puede ser una respuesta
subversiva en estos tiempos porque, en el fondo, no deja de ser un acto de
resistencia. Caminar es reparar en el propio cuerpo, en nuestra respiración, en
calmar la mente acelerada, en buscar el silencio interior.
"Caminar nos introduce en las
sensaciones del mundo, y que hay que hacerlo porque sí, por el placer de
degustar el tiempo, y que, además, implica humildad ante el mundo e
indiferencia hacia la tecnología; cuando todo consiste, simplemente, en
existir", sostiene el contemporáneo sociólogo y antropólogo francés, Tomás
Le Breton. Andre Leroi-Gourhan, etnólogo, arqueólogo e historiador francés del
siglo pasado, afirmó que “la especie humana comienza por los pies”. Para Roland
Barthes, filósofo y semiólogo del siglo pasado y también francés, “caminar es
nuestro gesto más trivial, y por lo tanto, el más humano”. En todo caminar
puede radicar una huida, siempre que en ese huir se logre una transformación o
el verdadero sentido de la existencia.
Estas experiencias deben ser
consideradas como un recurso que enfrente el ritmo inhumano de nuestras
ansiedades y actividades. El tiempo no falta, se nos vuelve contra nosotros
como un aplazamiento de un concepto kafkiano de que la espera es la condición ideal
del ser humano. La calma y el silencio no son tolerados, por eso un caminante
solo puede ser un anarquista, un loco o un vagabundo. Pasamos por las cosas sin
habitarlas, hablamos con la gente sin escucharla y almacenamos información sin
razonarla. Debemos aspirar a lo que ha señalado con criterio Le Breton: “No se
trata de que sea útil, sino de ser la expresión de una voluntad de tomarse un
tiempo en lugar de dejar que el tiempo nos tome a nosotros”. El tiempo vuela,
aunque lo transitemos histéricos o acelerados. Que vuele, pero que nos permita
volar, podría ser su mejor aprovechamiento…
No hay comentarios:
Publicar un comentario