“Para favorecer la violencia colectiva,
hay que reforzar su inconsciencia. Y, al contrario, para desalentar esa
violencia, hay que mostrarla a plena luz, hay que desenmascararla”,
René Girard
Existía un antiguo ritual de condición
fantástico y purificador que consistía básicamente en buscar un responsable de
todos los pecados de un pueblo. El rito contemplaba regenerar el orden perdido
a través de purificar o reparar las faltas, con un castigo físico que
permitiera expiar las culpas. En el inicio de estas ceremonias se ofrendaba un
animal a la causa de redimirse, trasladando simbólicamente el sentimiento de
culpa que nos aferraba como especie maligna. El famoso chivo expiatorio nos
entregaba una fingida calma al sentimiento de culpa que nos invade desde el
inicio. En resumen, nada ha cambiado en el tiempo, siempre proyectamos nuestras
indecisiones o debilidades en una imagen externa, dueña de todos los males
terrenales. La religión, la política y la radicalidad han montado un enorme
negocio a través de esta debilidad manifiesta.
Aquel que lea este introductorio lo
podrá aplicar tranquilamente a la polémica actual que se viva en su territorio
o circulo de conocidos. Parece mucho más ameno simbolizar que dar nombre propio
a todas aquellas operaciones que la ideología, fanatismo o militancia
experimenten actualmente. No quita responsabilidad el saber que siempre se ha
necesitado expiar las culpas en un imaginario para poder saciar la sed de
violencia e ira que invaden muchos de nuestros actos. Pero al menos nos permite
saber que muchas de las canalladas de las que damos parte son repeticiones -a veces
sofisticadas, otras rebuscadas y muchas burdas- que, como grupo de iguales,
debemos echar mano para descargar la propia ira en el otro. El paso del tiempo
sofisticó ese concepto. Necesitamos el concepto del potencial mal en otro lado,
para perpetuar nuestra afinidad o convicción sin casi contenido, solo la espesa
militancia que justifique que soy el bueno o el camino, y el que está en
desacuerdo, es el malo, opresor o el manipulador.
Este proceder lo verás en todo ámbito,
y si eres sincero poseedor de autocrítica, lo podrás reconocer en tu propia
persona, eso sí, una vez que se haya diluido tu ira. Siempre es más efectivo
volcar tus miserias en la mísera vida del prójimo. El chivo moderno carga con
las ansiedades del entorno, comparte culpas, aunque no las tenga, y esconde la
falta de madurez -y en los últimos tiempos de inteligencia- de nuestras
sociedades de avanzada. La acción intimidante se reconoce en la agresión y en
el rechazo, y persígnense con el siguiente dato: el chivo expiatorio operaba
inicialmente en sociedades precristianas. Ofrecer la otra mejilla o la
confesión podrían oficiar de pseudos chivos internos, piensen lo ridículo del
tema, como uno se puede sentir liberado por el simple hecho de confesar una mínima
parte de sus culpas a cambio de una cantidad moderada de rezos. Sería patético
si no se tratara de un proceso que afectó enormemente nuestras educaciones.
En aquellos tiempos de la antigüedad,
el sacrificado generalmente era extranjero o lisiado, cosa que no generara
contrariedad o percance en la radicalidad del sacrificio. Una vez señalado, se
debía desarrollar lo que se denominaba “contaminación” para que la persona
escogida sea definitivamente portadora de nuestros males y postergaciones como
sociedad. El mecanismo no puede permitirse el concepto de retorno, una vez
señalado el culpable, ese debe ser literalmente el dueño de casi todas las
culpas. Con el sacrificio de la víctima se alcanzaba la catarsis colectiva,
regresando poco a poco al orden y normalidad, hasta el mismo momento en que un
nuevo sacrificio se considerara necesario para perpetuar ese sentimiento
afectado de armonía. Irónicamente, a ese sentimiento lo solemos graficar como
espiritualidad.
Se debió especializar como desinhibitorios
los niveles de agresión de los que somos capaces de desarrollar en este
proceso. Por un lado, deshumanizamos a la víctima; por el otro, nos
desindividualizamos como individuos para justificar todo en post de una
sociedad, de una comunidad. En el caso de un error, de una manipulación
comprobada, de una fatal injusticia, quedará arropado por un sentimiento
primario colectivo, y no como una irresponsabilidad individual. Es que el ser
humano se lo ha currado con esmero a lo largo del tiempo. Por último, reditúa y
mucho, que a nuestro enemigo le confiramos la condición de desequilibrado, como
sesgo de auto beneficio: un buen ejemplo sería que somos acreedores de mérito
si nos acompañan buenas notas, ya que responden a nuestras habilidades; en
cambio, tantas veces justificamos nuestros bajos rendimientos, en la acción
injusta, alocada y arbitraria de nuestros docentes, superiores o directores.
René Girard, crítico literario,
historiador y notable filósofo francés, fallecido hace un par de años, fue un
poco más allá al desarrollar su teoría mimética, donde la causa de la violencia
es la rivalidad, es decir la imperiosa necesidad de acceder a lo que posee el
otro, más allá de merecimientos, o que el otro se someta a nuestro razonamiento,
porque es indudable que nosotros sí poseemos ideales y buenas intenciones, o
recuperar lo que era nuestro y nos han quitado injustamente. El deseo no
consumado dispara la violencia y las crisis (hambrunas, catástrofes, y sumémosle
las crisis morales con su corrupción, hoy devastadoras) son el contexto ideal
para desarrollar ese espiral de furia, que consiste en apropiarse de un
concepto que solo nos debe pertenecer a nosotros -como un designio casi
ancestral- que arrojará el tan anhelado concepto de justicia universal o
divina.
Girard fue un poco más allá y
desarrollo la idea de que muchas veces el deseo mimético se vuelve oportunista
y se proyecta la culpa sobre cualquier cosa que se desee encontrar en la búsqueda
de modelos sustitutivos. La mimética parece definitivamente instalada en la
sociedad moderna, queremos restaurar el orden, pero que sea el nuestro. El
mecanismo victimario da resultados, aunque sean ficticios. Girard sostiene que
su teoría se basa en que en el origen se han dado asesinatos colectivos, sometimientos
o arbitrariedades, por eso continuamos estancados en el tiempo, situando
nuestra necesidad de justicia y respaldándonos en el tiempo, como si la
tradición deba ser la norma, en sociedades que a su vez se vanaglorian de su
poder de adaptación, libertades y sus avances revolucionarios. Así sostenemos teorías
de más de cuatro o cinco siglos, queriendo encontrar en la historia, la
imparcialidad que justifique nuestros merecidos deseos.
La religión emerge del mecanismo
victimario, lo mismo sucede con la política, e hilando más fino, de todo
colectivo que se sienta disminuido o sojuzgado. La historia de toda nación se cimienta
en alguna gesta heroica y sobretodo, en una perdida. Girard se apoyó en el
estudio de las tragedias griegas y en el teatro de Shakespeare, donde las
relaciones conflictivas son el argumento esencial. El otro es rival, al mismo
tiempo que modelo, quizás por eso el efecto de imitación del que derroca al
injusto es tan notorio con el paso del tiempo. Estamos presenciando momentos de
imitación, donde la ciudadanía alterna el silencio cómplice, con la denuncia
encendida, siempre dependiendo que fuerza nos gobierne. Lo que callamos hasta
hace poco, hoy denunciamos amparándonos en derechos humanos y otras mendas.
Los seres humanos se aferran a las querellas
y a las diferencias, le cantan a la libertad que pierden y esconden la falta de
libertades que ofrecen cuando ellos mandan. Vivimos entre adversarios, enemigos
o rivalidades. Y algunos estamos hartos de los comentarios, de los himnos que
dicen que hablan por todos, de que un razonamiento no se comparta y que, si
alguien me cuestiona, no me cuestiono. Simplemente me martirizo dando un paso
al costado argumentando que los demás están equivocados, cosa que tristemente
vemos hoy en las redes sociales, donde nos pueden regalar comentarios o notas
afines a sus fines, pero no soportan que otros no tengan la misma idea o se
sientan obligados a profesar esos cultos. Se comportan como sus caprichosos líderes,
que cuando pierden el poder cambian el discurso, y le hacen sentir a uno como
el injusto ingrato que no agradece tamaño sacrificio desinteresado. Podría ser anecdótico,
ya que todos pertenecemos a esa pulsión mimética de desear lo que posee el otro,
pero preocupa que muchos de esos intolerantes hablen en nombre de los derechos
humanos o en nombre de sus hijos -el futuro como gesta inequívoca de sus buenas
intenciones-.
Se proyecta en el otro las diferencias
de criterio. Si un extraño afirma algo que me gusta oír, lo destaco y comparto
como mana determinante. Si al poco tiempo, ese mismo llega a criticar a mis
referentes, lo denostó y destierro. Si alguien lee lo que yo leo, estamos ambos
informados. Si leemos otros medios que no adhieren, estamos manipulados. Puestos
a desear, a veces no sabemos bien que deseamos, pero lo deseamos ya y que
nuestro pequeño mundo de conocidos, desee lo mismo. En la pequeña tribu de
contactos que profesamos, estamos hartos de ver al erudito que te subestima o
directamente te condena por pensar y sentir distinto. Girard sostuvo que en el
momento en que se advierta que alguien copia o imita su deseo, opondrá una
feroz resistencia para sostener el carácter único, genuino y autentico de
nuestro deseo original. De ahí que pasemos constantemente del chivo expiatorio
a la gata flora…
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